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ENCUENTROS CON PERSONALIDADES

Danielle Mitterrand, dulce y rebelde

jeudi 5 juin 2014   |   Ramón Chao
Lecture .

Periodista y escritor, Ramón Chao es autor de varias novelas inolvidables. Fue también en París, donde reside, director de Radio France Internationale y corresponsal del semanario Triunfo. A lo largo de esas experiencias conoció a numerosas celebridades. En una serie de textos muy personales, Ramón Chao va recordando cada mes para nuestros lectores algunos de sus encuentros con temperamentos como la activista francesa Danielle Mitterrand (1924-2011), de quien nos habla esta vez.

Desde la plaza Pigalle a la calle de Milán se atraviesa, en París, un barrio dilatado y popular. Ni quince minutos se tarda en llegar a la Fundación France-Libertés de Danielle Mitterrand, esposa del otrora presidente de Francia, François Mitterrand. Mujer cerebral, rebelde permanente, ninguna esposa de un jefe de Estado francés rompió como ella la sacrosanta reserva de las primeras damas.

Procedía de una familia de maestros radicales socialistas y uno de sus antepasados murió en las galeras por no renegar del protestantismo. Ella recibió una educación semejante a la de la juventud en su época y en su medio : exaltación del culto de la patria, de la cultura y de la fidelidad. De pequeña, la llevaron a colegios religiosos, donde descubrió la estrechez de espíritu, la injusticia y la crueldad. Compensaba esta enseñanza en su casa por su padre francmasón, quien perdió su empleo de profesor por negarse a revelar a los nazis los apellidos judíos del colegio, y la resistente Berthie Albrecht, nacida en Marsella en 1893 y muerta el 31 de mayo 1943 ahorcada en la prisión de Fresnes.

A los quince años, Danielle milita en la Resistencia como enfermera. En abril de 1944, conoce en París a François Mitterrand, joven seductor y brillante, hijo de una familia de provincias. Era ella “una muchacha menuda, hermosa y con unos ojos de gata admirables, fijos sobre un más allá cuyos límites y accidentes ignoro”, según escribiría su futuro marido en una carta. Con él se enlaza cuando el país se libera. Ahí empezaría la aguerrida militancia de aquella Danielle Gouze, su apellido de soltera.

Aunque fuese primera dama francesa durante catorce años, siempre detestó esa apelación, y cuando en 1981 su marido fue elegido presidente de la República, firmó con él un pacto según el cual Mitterrand se dedicaría a la realpolitik y ella pasearía por el mundo defendiendo causas perdidas, algunas tan políticamente embarazosas para el Elíseo como Cuba, Sahara occidental, Kurdistán...

Una vez en el Elíseo, pronto comprende que desde aquel lugar no se podría lograr una Francia equitativa y justa. Pregunta a su marido François : “¿Por qué ahora que has conseguido la presidencia no concedes lo que habías prometido durante la campaña electoral ?” El flamante presidente le contestó que le resultaba imposible enfrentarse al Banco Mundial, al FMI, al neoliberalismo. Que había obtenido el gobierno, mas no el poder.

“Así comprendí que ser presidente no sirve de nada en las sociedades sometidas al capitalismo. Conocí esta experiencia durante 14 años. Aunque mi marido trataba de evitar los aspectos más negativos del capitalismo, mis sueños empezaron a resquebrajarse rápidamente.”

Cuando en 1986 se da cuenta de su inutilidad para la lucha, crea la Fundación Danielle Mitterrand (hoy France-Libertés), con la que emprende una labor incansable por los derechos humanos y el respeto de la libertad. Al mismo tiempo, se compromete en favor de los saharauis, del Subcomandante Marcos, de los tibetanos. Sobre todo se identifica con la causa kurda. Hasta el punto de que, durante una cena oficial con motivo del quincuagésimo aniversario del Desembarco de los aliados en Normandía, su vecino en la mesa, Bill Clinton, le dice : “Señora, ¿podría usted explicarme el problema kurdo ? Quisiera aprovecharme de sus conocimientos de este pueblo y de su historia.” La clase particular, nos decía ella, se prolongó hasta el postre.

Su espíritu libre y contestatario, que exasperaba a la clase política francesa, estuvo a punto de costarle la vida en 1992, cuando precisamente en el Kurdistán iraquí escapó a un atentado con coche bomba en las cercanías de Suleimaniya, que mató a siete integrantes del convoy. Danielle Mitterrand afirmó : “Continuaré con mi acción hasta la muerte”. Y eso hizo. Hasta cuando se curaba en el hospital de una insuficiencia respiratoria, nos reunía a los miembros del Consejo de Administración de su Fundación en torno a su cama. Allí aprobábamos sus planes dirigidos a un buen reparto del agua en el Tercer Mundo. Incluso el 21 octubre de 2011 participó en la fiesta del 25.º aniversario de la creación de France Libertés. Le quedaba un mes de vida, y la notamos cansada, pero inteligente como siempre. Murió en París el 22 de noviembre, a los 87 años.

Cuenta Danielle en sus Memorias sus frecuentes visitas a Cuba, la primera de ellas en 1970, con su marido, cuando este era primer secretario del Partido Socialista, y después siempre sola, como presidenta de su Fundación. Lo más espectacular y políticamente interesante, que tanto dio que hablar a toda clase de prensa, sobre todo de derechas, ocurrió en marzo de 1995 en las escaleras del Elíseo, palacio del presidente de la República francesa, durante una visita oficial de Fidel Castro. En ese momento, Danielle Mitterrand realizó un acto muy poco diplomático : se izó en la punta de los pies, tratando de ponerse a la altura del invitado oficial, y le estampó un beso en las mejillas al comandante cubano, que las televisiones de medio mundo filmaron y difundieron sin vacilar con apostillas más o menos frívolas, según el matiz político de cada organismo. Aquel polémico abrazo entre dos amigos resumía el espíritu libre de esa mujer.

Por solidaridad y por amistad, protagonizó una situación infrecuente : sabía que su marido mantenía a una amante, y sin embargo guardó el secreto a fin de proteger su carrera política. Cuando François murió, el 8 de enero de 1996, la prensa reveló el asunto : Mitterrand tenía otra familia, formada por Anne Pingeot y una hija, Mazarine, de más de veinte años. En el entierro del ex presidente de Francia se vio muy dignamente a las tres : Danielle, la amante de su marido y la hija de estos dos.

La primera vez que la vi fue en Estocolmo en 1982, cuando Gabriel García Márquez recibió el premio Nobel. Estaba yo en el primer piso de la sala de conciertos ; abajo, en el salón de butacas, descubrí a Danielle acompañada por Régis Debray. Ella representaba a su marido, y Régis era consejero cultural de este en el Elíseo.

Un par de años después, en París, cuando yo dirigía las emisiones en Lenguas Ibéricas de Radio Francia Internacional, fui convocado por mi jefe Hervé Bourges. Sin ambages, este respetado señor me notificó que la esposa del presidente Mitterrand deseaba que un refugiado chileno, ex senador socialista, entrase a trabajar en mi servicio. De repente le contesté : “Con mucho gusto, señor presidente. Pero habremos de respetar el proceso que imponemos a todos los candidatos : enviarnos su currículo, someterse a una prueba práctica junto con los demás preseleccionados y, finalmente, esperar a que se libere un puesto.”

No volví a saber nada del tema. Con Hervé Bourges me cruzaba a menudo en los pasillos, siempre amable y cortés. Yo no podía ignorar las actividades sociales y políticas de Danielle Mitterrand que tanto molestaban a la derecha. Pronto recibí una carta de la secretaria de France Libertés. La señora Mitterrand quería verme, tal día a tal hora. Imagínense para mí, qué placer. ¡Pero que no me saliera pidiéndome trabajo para algún protegido suyo !

No. Sin referirse a nada del pasado, me rogó que aceptase entrar en el Consejo de Administración de France-Libertés. Ya figuraban en él gente como el sociólogo Jean Ziegler (recuerden Suiza lava más blanco), el ex director general de la UNESCO, Federico Mayor Zaragoza, y otras personalidades de tal pelaje. Yo, con razonada modestia, argüí que me faltaban conocimientos y experiencia para sentarme en ese areópago. “No, señor Chao –me tranquilizó–. Necesito gente como usted, fieles a sus ideas. Régis Debray y García Márquez me hablaron muy bien de usted. Sólo tendrá que venir a las asambleas, cada seis meses.”

Acepté gustoso. No sólo porque de algo serviría en la vida, sino también por la atracción que ejercía en mí una señora de su encanto y sensualidad. Desde entonces nos veíamos a menudo. No sólo en el local de France-Libertés, sino que mi esposa Felisa y yo la acompañábamos a cenas, generalmente al restaurante “El Fogón” de Alberto Herráiz, cuyo arroz negro le encantaba, así como a su guardaespaldas : un hombracho ya maduro, rubio, de pelo corto, que la seguía a todas partes. Se comportaba con ella como el doctor Tirteafuera con Sancho Panza, cuando el escudero ejercía de gobernador de Barataria  : “No coma de esto. Póngase un abrigo. Cuidado con el escalón.” Ella no soportaba a aquel aguafiestas que le racionaba la comida e impedía vivir a su antojo, de manera que trataba de esquivarlo en cuanto podía. ¡Tantas veces salimos reconfortados después de las reuniones en la calle Milán 22, sede de la Fundación en París ! Desde allí se trabajaba para África, para América Latina. Chiapas era una de sus predilecciones. Al final de la Larga Marcha desde la Selva Lacandona hasta la capital de México, en 2001, el Subcomandante Marcos nos reunió en su cuartel general a cuatro o cinco personas : Danielle Mitterrand, José Bové, Ignacio Ramonet, José Saramago, el dibujante Wolinski, Bernard Cassen, no sé quién más y yo. Cada cual fue dando su parecer sobre el zapatismo. Yo me quedé rezagado, pues nada tenía que añadir a tantos análisis sesudos y elogiosos. “¿Y Ramón Chao qué piensa ?”, dijo el Sub desde más allá del pasamontañas, dirigiéndose a mí. “Pienso que tus comunicados son de una calidad literaria excepcional”. “Es el mejor elogio con que me podías premiar”, concluyó él.

Esa misma noche, nos invitó a cenar a su casa Santiago Creel Miranda, ministro mexicano de Gobernación, junto al de Exteriores, Jorge Castañeda, a quien yo conocía bien por sus constantes visitas a París. En cierto momento, Danielle quiso resaltar el número inmenso de gente que el Subcomandante había reunido en Tlatelolco (unas cien mil personas) : “Nunca en México se vio tanta gente junta”. Sin inmutarse, mirándome con picardía, el ministro Creel le contestó : “Mire usted, cuando vino a cantar Manu Chao había ciento cincuenta mil…” Y así utilizó a mi hijo para acallar a Danielle.

Desde este viaje se estrechó nuestra amistad. La acompañé a Valencia, junto a Montserrat Ponsa, para protestar contra el empeño de la alcaldesa Rita Barberá de edificar bloques de viviendas sobre tumbas de republicanos ejecutados por el franquismo. Al final. las autoridades desistieron, y fue nuestra primera victoria en la lucha por el restablecimiento de la memoria histórica. Galardonada con el premio Norte-Sur (1996), Danielle Mitterrand, que acudió y participó en múltiples foros sociales por todo el mundo, se fue alejando progresivamente del Partido Socialista francés y, visionaria, en el año 2007 llegó a declarar que los dirigentes de esta formación “carecían de la fibra socialista”.

Sus últimos años, Danielle los pasó más en el hospital que en su oficina. Sin pedir cita, íbamos a visitarla y aquello parecía un contubernio conspirativo. Poco antes de morir, Danielle no sólo no se rendía sino que no desaceleraba. “El cumplimiento de los derechos humanos no admite reposo”, repetía.

Tras su desaparición, algunos creyeron (entre ellos su hijo Gilbert) que Danielle era sustituible –en cualquier caso, que dejaba un puesto vacante para personas ávidas de poder e influencia–. El nuevo presidente de Francia, el socialista François Hollande, logró que situasen en las huellas de Danielle a su compañera de entonces, Valérie Trierweiler, mediocre periodista, nombrándola “embajadora” de France-Libertés. Lo primero que hizo fue participar en una venta pública de objetos y prendas personales de Danielle Mitterrand. Ese mismo día llamé a France-Libertés para señalarles que no me consideraba representado por esa señora. Y presenté mi dimisión.





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