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MIS ENCUENTROS CON GENIOS DE LAS LETRAS

Alejo Carpentier, real y maravilloso

vendredi 22 mars 2013   |   Ramón Chao
Lecture .

Periodista y escritor, Ramón Chao es autor de varias novelas inolvidables (El lago de Como, La pasión de Carolina Otero, Las travesías de Luis Gontán). Fue también, en París donde reside, director de Radio France Internationale y corresponsal del semanario Triunfo. A lo largo de esas experiencias conoció a numerosos creadores. En una serie de textos, Ramón Chao va recordando para nuestros lectores algunos de sus encuentros con genios como el gran novelista cubano Alejo Carpentier, del que nos habla esta vez.

Conocí al escritor cubano Alejo Carpentier (1904-1980) a principios de los años 1970, impulsado por un comentario del crítico francés Max-Paul Fouchet en su célebre programa de televisión “Culture pour tous” : “Después de leer El Reino de este mundo (premio Médicis aquel año), la palabra ‘talento’ nos parece inadecuada, no satisface nuestro entusiasmo. Ante nosotros surge un gran poeta por su estilo, su cultura, el resplandor de sus imágenes, de sus ideas, de su pensamiento, la grandeza y la continuidad de su inspiración”. Conocido era el ardor, el entusiasmo contagioso de este periodista y gran poeta Fouchet. No paré hasta conseguir la obra. Y quedé deslumbrado. Un día vi a Carpentier en la Feria del Libro de París y no me atreví a dirigirle la palabra, tan imponente con aquel corpachón y voz estentórea. Escribía yo entonces en el semanario Triunfo y varias veces intenté entrevistarle, con mala suerte, pues siempre estaba mal de la garganta. Hube de esperar casi un año.

Cuando al fin conseguí la cita, gracias al agregado de prensa de la embajada de Cuba, acudí a su oficina de la rue de la Faissanderie, armado de un magnetófono, mucha timidez y mayor cohibición. Charlamos largo rato sobre el dichoso “boom literario latinoamericano” que empezaba a despuntar y en el que Alejo no creía. Conversamos de su última novela, de sus recuerdos de nuestra Guerra Civil. Al final, y tras apagar la grabadora le dije, como a todos mis entrevistados : “Le enviaré el texto antes de publicarlo”. “No, se lo mandaré yo a usted”, me contestó, arrastrando con firmeza aquellas indomables erres guturales, a la francesa, que tenía. A la semana recibí una larga entrevista, firmada por mí, que, en puridad, algo contenía de lo que habíamos hablado. Salió en portada de Triunfo con una foto espléndida, obra de Antonio Gálvez, y un titular rotundo : “Alejo Carpentier. Una literatura inmensa”. A partir de este “exitazo”, que me dio a conocer en España, la editorial “Novelas y cuentos” me pidió un libro de conversaciones con Alejo. Menudo problema.

Lilia, su esposa, nos invitaba a cenar en su domicilio de la avenida de Ségur ritualmente, casi todos los miércoles, con otros amigos comunes : Antonio Saura, Xavier Valls (padre del actual ministro francés del Interior, Manuel Valls), Roberto Fernández Retamar, Jorge Enrique Adoum y Marta Arjona. 

Apenas los nombro surgen anécdotas, viajes, acordes y melodías ; aquellos días pasados con ellos, con mi esposa Felisa y los Saura (Mercedes y Antonio) en Niza, cuando el Festival del Libro. Fuimos a visitar el museo de autómatas de Montecarlo, y bastó con que el autor de Concierto barroco entrara en el Museo para que, como por arte de magia, la infinidad de títeres, cajas de música, maniquís y pulchinelas adquirieran luz, sonido y movimiento. En realidad, yo le había avisado al director del Museo que el visitante era, nada menos, que el inventor de lo real-maravilloso.

En uno de aquellos viajes le notifiqué a Carpentier, con la mayor precaución, el encargo de Manuel Cerezales : “¿Podríamos repetir la entrevista, pero al revés ?”. Me miró perplejo. Yo acababa de regalarle un ejemplar de mi primera novela El Lago de Como. Sin duda pensó que le pedía la reciprocidad, una entrevista que me haría yo y firmaría él. Lo vi a punto de aceptar, pero antes de que contestara añadí : “No, Alejo, lo que te propongo es un libro de entrevistas, pero sin molestarte para nada. Tú sigues escribiendo tranquilo, es un decir, La consagración de la primavera, y yo busco, invento, compongo un texto de charlas contigo”.

Con la ayuda de sus exégetas Carmen Vázquez en París, Alexis Márquez en Venezuela y Araceli García-Carranza en La Habana, reuní material de sus conferencias y ensayos. Viajé a Cuba con él, y estuve días y días en la Biblioteca Nacional de La Habana, donde pusieron a mi disposición todos sus archivos. Recogí fragmentos de sus declaraciones en la prensa francesa, española y latinoamericana, de sus cientos de artículos publicados en el diario El Nacional de Caracas y en la revista habanera Carteles. Pasé a máquina todo lo que me interesó, maldiciendo de paso el bloqueo americano por las averías de la única fotocopiadora. De todo ello –y de mis conversaciones con él, por supuesto, que también hubo, y muchas–, seleccioné datos biográficos, opiniones políticas, literarias, anécdotas con los que iba componiendo un manuscrito, verdadera obra de taracea. Y en esto descubro, en la Biblioteca José Martí, una correspondencia entre Pablo Neruda y Alejo Carpentier, de cuando mi virtual entrevistado era director, al principio de la revolución cubana, de las ediciones del Estado. Carpentier solicitaba a Neruda autorización para editar en Cuba Residencia en la Tierra. En su contestación, el futuro premio Nobel le pedía una suma de dólares astronómica para la boicoteada economía cubana. “No son para mí, sino para mi agente”, se justificaba Neruda. Me llevé las dos misivas (fotocopiadas) al Hotel Nacional. ¿Podré publicarlas, Alejo ? Se quedó muy extrañado de que las cartas estuvieran en los archivos de la Biblioteca. “No, gallego”, me dijo ; y se las guardó : “Neruda era un hijo de puta, pero no se puede decir”. Hoy creo que ha llegado el momento de levantar la única censura, en cierto modo política, que ejerció Alejo en aquel libro ; han pasado unos treinta años y en todo hay prescripción. Más tarde, Carpentier quiso visitar Cuenca. Había estado allí cuarenta años antes en compañía del pintor Wifredo Lam, y a allí fuimos un verano con Antonio Saura y Antonio Pérez. Estaba convencido de que Lam se había dejado allí muchos cuadros e intentaba recuperarlos. De Cuenca nos trasladamos a Minglanilla, donde una campesina les había dicho a él, a Rafael Alberti, a Nicolás Guillen, a Octavio Paz, a Pablo Neruda y a los intelectuales que, en 1937, iban de Madrid a Valencia para asistir al Congreso de Escritores Antifascistas : “¡Defiéndannos ustedes, que saben leer y escribir !”. Se le humedecían los ojos cuando lo recordaba.

Además de las letras y la política, nos unía la música. Su cultura en este campo era tan inmensa como en el literario. A los análisis de obras de Josquin des Prés, Luigi Nono o Luis de Pablo seguían anécdotas vividas con Manuel de Falla, Arthur Honegger, Héctor Villa Lobos, para concluir con cuentos de piratas y filibusteros.

La pareja Lilia-Alejo venía a menudo a nuestra casa de Sèvres. Allí tengo un piano de cola Pleyel. Él solía llevar partituras compradas en el Barrrio latino. Recuerdo una canción campesina de cuna de Alejandro García Caturla y las Piezas en forma de pera de Erik Satie. Siempre se negó a tocar. Me hacía descifrar las partituras a mí, que llevaba más de quince años sin poner las manos en un teclado. Por allí iban y venían, como siempre, mis hijos Manu y Antoine, quienes después de estudiar dos años en el Conservatorio ya empezaban a ensordecernos con su grupo “Joint de culasse”. Alejo los escuchaba con placer, al menos con paciencia. Después de un viaje a Cuba, regresó con unas maracas que les ayudaron a progresar y conservamos como una reliquia en casa.

¿Fue el autor de Concierto barroco un músico frustrado y un escritor inmenso ? Es posible : también un hombre amante de la vida, de la buena comida, de los vinos finos y de la belleza de las mujeres. Tímido y discreto, cuando Alejo rompía el hielo y empezaba a divagar era el amigo más cariñoso, y sus charlas se convertían en relatos increíbles y mágicos. Su mayor orgullo era ser diputado de la primera Asamblea nacional revolucionaria de Cuba, y sus objetos más amados, unas zapatillas de fieltro que había comprado en una tienda de Cuenca, a una buena señora que nunca supo que su cliente se las enseñaba a todo el mundo y estaba con ellas como un niño con zapatos nuevos.

Por entonces, ya tenía yo pergeñado el libro de conversaciones, un relato en tiempo recurrente a semejanza de Viaje a la semilla, uno de sus cuentos. Le daba capítulos a leer y él me los devolvía con retoques limitados a fechas y variaciones onomásticas. Pero sin rectificar nada del contenido, aunque sus palabras hubieran sido pronunciadas en años anteriores, a veces muy pretéritos.

Sabiendo esto, el lector apreciará la coherencia excepcional, tanto literaria como ideológica, de este hombre clave en las letras hispánicas, que atravesó épocas y continentes viviendo los mayores acontecimientos de los tres primeros cuartos del siglo XX : desde que propuso sus primeros artículos a la revista Carteles, hasta estampar su último FIN en La consagración de la primavera.

Después se fueron esparciendo los encuentros. Sabíamos que Alejo estaba enfermo. El mal le roía la garganta. Cada vez le costaba más hablar. Pasaron varios meses sin que nos viéramos, hasta que el 24 de abril de 1980, a las diez de la mañana, me llamó Lilia : “Alejo murió esta madrugada”. Dejé el trabajo, agarré la moto y me presenté en su casa.

Alejo Carpentier, uno de los más grandes escritores contemporáneos, ministro consejero para Asuntos Culturales de la Embajada de Cuba en Francia, premio Cervantes, yacía en su lecho, el pecho sosteniendo sus manos cruzadas, escoltado por cuatro ramos de flores.

Alejo no se sentía bien. Y se encontró, de pronto, tirado en medio del aposento. Había charlado hasta las once de la noche. Concluía un día de mucho trabajo, como todos los suyos : desayunaba a las seis de la madrugada (varios yogurs hechos en casa), escritura (el comienzo de una nueva novela) y a las nueve, paseo a pie hasta la Embajada, de la que saldría hacia las doce. Pese a todo, dejaba una vida incompleta.

En su escritorio, algunos libros abiertos, otros con el ángulo de páginas dobladas y notas marginales. Así dejó algunas de las últimas obras que leyera o consultara : El fascismo italiano, de Mirza y Bernstein ; Lenin, de Hélène Carrere d’Encausse ; El Islam de España y el europeo, de Claudio Sánchez Albornoz ; El socialismo olvidado de Yucatán, de Francisco Poli y Montalvo ; La gente de Smiley, de John Le Carré, y la partitura de Don Giovanni, de Mozart, sin olvidar los Siete ensayos sobre la realidad peruana, de Mariátegui.

Quedaba también sobre la mesa, una fotografía en colores en la que posaba, risueño, con Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes. Un retrato monumental presidía la sala donde trabajaba todas las mañanas, que nos lo mostraba leyendo su discurso recipiendario en el paraninfo de la Complutense.

Era, si bien lo recuerdo, jueves aquel día, y aún el lunes anterior había presidido la inauguración de la Semana de la cultura cubana en la UNESCO, entregado al semanario Le Nouvel Observateur un artículo sobre Gustave Flaubert, terminado la revisión de la traducción francesa de La consagración de la primavera y escrito dos páginas de su nueva novela, La verídica historia, basada en la vida de Paul Lafargue, cubano de origen y yerno de Carlos Marx. Obra inconclusa, como las memorias que pensaba escribir “cuando sea viejo”, y el libreto de una ópera con Luis de Pablo, que para siempre quedará en proyecto.

Allí estaba, entre sus amados títulos y fotos de sus amigos –en el salón, retratos enmarcados de Fidel y del Che, no muy distantes del de Alejo en compañía de Haydée Santamaría–, este hombre que murió de pie, el escritor de lo maravilloso, el hurgador de la historia latinoamericana entroncada con la europea, el musicólogo y el político radicalmente pegado a la revolución cubana, la cual, como decía, le había dado una razón de ser, y sobre todo había devuelto su dignidad al idioma español, acosado y humillado por el yanqui.

Verlo alargado en su lecho de la avenida de Ségur me fue intolerable. Yo no podía imaginar su cuerpo grandullón más que sentado en su querida mecedora de paja. Siempre lo veré levantarse de pronto para mostrarnos tal cita o cual imagen de un libro que sacaba de su ordenada biblioteca, para volver a colocarlo al final de la consulta.

Nunca, ni Antonio Saura, ni Jorge Enrique Adoum, ni Xavier Valls, ni Marta Arjona, olvidaremos las veladas en que nos contaba historias de filibusteros y de conquistadores (mostrándonos con orgullo unos prismáticos que habían pertenecido a un antepasado suyo, explorador de la Guyana) ; recordaba sus andanzas por el Orinoco ; su aventura surrealista con Robert Desnos ; sus desventuras por Haití buscando la huella de Toussaint Louverture ; anécdotas de Picasso, de Villa Lobos ; nos hablaba de ópera, de música de cámara, de novelas de caballería ; de la antigüedad y de filosofía, siempre con una erudición deslumbrante servida por una memoria prodigiosa.

El carruaje partió en la tarde. La casa se vació de visitantes. Cuando lo metieron de pie en el ascensor envuelto en blanco plexiglás, un estremecimiento amarillo corrió por los cuadros de Saura, Gironella y Portocarrero. Gentes vestidas de negro murmullaron y lloraron en todas las galerías.

“Habiendo sido músico, íntimo de muchos directores de orquesta, colaborador de Darius Milhaud y de Edgar Varèse, amigo de Francis Poulenc y de Igor Stravinsky, como todo ellos nunca fui capaz de bailar medianamente, nos decía. Así que, ¿qué hombre me gustaría haber sido ? : ¡Fred Astaire !”.

En uno de nuestros viajes a Cuba (allá por 1996), quisimos depositar un ramo de flores en su tumba. Nos dijeron que estaba en el cementerio militar de La Habana. Dejamos en ella la corona y fuimos luego a hablar con Lilia. “No puede ser que esté enterrado entre sables y escopetas. Nada más alejado de sus convicciones”. Cuando volvimos, cuatro años después, ya lo encontramos en el Cementerio Cristóbal Colón, en medio de esculturas barrocas, bien acompañado por Nicolas Guillén y otros monumentos de la cultura cubana.

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