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La UE no es un club de asistencia mutua

Viernes 17 de junio de 2011   |   Bernard Cassen
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Irlanda, Grecia, Portugal y España no pertenecen al núcleo fundador de la Comunidad Económica Europea (CEE) instaurada en 1958 y convertida en Unión Europea (UE) en 1993. Irlanda (así como Dinamarca y el Reino Unido) pasó a ser país miembro en 1973, Grecia en 1981 y los dos Estados ibéricos en 1986.

En virtud de ese desfase en el tiempo, los vínculos de unos y otros con la construcción europea han sido muy diferentes. La CEE nacida del Tratado de Roma (1957) fue concebida e instaurada por las elites administrativas, políticas y económicas de los seis países –Alemania, Bélgica, Francia, Italia, Luxemburgo, Países Bajos– prácticamente sin la mínima participación popular. Sólo los agricultores conocían sus mecanismos dado que, desde 1962, existía una política agrícola común (PAC) que contaba con un presupuesto importante. Para los demás sectores, y eso hasta mediados de los años 1980, “Europa”, entonces llamada “Mercado Común” a secas, no suscitaba especial entusiasmo ni rechazo en la mayoría de los ciudadanos. Tenían una vaga idea de que existía como una especie de entidad tecnocrática externa. Fue sólo a partir del Tratado de Maastricht (1992) cuando salió a debate, pero casi exclusivamente en Francia.

Muy distinta ha sido la actitud hacia la CEE de los cuatro países “periféricos” antes mencionados. Para Irlanda, representó una oportunidad de salir de su aislamiento con el antiguo ocupante británico y acceder a un estatuto de igualdad formal frente al mismo. Para Grecia, Portugal y España, la adhesión significó un regreso a la familia de las naciones democráticas después de las dictaduras de los coroneles, de Salazar y de Franco. Si a esto le agregamos el hecho de que estos cuatro países se vieron favorecidos con importantes transferencias financieras gracias a los Fondos Estructurales Europeos, es comprensible que sus opiniones públicas hayan tenido durante mucho tiempo una idea muy positiva de la UE, y que, salvo Irlanda, no se hayan cuestionado la naturaleza de sus políticas.

El ingreso de esos Estados en el círculo cerrado de la zona euro, políticamente considerada por ellos como el nec plus ultra de la pertenencia europea, es lo que ha provocado el actual fracaso. Sus dirigentes no comprendieron que una política monetaria única para economías profundamente disímiles era un sinsentido. Después de haberse beneficiado durante una década de la posibilidad de conseguir préstamos en los mercados con bajos tipos de interés, casi idénticos a los aplicados a Alemania, fueron uno por uno arrastrados por la crisis financiera y acumularon montañas de deudas públicas y privadas.

Llegó entonces la hora de la verdad: brutalmente tomaron conciencia de que la UE no era un club de asistencia mutua, sino que se regía por la ley del más fuerte –en este caso, Alemania–, en un contexto de sometimiento a los mandatos de los mercados financieros. Los llamados planes de “rescate” impuestos a Grecia, Irlanda y Portugal (y en breve, a España) equivalen a una cura de austeridad y de retroceso social a perpetuidad. La desilusión es profunda: esa Europa que creían solidaria y protectora, desarticula sus sociedades, les obliga a liquidar su patrimonio público y desestabiliza sus gobiernos. Por otro lado ¿podemos aún hablar de gobiernos cuando las decisiones mayores ya no pertenecen al voto popular ni a las autoridades electas, sino a las Agencias de calificación y al trío Comisión Europea /Banco Central Europeo/ Fondo Monetario Internacional?





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