Los caminos de la vida son inextricables ; uno ignora dónde se mete y desconoce en qué mundo irrumpirá. El caso del biólogo gallego Carlos Velo es ejemplar. Un buen día, el director del Museo de Ciencias Naturales de Madrid donde trabajaba, le llama para rogarle que le resuelva un compromiso que tiene con su amigo Luis Buñuel : enviarle a París unas hormigas para la película que estaba filmando. No es que en Francia escaseen los insectos, pero a Buñuel las hormigas francesas se le antojaban muy lentas. Quería hormigas rojas del Guadarrama, más veloces y excitables. Carlos Velo consiguió una colonia de Formicas del grupo rufa en la Sierra, y su jefe se las remitió a su amigo de París. Esos bichos se volvieron famosos : pueden verse en el cortometraje surrealista Un Perro andaluz, realizado por Luis Buñuel y Salvador Dalí en 1928.
Tras la peripecia entomológica, Carlos Velo abandonó la ciencia y desembocó en el mundo artístico frecuentando el célebre café madrileño “La Granja”, en la calle de Alcalá. Allí se reunían los jóvenes intelectuales para escuchar a Unamuno y Valle-Inclán ; supo de las sesiones de cine- club que, por iniciativa de Buñuel, se daban en la Residencia de Estudiantes y se descubrió como espectador activo de los films de Flaherty y Eisenstein. La primera película que tuvo en sus manos fue precisamente El acorazado Potemkin, que logró llevar a su casa durante tres días para desmenuzarla.
Ya cineasta vehemente, Carlos Velo realiza, en 1933, su célebre documental Almadrabas, que lo convierte en el mejor documentalista español. Fundó después el cineclub de la Federación Universitaria de Estudiantes (FUE) y a través del cine-club, estableció contacto con García Lorca y otros compañeros que representaban la extrema izquierda del momento.
La Guerra Civil lo atrapa en Cartelle, su pueblo natal –en la provincia de Ourense– que la presión de los falangistas le obliga a abandonar. Se traslada a Barcelona y, en la retirada, va a parar al campo de concentración de Saint Cyprien, en el sur de Francia. Llevaba consigo una lata de película que guindó en lo alto de una estaca para señalar que allí vivía un adepto del cine, y convocó a su alrededor a numerosos refugiados amantes del séptimo arte. Una mañana se alborozan todos al escuchar un mensaje del presidente mexicano Lázaro Cárdenas que llegaba por los altavoces : “Combatientes leales a la República española, México les aguarda con los brazos abiertos. Aquí encontrarán el refugio de una nueva patria donde trabajar.” Escondido en el Chevrolet de un suizo de las Brigadas Internacionales, Velo cruza aquella misma noche la campiña francesa hacia París donde se reunirá con su mujer Marilyn. Allí, el museógrafo mexicano Fernando Gamboa (1909-1990) les entrega sendos pasaportes y una carta de presentación firmada por el embajador azteca Narciso Bassols. Embarcan rumbo a Veracuz en Sète, en el vapor Flandre.
En México, Carlos Velo enlaza con el cinema. En 1941, trabaja para el EMA (España, México, Argentina), empresa del general Azcárate. Correaliza una serie de películas, entre ellas Raíces, de Benito Alazraki, con la que obtiene el Premio de la Crítica en el Festival Internacional de Cine de Cannes de 1955.
No por ello desdeña participar en diversas actividades alentadas por los exiliados. En 1949, fue uno de los socios fundadores del Ateneo Español de México. Identificado con la causa galleguista, participó también en la creación del Patronato de la Cultura Gallega y alentó la aparición de la revista Vieiros, que codirigió con Florencio Delgado Gurriarán y Luís Soto. Precisamente, a principio de los años 1960, me escribió a París pidiéndome una colaboración para Vieiros. Le mandé un estudio sobre las lenguas minoritarias y la Revolución francesa, cuyo desdichado lema era : “Una sola revolución y una sola lengua”.
Conocí personalmente a Velo en 1967, cuando él andaba por los sesenta y cinco años y yo quince menos. Desde el principio hicimos buenas migas. Yo trabajaba en Radio Francia Internacional. Conocía a Velo de cuando viniera a presentar su película Pedro Páramo en el Festival de Cannes. También había visto su documental ¡Torero !, que ofrece una fascinante visión del miedo en el diestro Luis Procuna. Fue suficiente para erigir a Velo en uno de los grandes cineastas, igual que a Juan Rulfo le bastó con Pedro Páramo para alcanzar la gloria literaria. Así pues, en 1967, fuimos juntos a Cannes en mi coche. Unas ocho horas ir, tres días in situ y otras tantas volver : una suerte insospechada.
Hombre fino, de modales y habla precisos como buen entomólogo, Velo exhibía en permanencia una sonrisa irónica, que en mi pueblo diríamos pillabana. Era un sibarita. Me invitó a varios restaurantes y nunca me dejó pagar. “Tú eres joven –me decía–, y una comida así representa la mitad de tu salario. A mí me paga la productora.”
En Cannes, nos aguardaban los intérpretes de Pedro Páramo, entre ellos (ellas) Graciela Döring, que hacía de Damiana Cisneros en la película, y Pilar Pellicer, quien, en 1959, trabajara en Nazarín de Luis Buñuel, y en Pedro Páramo encarnaba a Susana San Juan. Me extrañé (todavía guardaba relentes religiosos) de que, todas las noches, las principales figuras femeninas compartiesen habitación de una sola cama. “Ese es uno de sus principales encantos”, suspiró Carlos Velo con su mirada picaresca y abriendo mis ofuscados ojos. “No puedo decir que Pedro Páramo sea una gran película”, añadió : “Es sumamente difícil transponer el pensamiento a la escritura ; creo que nunca se hizo ni se hará.” “Tampoco le habrá sido fácil a Rulfo reducir un manuscrito de novecientas páginas para dejarlo en ciento sesenta. Nada es imposible”, le dije. Y me respondió : “La paciencia todo lo alcanza, decía Teresa de Ávila.”
—Para más inri, los yanquis te impusieron al actor John Galvin, más parecido a un sheriff de cartón que a un cacique jalisqueño.
—Así es ; cualquier actor mexicano hubiera encarnado mejor a un cacique que ha de creer en la relación entre el mundo de los vivos y de los muertos. Los mexicanos mantienen una fascinación particular por la muerte.
—También los gallegos, Carlos. No te lo voy a decir a ti. Basta con leer a Fole, a Dieste, a Cunqueiro y sus Crónicas del Sochantre.
—Sí ; Galicia tiene este culto a la muerte, únicamente comparable con el de Egipto. Se vive con naturalidad. Hay procesiones, como en Poba do Caramiñal, donde la gente se mete en ataúdes para celebrar la vida. La Santa Compaña o quizás, deberíamos decir, las almas en pena, en todas sus variantes, son el más genuino de los aportes tanto de la tradición gallega como de la mexicana a la cultura de la muerte. La tradición de las almas en pena está extendida por todos los rincones de Galicia, probablemente como herencia de las culturas del neolítico, hoy con versiones cristianizadas. En cada parroquia se cree o se vive de un modo diferente esta tradición cultural. De pequeño, le preguntaba a mi abuela por esas leyendas y respondía que eran ‘cosas de viejas’. Pero debemos cuidar una cultura más rica que en otras partes del mundo. Los egipcios y los judíos tenían sus rituales de protección, con papeles sagrados. Y en Galicia están los talexos, cubiertos de corteza de abedul y clavados en las puertas contra el mal de ojo.
Hablamos mucho, en gallego, claro, de nuestra tierra y sus problemas. Tenía un cariño respetuoso y un tanto paternalista por el escritor galleguista Xosé Luís Méndez Ferrín, cuyos ademanes románticos admiraba (por lo visto, Xosé Luís había pensado en tirarse desde un campanario envuelto en la bandera gallega). También me expresó su incontestable amistad con Celso Emilio Ferreiro.
En 1973, otro gallego, Alejandro Finisterre, inventor del futbolín y albacea del poeta León Felipe (que nada es irreconciliable), organizó en México un gran homenaje al poeta citado. El acto se convirtió en el mayor encuentro entre intelectuales del exilio y del interior. De México asistieron Carlos Velo, Ramón Xirau, Francisco Giner de los Ríos, Juan Marichal ; y de España José Hierro, Andrés Sorel, Dionisio Ridruejo, Caballero Bonald con su pavoroso miedo al avión, José María Amado, José Miguel Ullán, Celso Emilio Ferreiro, Méndez Ferrín y un servidor : gallegos los tres últimos y miembros de la UPG (Unión do Povo Galego). Con nosotros iba, de París, Rodolfo Llopis, secretario general del PSOE en el exilio –recién desbancado de su cargo por Alfonso Guerra, Felipe González y otros Mújicas–. Lloraba de emoción porque hubimos de hacer escala en Madrid. Por primera vez volvía a pisar tierra española, aunque fuera la de Barajas.
Con Velo y Finisterre, los gallegos citados de la UPG, nos reuníamos en el domicilio de Luís Soto, un galleguista histórico compañero de Castelao. Echamos las bases de una nueva etapa de nuestro movimiento. Xosé Luís Méndez Ferrín acusaba al partido de derechización, de progresivo acatamiento de las instituciones españolas, mientras que Luís Soto requería una reflexión sobre los rasgos distintivos del galleguismo y propugnó la unión de las fuerzas políticas en la diáspora.
Algún incidente se produjo : en la inauguración del monumento a León Felipe, cuando Dionisio Ridruejo fue invitado a ocupar una de las mesas centrales (él mismo se había apartado en el exterior) se alzó una voz en protesta. Era José María Amado, molesto de que un “fascista” como Ridruejo estuviera presente en actos de homenaje a un poeta de izquierdas. La actitud de Amado extrañó e irritó a Finisterre, quien se vengó después a su manera e interpuso una demanda contra Amado por utilizar algunos poemas de León Felipe, cuyo albacea era él.
Con la llegada del presidente José López Portillo en diciembre de 1976, el panorama cambió radicalmente en México ; no sólo para Velo, sino también para el cine mexicano. El nombramiento de su hermana Margarita López Portillo a cargo de la nueva dirección de Radio,Televisión y Cinematografía, desmanteló el Banco Nacional Cinematográfico. La principal víctima fue Carlos Velo. El jueves 26 de julio de 1979, fue injustamente acusado, como luego se demostró, de “fraude en la gestión de fondos públicos”.
Los cuatro meses pasados en la cárcel menguaron su salud, aunque cuando hablamos lo tomara medio a guasa. Al llegar al reclusorio, el director del penal lo esperaba en la puerta y le dijo que era para él un gran honor recibirle. Lo trataron a cuerpo de rey e incluso, al cabo de una semana, le invitó a cenar en su casa. Una comida opípara, con vinos franceses y todo. Carlos pensó que celebraban su liberación, pero al final el celador le invitó a salir por la puerta trasera y Velo volvió a dormir en el calabozo.
Cuando estaba en la cárcel, lo fue a visitar nuestro amigo común José María Berzosa. “Pero qué lástima lo de Chao, le dijo Carlos por lo visto muy afectado. Mira, con lo buena persona que era…” (A burro muerto la cebada al rabo. Siempre gusta saber lo que se piensa de uno después). A su vuelta a París Berzosa me llamó : “¿Sabes que Velo está muy triste por tu desaparición ?” Le mandé una carta por el cineasta Manuel Michel : “Querido Carlos, afortunadamente para los dos, tan cierto es que tú fuiste culpable como que yo he muerto. Un fuerte abrazo”.
En 1983, la Xunta de Galicia le otorgó el premio “Mestre Mateo”. Me hallaba yo por casualidad en el Hotel Compostela, de la capital gallega. Lo descubro sentado entre un montón de personas. Me acerco, le cojo las manos… y él me mira con desconcierto. “Es el Parkinson, no lo tome a mal”, me dijo alguien. Le doy un apretón aún mayor y me alejo con lágrimas en los ojos.
Falleció el 1 de marzo de 1988 en la Ciudad de México. Sus cenizas fueron esparcidas en las inmensidades del mar de Veracruz. Así se cumplía su voluntad : “Volveré a la Madre Galicia cuando mis hijos depositen en la corriente del Golfo las cenizas de mis huesos, que irán a parar al Fisterra de los celtas.”