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Una directiva antisocial que debería haberse derogado

Lunes 20 de enero de 2014   |   Bernard Cassen
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Con motivo de cada una de las cuatro elecciones en el Parlamento Europeo posteriores al tratado de Maastricht (1992), los candidatos de los partidos socialistas y socialdemócratas habían prometido, con la mano en el corazón, que, esta vez, la Unión Europea (UE) sería al fin “social”. Nadie duda que este canto de sirenas se volverá a escuchar de aquí al escrutinio del próximo 25 de mayo.

Sería inexacto decir que la UE no se ha preocupado por las cuestiones sociales. El problema es que lo ha hecho a su manera, dentro de la lógica de tratados ultraliberales, mediante medidas que subordinan los derechos de los trabajadores a los imperativos de la competencia y de las “libertades” –llamadas “fundamentales”– de circulación del capital, de los bienes, de los servicios y de las personas (o sea, de la mano de obra). A este respecto, la directiva sobre los trabajadores “desplazados” es un caso de estudio. Dice mucho más del tema que todos los discursos sobre el proyecto de sociedad de la construcción europea en su forma actual. 

Esta directiva, que data de 1996, contiene disposiciones inherentes a la justicia más elemental, y por ende, nada realmente de qué maravillarse, como le ocurre a algunos: prevé que un asalariado de una empresa de un país A “desplazado” temporalmente para trabajar en un país B gozará de los mismos derechos que los trabajadores de ese país B en materia de salario mínimo (en caso de que exista), de vacaciones pagadas, de horarios y de normas de seguridad. Hasta aquí, nada que objetar. Sin embargo, rompiendo con ese principio de armonización en el seno de cada país, la directiva prevé también que las cotizaciones sociales, mal llamadas “cargas” en el léxico de las patronales, y cuya finalidad es financiar la Seguridad Social y las cajas de pensiones, siguen siendo las del país A. Y es a través de este atajo que se implementan las condiciones de un dumping social generalizado.

Dichas cotizaciones son efectivamente muy variables de un país a otro. Representan el 13% del sueldo en Rumanía, el 17% en Eslovenia, el 21% en Polonia y el 45% en Francia. De forma totalmente legal, un empleador francés, por poner un ejemplo, estará sumamente interesado en contratar a un trabajador de otro país de la UE con bajas cotizaciones, antes que a un trabajador francés con las mismas cualificaciones. Esta competencia entre asalariados de nacionalidades diferentes está provocando reacciones xenófobas que los partidos de extrema derecha no pueden dejar de aprovechar. 

El colmo es que esta legalidad, ya de por sí alevosamente favorable a los empleadores, es además objeto de fraudes masivos, a falta de medios y sobre todo de voluntad política para combatirlos por parte de los gobiernos más liberales, en primer lugar los de Europa del Este y de Reino Unido. 

El temor de que esos escándalos “contaminaran” la campaña electoral europea llevó a Francia y a Alemania a solicitar al Consejo Europeo reunido el 9 de diciembre que se apropiara del tema. Esa reunión no desembocó en la derogación de la directiva de 1996, sino simplemente en la adopción de una nueva directiva sobre su “aplicación”, especialmente mediante el refuerzo de los controles. 

Pueden verse los límites de la ambición de los gobiernos (21 de 28) que votaron a favor de ese texto: no eliminar el dumping social, sino únicamente impedir los abusos más escandalosos a que da lugar. Ciertamente no es así como se logrará convencer a los ciudadanos de la vocación social de la Unión Europea..





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