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Indiferencia internacional tras las cuestionadas elecciones presidenciales

Imposición a la fuerza en Honduras

mardi 9 janvier 2018   |   Alexander Main
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Serios índices de fraude electoral desacreditan el escrutinio presidencial hondureño del 26 de noviembre. El presidente saliente, Juan Orlando Hernández, fue reelegido en detrimento del centrista Salvador Nasralla, comprometido en la lucha contra la corrupción. Todo ello con el beneplácito de Estados Unidos, omnipresente en la vida política y militar del país desde comienzos de los años 1980.

Soldados con el dedo en el gatillo en medio de la carretera, manifestantes que corren en busca de refugio entre nubes de gas lacrimógeno... A principios del pasado diciembre, las calles de Tegucigalpa, la capital de Honduras, presentaban el aspecto de un golpe de Estado militar, reminiscencia de la escena de junio de 2009, cuando el presidente de izquierdas Manuel Zelaya fue secuestrado por el Ejército hondureño y embarcado a la fuerza en un avión con destino a Costa Rica.

Esta vez han sido las sospechas de fraude electoral las que han provocado el estallido. Las elecciones presidenciales del pasado 26 de noviembre se llevaron a cabo en un clima de extrema tensión, marcado por el temor de que el Tribunal Supremo Electoral (TSE), partidario del Partido Nacional de Honduras (PNH) en el poder, estuviera dispuesto a todo con tal de garantizar un segundo mandato al presidente saliente, Juan Orlando Hernández, cuestionado por sus derivas autoritarias y su implicación en casos de corrupción. Este temor se fundaba además en una certeza : Washington no se mostraría indiferente al resultado de su protegido, garante del mantenimiento de una política ultraliberal y de la militarización del país.

Resulta difícil determinar en qué momento concreto de la historia de Honduras surgió la expresión “procónsul” para designar al embajador de Estados Unidos. El término ya era muy popular a principios de los años 1980, cuando la embajada estadounidense en Tegucigalpa acompañó –por no decir orquestó– la frágil transición de la dictadura militar hondureña a un régimen de democracia condicional y militarizada. La misión encomendada al “procónsul” en funciones en ese momento, John Negroponte, era clara : asegurar que Honduras sirviera de plataforma de coordinación para la guerra clandestina de la Administración de Reagan contra el gobierno sandinista de Nicaragua y los movimientos de izquierdas en El Salvador y Guatemala. Esto implicaba no sólo una fuerte presencia militar estadounidense en Honduras, sino también el control de la vida política interna del país.

Bajo el mando de Negroponte, las tropas estadounidenses reforzaron su ocupación de la base aérea de Soto Cano, percibida por muchos hondureños como un enclave “yanqui”. La asistencia militar estadounidense a Honduras pasó de 4 millones de dólares en 1981 a 77,4 millones en 1984. Al mismo tiempo que reconocía internamente que las Fuerzas Armadas hondureñas cometían “cientos de violaciones de los Derechos Humanos [...], la mayoría motivadas por razones políticas”, la Central Intelligence Agency (CIA) apoyó a los escuadrones de la muerte que, a semejanza del siniestro Batallón 3-16, torturaron, asesinaron o hicieron desaparecer a decenas de sindicalistas, campesinos y estudiantes. La embajada estadounidense mantenía estrechos vínculos con los comandantes de estas falanges. Como revelan los documentos desclasificados, Negroponte se ocupó personalmente de obstaculizar cualquier divulgación de estas atrocidades estatales para evitar, decía, “crear problemas de derechos humanos en Honduras” (1).

En 2006, el sistema elaborado por Negroponte –más tarde ascendido al cargo de embajador ante las Naciones Unidas y luego a secretario de Estado adjunto con el presidente George W. Bush– comenzó a desmoronarse. El recién elegido presidente, Manuel Zelaya, un rico terrateniente que se había postulado candidato como representante de los liberales, de manera inesperada y ante la sorpresa general se comprometió con una política de izquierda. En una espectacular ruptura con sus predecesores, Zelaya se acercó al presidente venezolano Hugo Chávez, el espantapájaros de Washington, y declaró la adhesión de Honduras a la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), instaurados por Chávez para contrarrestar la influencia de Estados Unidos. Con suprema audacia, Zelaya estableció contactos con los movimientos sociales opuestos a la presencia militar estadounidense y llamó a la creación de una Asamblea Constituyente que sustituyera la Ley Fundamental de 1982, adoptada bajo la tutela de Washington, por una nueva Constitución de inspiración progresista.

Cuando el Presidente anunció su intención de consultar a los hondureños para saber si la convocatoria a una Asamblea Constituyente tenía que ser objeto de un referéndum, los generales y el establishment del país decidieron actuar de inmediato. Con el pretexto, carente de prueba alguna, de que Zelaya buscaba modificar la Constitución para aferrarse indefinidamente al poder, los principales dirigentes de los dos partidos dominantes acogieron con inmensa alegría el golpe de Estado militar del 28 de junio de 2009.

Aunque después de algunas dilaciones la Administración de Obama terminó condenando el golpe en Honduras, no dejó de utilizar todo su poder para impedir que Zelaya regresara a su país. Además, bajo la dirección de Hillary Clinton, el Departamento de Estado expresó su apoyo a las elecciones que organizó el Gobierno surgido del golpe de Estado, absteniéndose de reclamar que se restableciera previamente a Zelaya en sus funciones.

Para muchos hondureños, el orden establecido desde el golpe de Estado de 2009 recuerda en más de un aspecto la siniestra década de 1980. El país vive nuevamente al ritmo de los cuarteles. Las tropas desplegadas en todo el país tras la expulsión de Zelaya recibieron carta blanca para reprimir las protestas casi diarias de los opositores al golpe de Estado. Controlados por el PNH, los gobiernos surgidos de las desacreditadas elecciones de 2009 y 2013 institucionalizaron la tarea policial confiada a los militares, violando la Constitución hondureña. Como presidente del Congreso, Juan Orlando Hernández movió los hilos para validar en la legislatura a la nueva guardia pretoriana del régimen, la Policía Militar del Orden Público (PMOP). A punto de asumir la presidencia en 2014, creó los Tigres, unidades de policía militarizada formadas por Estados Unidos y dirigidas por oficiales notoriamente implicados en escándalos de corrupción.

La remilitarización de Honduras ha coincidido con la restauración de un clima altamente favorable para las familias ricas y los inversores internacionales, para quienes el gobierno lanzó la campaña “Honduras is open for business” (“Honduras está abierta a los negocios”). Para hacer frente a los riesgos de conflictos sociales, el gobierno tuvo la precaución de concentrar las fuerzas de seguridad en las áreas destinadas a la industria minera, las presas hidroeléctricas, el sector agroalimentario y el turismo, es decir los intereses potencialmente más perjudiciales para las poblaciones circundantes. Muchos proyectos industriales se llevaron a cabo ilegalmente, ya que la ley exige la previa consulta a las comunidades indígenas afectadas. Según las organizaciones de defensa de los Derechos Humanos, es frecuente que los militares aúnen fuerzas con las empresas de seguridad privada para quebrar la resistencia local mediante la intimidación y el terror, y a veces incluso campañas de asesinatos selectivos, como el de la dirigente indígena Berta Cáceres.

No obstante, el sistema político que Estados Unidos ha ayudado a instaurar en Honduras, mezcla de autoritarismo militar y malversación de fondos, muestra signos de desgaste. El movimiento de resistencia al golpe de 2009 dio origen a una nueva formación política, el Partido Libertad y Refundación (Libre), que desafía el statu quo del bipartidismo. En los comicios de 2013, a pesar de los masivos fraudes electorales que modificaron el escrutinio y de una sangrienta campaña intimidatoria marcada por el asesinato de al menos dieciocho candidatos y militantes del partido, Libre quedó en segundo lugar en el Congreso con treinta y siete escaños.

Además, el régimen se vio debilitado por los casos de prevaricación y la participación de varios dignatarios en los circuitos de narcotráfico, entre ellos el hermano del presidente Hernández y el ex presidente Porfirio Lobo. En 2015, una ola de revueltas recorrió el país después de que se descubriera que los fondos recaudados a través de una red de corrupción se habían utilizado para financiar la campaña electoral de Hernández en 2013. Gracias a la rápida mediación de Washington y de la Organización de los Estados Americanos (OEA), se encontró una solución política que, excluyendo a los grupos opositores, permitió al Presidente hondureño escapar al destino de su homólogo guatemalteco, Otto Pérez Molina, encarcelado en 2015 a la espera de un juicio por malversación de fondos.

Como para minar un poco más la legitimidad del gobierno, en 2016 la Corte Suprema de Justicia de Honduras –también controlada por el PNH– dictaminó que el artículo de la Constitución que prohíbe al Presidente presentarse a un segundo mandato podía ser ignorado en nombre de los derechos humanos. La ironía de esta decisión, tomada siete años después de que Zelaya fuera destituido por haber presuntamente intentado volver a presentarse, no pasó desapercibida a los hondureños, quienes protestaron en forma masiva en la calle contra este nuevo abuso de poder.

Ante los comicios de noviembre de 2017, Libre formó con otros dos pequeños partidos una coalición : la Alianza de Oposición contra la Dictadura. Con la esperanza de reunir al electorado moderado a favor de su causa, la Alianza convino en la candidatura del centrista Salvador Nasralla, un hombre de negocios dedicado a luchar contra la corrupción, que también es conocido por su labor como periodista y presentador de la televisión hondureña. Junto a él se presentaba como candidata a la vicepresidencia Xiomara Castro de Zelaya, esposa del presidente destituido.

El día de las elecciones, el TSE anunciaba que estaría en condiciones de proporcionar resultados provisionales a primera hora de la noche. Sin embargo, a medianoche, mientras que tanto Hernández como Nasralla se proclamaban vencedores, el TSE seguía sin publicar datos. Según el testimonio que con posterioridad dio a la prensa Marco Ramiro Lobo, miembro disidente de ese órgano, poco después de la clausura de los colegios electorales el equipo técnico del TSE informó internamente de que el recuento del 57% de los votos mostraba una tendencia clara e irreversible a favor de Nasralla. Durante varias horas, el presidente del TSE, David Matamoros –un excongresista del PNH– se negó a informar de esos resultados parciales, hasta que bajo la presión de los observadores internacionales y del propio Lobo, terminó por cumplir su promesa, pero se abstuvo de pronunciar la palabra “irreversible” en relación con la tendencia emergente.

En ese momento se interrumpió bruscamente el recuento de los votos, que antes se transmitía en directo a través de la página web del TSE. La misteriosa avería duró unas treinta horas. Según Lobo, fue Matamoros quien, sin ofrecer ninguna explicación, habría dado la orden de detener el proceso de recuento. Cuando se retomó, a la velocidad de un caracol, la ventaja de cinco puntos que al inicio se le había otorgado a Nasralla comenzó a disminuir inexorablemente. Finalmente, el 30 de noviembre el presidente Hernández fue declarado definitivamente vencedor, con un punto y medio por encima de su rival.

Ante la presión de la calle y de los observadores internacionales, Matamoros terminó por realizar un recuento parcial de los votos. Unos días más tarde, acompañado por la Encargada de Negocios estadounidense Heide Fulton, afirmó : “Lo que encontramos en las urnas confirma lo que contamos el día de las elecciones”. Así, el 17 de diciembre anunciaba que “el presidente elegido para el periodo 2018-2022 es el ciudadano Juan Orlando Hernández Alvarado”, y concluía que las elecciones fueron “de una transparencia nunca vista en Honduras”.

Decenas de miles de hondureños descontentos salieron a las calles. En respuesta, el Gobierno declaró el toque de queda y desplegó el ejército y la policía por todo el país. La ola de represión fue de gran violencia. La Organización de las Naciones Unidas (ONU) y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, “preocupadas”, informaron de que hubo doce manifestantes asesinados, decenas de heridos y cientos de detenidos durante la primera quincena de diciembre. En la tarde del 9 de diciembre, mientras las fuerzas de seguridad seguían sembrando el terror en las calles, el TSE se reunía en un ambiente relajado en su sede del centro de la capital. Su presidente estaba a punto de hacer una declaración cuando la Encargada de Negocios estadounidense tomó el micrófono para reconocer el trabajo de la autoridad electoral y hacer un llamamiento al pueblo hondureño para que respete los resultados oficiales de las elecciones. Qué importan las ciento cincuenta demandas por fraude presentadas por los partidos de la oposición : el apoyo de Washington parecía garantizar que el presidente Hernández se mantendría en el poder, con total libertad para continuar, por lo menos hasta el año 2022, su política ultraliberal y la militarización del país.

Sin embargo, ante la sorpresa general, la misión de observación de la OEA –que había brillado por su apatía ante el fraude electoral de 2013– se negó a apoyar los resultados, y presentó un informe demoledor sobre las irregularidades en el proceso electoral que concluía que persistían dudas con respecto a los resultados de la elección. Todas las miradas apuntaron a Washington. Si la OEA, instrumento clave de la hegemonía estadounidense en la región, estaba dispuesta a cuestionar la victoria de Hernández, entonces todo parecía posible, incluso un viraje de la política hacia Honduras. Pasaron veinticuatro horas sin la menor reacción por parte del Gobierno estadounidense. Finalmente, en la tarde del 18 de diciembre, el Departamento de Estado reconoce la victoria de Hernández, sin hacer ninguna mención al informe de la OEA.

En las horas que siguieron, los gobiernos de derechas cercanos a Washington felicitaron, uno por uno, a Hernández : Guatemala, Colombia, México… Mientras tanto, una nueva ola de protestas paraliza las principales arterias de las grandes ciudades de Honduras.

 

NOTAS :

(1) David Corn, “Negroponte : unfit to lead”, The Nation, Nueva York, 24 de febrero de 2005. abril y octubre de 2016 respectivamente.





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