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¿El poder de Estado? Sí, pero sobre todo en Berlín...

Domingo 29 de marzo de 2015   |   Bernard Cassen
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En el seno de las instituciones europeas, la tensión entre la lógica federal –encarnada por el Parlamento Europeo, la Comisión y el Tribunal de Justicia, sin hablar del caso específico del Banco Central Europeo (BCE)– y la lógica intergubernamental, que expresa el Consejo, no es una anomalía de funcionamiento. Al contrario, es estructural, y deseada por los tratados. Pero el punto de equilibrio entre las dinámicas conflictivas de estas dos lógicas varía según los ámbitos. Este punto tampoco está fijo en el tiempo: el cursor ha podido desplazarse eventualmente en uno u otro sentido, en función del contexto internacional.

Más allá de estas idas y venidas, la estabilidad de la Unión Europea (UE), como sistema global, se ha apoyado hasta ahora en la adhesión de sus diferentes actores a una jerarquía de las normas en cuya cúspide figuran la competencia, el libre comercio y la primacía de las finanzas simbolizada por la independencia del BCE y, en la actual coyuntura, por la utilización de la deuda pública como herramienta de demolición del Estado social.

En lo esencial, los Estados miembros de la UE han renunciado deliberadamente a sus prerrogativas en materia monetaria, con el tratado de Maastricht de 1992 (para los miembros de la zona euro); en materia presupuestaria, con el Tratado sobre la Estabilidad, la Coordinación y la Gobernanza (TSCG) de 2012, llamado también “pacto presupuestario europeo”; e igualmente, en la práctica, en materia fiscal en la medida en que, a falta de armonización, se ven arrastrados por la espiral de la competencia y por lo tanto del mejor postor. 

Los beneficiarios de esta abdicación tienen en común, contrariamente a los gobiernos, no tener que rendir cuenta alguna al sufragio universal. Son, respectivamente, el BCE, la Comisión Europea, cancerbero del TSCG, y las multinacionales. Estas últimas declaran sus ganancias no en los países en los que realizan su facturación, sino en aquellos donde los impuestos son más bajos, o en los que pueden firmar acuerdos secretos con el Gobierno, como ocurrió con Luxemburgo. 

El sistema funciona entonces en piloto automático y los Gobiernos se amparan en los tratados que ellos mismos han firmado para justificar su servidumbre voluntaria y organizar su propia impotencia. De esta forma, la esfera económica se desconecta totalmente de la esfera política y democrática. La utopía liberal deviene realidad en Europa.

El único ámbito en el que los Estados conservan un poder propio –pero dentro de los estrictos límites presupuestarios– es en el de sus funciones centrales e indelegables: política exterior, seguridad y defensa. Y allí se constata que la cantidad no hace la fuerza. Así, por ejemplo, en el tema ucraniano, cuando Alemania y Francia suman esfuerzos –y ello independientemente del contenido de su intervención– tienen mucho más peso ante terceros países que los 28 miembros de la UE. ¿Quién, en las grandes agendas geopolíticas, toma en cuenta a la Alta Representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, la señora Federica Mogherini, y su Servicio Europeo de Acción Exterior, a pesar del apoyo de sus varios miles de funcionarios?

Se podrá objetar que un Estado, pero solo uno, Alemania, ejerce en Europa un considerable poder en materia económica. Pero ha impuesto las normas, que responden a sus propios intereses, únicamente gracias a su papel de perro guardián de las medidas de austeridad. Sólo cuando se rebautizan las políticas alemanas como “políticas europeas”, es cuando la canciller Angela Merkel puede dárselas de protectora virtuosa de las reglas del juego y del interés general de la Unión Europea...  





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