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El atlantismo, una quimera ideológica

Sábado 5 de diciembre de 2009   |   Bernard Cassen
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Hay conceptos que pertenecen a una época histórica bien precisa, pero muchos dirigentes aún no se han enterado. Es el caso de las supuestas “relaciones especiales” con Estados Unidos, punta de lanza del atlantismo, de la cual se han vanagloriado constantemente los primeros ministros británicos desde el fin de la segunda guerra mundial. Para Washington, sin embargo, la relación privilegiada entre Roosevelt y Churchill nunca tuvo la vocación de eternizarse.

Ello pudo constatarse en el momento de la crisis de Suez, en 1956, cuando el presidente Eisenhower dijo basta y suspendió el suministro de petróleo, obligando a los gobiernos de Guy Mollet en Francia y de Anthony Eden en el Reino Unido a ponerle un patético fin a su agresión contra Egipto tras la nacionalización del canal por parte del coronel Nasser.

Fue ese “abandono” estadounidense, plenamente justificado por otra parte, lo que decidió al general de Gaulle, cuando volvió al poder en 1958, a dotar a Francia de una fuerza de disuasión nuclear independiente, pues no le parecía que la OTAN ofreciera garantías de seguridad suficientes. Los dirigentes británicos, no obstante, siguieron invocando esas famosas “relaciones especiales”, cuya mención provocaba sonrisas al otro lado del Atlántico, para justificar su alineamiento sistemático con Washington. Salvo una notable excepción, la del laborista Harold Wilson, quien se negó a enviar tropas británicas a Vietnam, la regla alcanzó una dimensión caricaturesca con otro “laborista”, Tony Blair, quien despachó 45.000 soldados británicos a Irak e incluso llegó a ser un propagandista más elocuente de la agresión contra ese país que su amigo neoconservador George W. Bush.

La tesis enarbolada por todos los “perros falderos” de Estados Unidos, como comúnmente se les llamaba a los dirigentes británicos –válido también para José María Aznar y José Manuel Barroso– era que, para ejercer cierta influencia (en privado) sobre los presidentes norteamericanos, primero había que apoyarlos públicamente de manera incondicional en todas sus decisiones. Se suponía que la condición de “amigo” del inquilino de la Casa Blanca confería a su beneficiario el papel de intermediario privilegiado entre ambas márgenes del Atlántico. Estas ilusiones nunca se tradujeron ni siquiera mínimamente en algo concreto pues, según la célebre fórmula de De Gaulle, “los Estados no tienen amigos, solo tienen intereses”, y esto es aún más cierto tratándose de una potencia mundial como Estados Unidos. 

Barack Obama se encargó recientemente de presentar algunas pruebas de ello. Anuló el proyecto de instalación del escudo antimisiles en Polonia y en la República Checa decidido por George W. Bush, para gran desconcierto de los dirigentes de estos dos países que, luego de apoyar la guerra en Irak y haber rivalizado en materia de atlantismo con el resto del Viejo Continente, siguen sin entender que, para Estados Unidos, las relaciones con Rusia son más importantes que las que pueda tener con los países del
Este Europeo. Obama hizo concesiones mínimas a Nicolas Sarkozy, quien ingenuamente se veía en el papel de portavoz de los europeos, a cambio del regreso de Francia al comando integrado de la OTAN. No viajó a Berlín para los festejos del vigésimo aniversario de la caída del Muro. En cambio, acaba de hacer una larga gira por Asia, especialmente por Japón y China, donde ha reafirmado el carácter estratégico de las relaciones con esta parte del mundo.

Para Washington, la Unión Europea y los países que la integran son socios ni más ni menos importantes que otros1. Va siendo hora de que sus dirigentes tomen conciencia de ello, y archiven el atlantismo en el baúl de las quimeras ideológicas. 

© LMD EDICIÓN EN ESPAÑOL

Notas :

(1) Leer sobre este tema el estudio “Towards a post-American Europe” publicado por el European Council on Foreign Relations: http://www.ecfr.eu/content/entry/towards_a_post-american_europe_a_power_audit_of_eu-us_relations_shapiro_whi





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