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En las raíces del conflicto

La crisis catalana nació en Madrid

vendredi 3 novembre 2017   |   Sébastien Bauer
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El 27 de octubre, el Parlament catalán declaró la independencia de Catalunya. Ese mismo día, el Senado español aprobaba la aplicación del artículo 155 de la Constitución, suspendiendo así la autonomía catalana. El presidente Rajoy ha buscado solucionar esta crisis disolviendo el Parlamento catalán, cesando al ‘Govern’ y convocando elecciones autonómicas para el 21 de diciembre. Sin embargo, idear una solución para el conflicto entre la Moncloa y el Palau de la Generalitat implica remontarse a las raíces de la crisis : la respuesta a esta constituye una forma de territorialización de conflictos surgidos en otro ámbito.

Vistas desde Europa, las posiciones de las partes enfrentadas en la cuestión catalana pueden parecer extrañas, incluso erráticas. Sin embargo, obedecen a dos estrategias que percibimos mejor abandonando la retícula “separatismo contra Estado centralista”. No porque sea incorrecta –ambas partes se remiten a ella–, pero enmascara otro problema más profundo : la Constitución española no ha evolucionado desde su adopción en 1978, tres años después de la muerte del dictador Francisco Franco, perdiendo poco a poco el contacto con la realidad de la sociedad que debía estructurar. La interpretación separatista no explica por qué el presidente de Gobierno español incendia Cataluña el 1 de octubre y después llama a celebrar elecciones allí, ni por qué su homólogo catalán declara una independencia sin ningún efecto real. La respuesta es que la crisis catalana constituye una forma de territorialización de conflictos surgidos en otros ámbitos.

Desde la aplicación de unas políticas de austeridad draconianas en 2011, España conoce un periodo de inestabilidad que se traduce en crisis cada vez más graves : movimiento de ocupación de las plazas, llamado “del 15-M” en 2011 ; crisis de la representación parlamentaria en 2015 y 2016 (que condujo a 315 días con un Gobierno en funciones) ; desafío secesionista catalán. ¿Cuál es el problema que subyace tras estas tres crisis ? Los principios de una Constitución concebida como el punto de partida de una transición desde el franquismo hacia la democracia, pero que ha terminado por obstaculizar el proceso que debía posibilitar.

Se han visto textos más democráticos. El sistema de aforamiento, por ejemplo, constituye una reliquia del antiguo régimen gracias a la cual 17.000 personas eluden la Justicia de primera instancia y son juzgadas por tribunales superiores, más sensibles a las intervenciones del poder ejecutivo. Similar al estatus excepcional que en Francia protege al presidente y el Gobierno, en España el aforamiento protege al conjunto de parlamentarios (incluidos los de los Parlamentos autonómicos) y de magistrados. A los partidos políticos también se les confiere un papel “fundamental” en la “participación política” (artículo 6), que excede con creces al de colaborar en la formación de la opinión pública, como en la mayoría de democracias (1).

Mientras que fuera de España la voluntad general es entendida como la superación de los intereses individuales, el sistema español desarrolla una visión organicista del mundo : las masas tienen que estar controladas para formar un pueblo. Así, el régimen franquista organizó la sociedad en torno al Movimiento Nacional y al Sindicato Vertical. Tras la muerte del dictador, España se abrió al pluralismo político y sindical, pero no cambió en lo fundamental la definición de su función. Los ciudadanos votan a una formación que presenta a sus candidatos según una lista cerrada, y los diputados de cada partido finalmente son elegidos de forma proporcional según el resultado total obtenido por su formación.

Así pues, más que como asociaciones de individuos basadas en la afinidad ideológica, los partidos políticos españoles se organizan como corporaciones poco permeables a la opinión pública y blindadas frente a sus propios militantes de base. ¿Cómo sorprenderse de su grado de corrupción ? Las revelaciones relacionadas con el “caso Gürtel” –43 millones de euros desviados en provecho del Partido Popular (PP)– se acumulan, casi a diario, en la prensa desde hace varios años. Sin embargo, solo se trata de uno más de los innumerables escándalos relacionados con una corrupción convertida en sistémica. En 2014, la filial española de la organización Transparencia Internacional pidió “desbloquear las listas cerradas de los partidos” y que estos últimos publicaran “la liquidación de gastos e ingresos electorales, en los tres meses siguientes a las elecciones” (2). Un llamamiento que cayó en saco roto.

Pero, ¿debemos sorprendernos de que, a imagen del sistema de partidos, las instituciones nacidas de la Constitución de 1978 se limiten a un compromiso entre democracia y franquismo ? Los padres del texto trataban sobre todo de evitar una reanudación de la guerra civil. El proyecto, por lo tanto, perseguía un principio a medio camino entre el sistema caciquil típico de la España nacionalcatólica y la democracia, a partir del cual inclinarse, a medida que la sociedad avanzara, hacia una “democracia pura”. En lugar de hacer evolucionar el texto de 1978, el país, por el contrario, lo ha santificado : desde su redacción, España no ha reanudado el trabajo constituyente, una promesa que sin embargo sustentaba la transición democrática.

Ciertamente, la sociedad española ha abandonado los valores y actitudes que la unían a la dictadura. Cuarenta años después del fin de la censura, se discute de buen grado sobre eutanasia, cuestiones de género, sexualidad o el consumo de drogas recreativas. La frecuencia y la libertad de tono con que las estrellas de la televisión interpelan al poder recuerdan más a Estados Unidos que a la Europa católica. En la España de 1978, no todos los niños estaban escolarizados, las calles de numerosas ciudades de tamaño medio no estaban asfaltadas, el correo no llegaba a determinados barrios, otros no estaban conectados al sistema de alcantarillado, los sistemas de transporte público y sanitario seguían siendo rudimentarios… En 2017, la transformación económica, social y cultural es evidente. Totalmente concentrado en esta tarea, el país ha descuidado, sin embargo, lo demás. La adhesión al mercado común, en 1986, enmascaró la ausencia de reformas constitucionales : que la sociedad se hubiera vuelto democrática en tan poco tiempo, ¿no era signo de que las instituciones habían alcanzado el correcto equilibrio ?

En este contexto, el desafío catalán, que se presenta como un movimiento de secesión, extrae su fuerza motriz de la brecha entre los españoles y sus instituciones, del rechazo a la corrupción (sin embargo igual de presente en Cataluña), sin olvidar una hostilidad particular a los vestigios del absolutismo, aún numerosos en España, donde el rey, la Iglesia y los “grandes de España” siguen siendo los principales terratenientes del país, beneficiándose como tales de ayudas europeas para el desarrollo de las regiones (1,85 millones de euros de subvenciones en 2003 para la difunta duquesa de Alba).

La suspensión del Estatuto de Autonomía de Cataluña de 2006 (conocido informalmente como Estatuto de Miravent) por el Tribunal Constitucional en 2010 fue la chispa que hizo arder la llanura catalana. A este respecto, dos hechos merecen ser destacados. Uno circunstancial : fue un recurso del PP puesto en marcha por Mariano Rajoy lo que desencadenó la suspensión en un momento en que su formación había alcanzado su estiaje electoral y él mismo sufría los ataques de sus oponentes dentro del PP. Rajoy comenzó entonces a recoger firmas contra el Estatuto de Cataluña por toda España, un tipo de provocación que siempre había tenido éxito entre su electorado más reaccionario.

El segundo elemento ahonda sus raíces en la historia ; explica cómo la suspensión del Estatuto de Autonomía ha reabierto una vieja herida y alumbrado la estrategia del presidente de la Generalitat de Catalunya, Carles Puigdemont [cesado de sus funciones por el Consejo de ministros español del 27 de octubre]. El 14 de abril de 1931, los republicanos españoles ganaron las elecciones municipales en la mayoría de las grandes ciudades, proclamando varias repúblicas, entre ellas la República Catalana bajo el liderazgo de Lluís Companys, concejal de Esquerra Republicana de Catalunya (ERC). En aplicación de un programa federalista, estas repúblicas independientes proclamaron la Segunda República Española, a la que Franco puso fin. Una vez fallecido el dictador, los republicanos arguyeron que la república federal seguía siendo el régimen legal al cual debía volverse. La cuestión –al igual que la de la unidad territorial– fue resuelta por un compromiso : los catalanes renunciaban a formar una república federal y aceptaban tanto el régimen monárquico (artículo 1.3 de la Constitución) como la “unidad indisoluble de la nación española” (artículo 2), abandonando el proyecto de declarar unilateralmente su independencia como en 1931. A cambio, obtuvieron el derecho a desarrollar un estatuto de autonomía y un derecho civil propios, aunque estrictamente subordinados. En 2006, la reforma del Estatuto de Autonomía que ampliaba las competencias de la Generalitat tuvo que pasar en primer lugar por su aprobación ordinaria en el Parlamento catalán ; en segundo lugar, por otra del Congreso y del Senado españoles, con mayoría cualificada ; y en tercer lugar, por una ratificación mediante referéndum. Aunque sus promotores cumplían todas las condiciones, este nuevo estatuto fue suspendido por iniciativa del PP en 2010, en un Tribunal Constitucional cuyos miembros, en su mayoría, habían sido nombrados por los conservadores. De ahí la idea de que la crisis actual provendría de la actitud soberbia del ala dura del PP...

Hasta las elecciones de 2015, la derecha conservadora de CiU (fruto de la alianza entre Convergència Democràtica y Unió Democràtica de Catalunya) disfrutaba de un control hegemónico del Parlamento catalán. Antes de 2012, la secesión siempre le había horrorizado, pero su dirigente Artur Mas percibió en la oleada independentista proveniente de la calle –alimentada por una austeridad asociada a Madrid– una manera de hacer olvidar los escándalos de corrupción que habían colocado a CiU no lejos del PP en la escala del oprobio. En 2014, la derecha concibió un referéndum, organizado en torno a una pregunta que admitía tres respuestas –unionista, federalista o independentista– : “¿Quiere que Cataluña sea un Estado ? En caso afirmativo, ¿quiere que sea un Estado independiente ?”. Independientemente de lo que dijeran públicamente, la anulación del susodicho referéndum no incomodó a los conservadores, pues su proyecto consistía en contar los votantes –como un sindicato contabiliza los manifestantes– antes de ir a negociar la restitución de los artículos suspendidos del Estatut. Si, aprovechando las elecciones anticipadas anunciadas por Rajoy, este espectro de la elite catalana recuperara el poder, estaría encantado sin duda de un retorno al statu quo anterior a 2010 y la crisis institucional (de la que abomina por principio) se terminaría bastante rápido.

Pero, desde 2015, ERC domina la coalición gobernante en Cataluña, cuya mayoría relativa solo se sostiene gracias al apoyo de la izquierda radical de la Candidatura d’Unitat Popular (CUP). Este cambio en los equilibrios internos explica la aparición del régimen republicano en la pregunta del referéndum de 2017, el cambio de actitud de Madrid y la radicalización de las posiciones desde el 1 de octubre. En estas circunstancias, la reciente propuesta realizada por el Partido Socialista (PSOE) y el PP de reformar finalmente la Constitución convence poco : es vista como la menor concesión imaginable de dos partidos corresponsables de cuarenta años de inmovilismo, en un país al borde del abismo. Y no se puede descartar que la calle rechace un acuerdo de mínimos : el “paro general del país” del 3 de octubre (convocado por varias organizaciones patronales y los sindicatos, incluida la Confederación General del Trabajo [CGT] anarcosindicalista, junto con las asociaciones independentistas) muestra que el rechazo a los partidos corruptos y a las instituciones obsoletas recorre toda la sociedad. Y, desde el otro lado, las manifestaciones antiindependentistas también pretenden ejercer peso en el debate realizando un llamamiento a la “mayoría silenciosa” a hacerse oír.

Gran parte de las fuerzas políticas y de los medios de comunicación españoles dan la impresión de seguir a Rajoy en su estrategia, consistente en transformar el problema político en un problema jurídico (apoyándose en los tribunales superiores) y provocar a la vez todavía más tensiones. El llamamiento a la “movilización permanente” de algunos líderes catalanes o la reciente campaña de la CUP (“Vivir significa tomar partido”) muestran que la radicalización también atrae a otros actores del drama. Las cargas policiales del 1 de octubre han terminado de dividir España en dos bandos, y todo el mundo se ve desde entonces conminado a incorporarse al suyo. El 9 de octubre, durante una rueda de prensa del PP que anunciaba el rechazo de toda mediación, el portavoz del partido Pablo Casado advirtió al presidente catalán de que podía “terminar como Companys” (3), fusilado por los franquistas en 1940. Una semana más tarde, se produjeron las primeras encarcelaciones con la detención de Jordi Sànchez y Jordi Cuixart, presidentes de dos asociaciones civiles independentistas (Assemblea Nacional Catalana y Òmnium Cultural), acusados de sedición.

Un elemento continúa siendo preocupante : ¿por qué el rey entró en el juego de la tensión pidiendo públicamente al Gobierno de Rajoy que restableciera “el orden constitucional” ? La Constitución regula normalmente las intervenciones del monarca, que no tiene autoridad sobre asuntos de política interior (su padre intervino dos veces en antena, pero nunca para tomar partido). Al actuar así, Felipe VI alimenta la idea de que la monarquía habría caído en la órbita del PP (de la que nunca había estado muy lejos). La elección de una retórica agresiva y un decorado repleto de sobrentendidos (el rey habló delante del retrato de su antepasado Carlos III, que impuso el castellano como única lengua en todo el territorio en el siglo XVIII) contribuyó a caldear más los ánimos.

La estrategia de la tensión de Rajoy responde más a una necesidad de salvar a su partido que al deseo de resolver la cuestión catalana. Desde la anulación de catorce artículos del Estatuto de Autonomía de Cataluña en 2010 hasta los acontecimientos más recientes, su empeño en jugar a aprendiz de brujo en un país mal curado de las heridas de la guerra civil ha contribuido a legitimar una opción separatista que, recientemente, solo obtenía la adhesión del 12% de la población catalana (4). Después del fracaso del movimiento social de 2011 a la hora de impulsar el necesario cambio político, después de que la larga crisis parlamentaria de 2015-2016 concluyera en la renovación del Gobierno precedente, el desafío catalán representa una amenaza... pero también una oportunidad : la de aliviar las tensiones que desgarran a una sociedad española ya totalmente democrática pero entorpecida por una Constitución obsoleta. Para ello será necesario apartar la mirada de la actualidad inmediata... ¿Es todavía posible ? 

 

NOTAS :

(1) La Constitución de la V República Francesa establece, por ejemplo, que “los partidos y las agrupaciones políticas participan en la expresión del sufragio”.

(2) Cf. Jesús Lizcano Álvarez, “Partidos políticos y corrupción : la hora del cambio”, El País, Madrid, 7 de febrero de 2014.

(3) “El PP blande el código penal y recuerda a Puigdemont que puede acabar como Companys”, La Vanguardia, Barcelona, 10 de octubre de 2017.

(4) “Así han influido los hitos políticos en el sentimiento independentista”, La Vanguardia, 10 de abril de 2016.





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