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Un déficit de legitimidad

Lunes 30 de octubre de 2017   |   Bernard Cassen
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La legalidad es una cosa, la legitimidad otra. Se han escrito bibliotecas enteras sobre esta distinción clásica en filosofía política. Es la noción de consentimiento la que puede articular ambos términos: una decisión, una situación o una institución puede perfectamente basarse en derecho, pero solo se torna legítima si recibe tácitamente y de forma consensuada la anuencia de los miembros del grupo al cual se aplica. La construcción europea es un verdadero laboratorio del no respeto de esta exigencia...

El ejemplo más caricaturesco de la falta de legitimidad de un procedimiento comunitario fue la ratificación, en 2007, del Tratado de Lisboa por la vía parlamentaria cuando, en realidad, era una copia fiel del Tratado Constitucional Europeo rechazado dos años antes por referéndum en Francia y en los Países Bajos. En el plano legal, no había nada que objetar: el tratado había sido ratificado de acuerdo a las formas reglamentarias, pero su legitimidad equivalía a cero en la medida en que provenía de un desconocimiento del resultado del sufragio universal directo en dos Estados miembros de la Unión Europea (UE). Esta prevaricación ha descalificado de manera sostenida a las instituciones europeas: resulta difícil, para sus dirigentes, denunciar una vulneración de las reglas democráticas en tal o cual país, cuando ellos mismos las han menoscabado…

Más allá de este episodio emblemático, es la propia evolución de la UE la que ha alejado progresivamente a los pueblos europeos del aparato de poder comunitario. Lo que se ha dado en llamar euroescepticismo es una consecuencia del desposeimiento que sienten muchos ciudadanos confrontados a una extensión permanente de los poderes de ese aparato, pero que no se ve compensada por medidas complementarias de control democrático. El presidente francés Emmanuel Macron, haciendo campaña por “una Europa que protege”, confirma implícitamente que la UE es percibida como una amenaza por un número significativo de europeos y, por lo tanto, desprovista de legitimidad.

Todo ocurre como si la UE hubiese adquirido autonomía con relación a las naciones que la componen y que, a día de hoy, permanecen como los únicos espacios públicos en los que los ciudadanos se reconocen plenamente. El sociólogo Dominique Wolton ha definido así lo que es un espacio público: “Un espacio simbólico en el seno del cual se intercambian discursos, la mayoría contradictorios, de los diferentes actores sociales, religiosos, culturales y políticos que integran una sociedad” (1). Y agrega: “Si bien hay eventualmente –y aún– una cultura común de las elites, no hay cultura en el sentido amplio de los europeos” (2). Este es realmente el fondo del problema: ante el rodillo compresor de las políticas europeas que se imponen a todos los Estados miembros de la UE (3), no existe un espacio público del mismo perímetro, sino una yuxtaposición de espacios nacionales que son el producto de historias muy diferentes unas de otras.

Cualquiera que sea la posición que se defienda sobre la construcción europea –sobre su arquitectura, su contenido e incluso su pertinencia–, esta padecerá de un déficit de legitimidad hasta tanto no descanse sobre un zócalo cultural común que no sustituya los “relatos” nacionales. Elaborar este zócalo es un emprendimiento histórico inédito y poco compatible con el sometimiento a las leyes del mercado y de las finanzas…

NOTAS:

(1) Dominique Wolton, en L’Esprit de l’Europe, tomo II, Mots et choses, Flammarion, París, 1993.

(2) Ibid.

(3) Evidentemente hay que recordar que los gobiernos son copartícipes del proceso de decisión comunitaria, y no están obligados a rendir cuentas ante sus propias opiniones públicas.





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