Una orientación de política económica provocaba, hasta el día de hoy, gritos de horror a los neoliberales: la de la lucha contra las desigualdades. Esta expresión era tabú para ellos, salvo cuando se trataba de explicar que las desigualdades no sólo eran un motor de la competitividad, del crecimiento y del progreso, sino además, en la medida en que formaban parte del orden natural de las cosas, era vano e incluso peligroso combatirlas. Para los más caricaturescos de esos ideólogos, las medidas de redistribución de la riqueza, especialmente a través de la fiscalidad, eran acciones liberticidas que conducirían al... Gulag.
Desde hace unos meses, lo que domina en Estados Unidos y en los grandes foros internacionales es un discurso completamente opuesto. En Davos (Suiza), por ejemplo, durante el Foro Económico Mundial anual de enero pasado, los altos dirigentes de las multinacionales de la industria, de los servicios y de las finanzas –los “dueños del mundo”, como no les disgusta ser llamados–, examinaron un informe de sesenta páginas que, hace algunos años, habría parecido surrealista en ese contexto. En la evaluación de los riesgos para la economía mundial que propone ese documento, el aumento de las desigualdades se presenta como un “peligro mayor” susceptible de provocar disturbios sociales e inestabilidad política perjudiciales para el buen funcionamiento de los negocios. Por eso, y evidentemente no por bondad, hay que combatirlo.
Unos días antes del Foro de Davos, Christine Lagarde, directora gerente del Fondo Monetario Internacional (FMI), había planteado el mismo tema: “Los dirigentes políticos y económicos deberían recordar que, en demasiados países, los beneficios del crecimiento están siendo acaparados por demasiada poca gente. Esta no es una receta para la estabilidad y la sustentabilidad”. Cabe mencionar que un informe de Oxfam acababa de señalar que los 85 individuos más acaudalados del planeta concentran en sus manos la misma riqueza que posee la mitad más pobre de la población mundial...
En Estados Unidos, diversos índices han mostrado que el tema de las desigualdades empieza a ser electoralmente muy sensible: en el Estado de Massachusetts, Elizabeth Warren llegó al Senado con un programa de izquierdas; en Nueva York, Bill de Blasio conquistó la alcaldía con una plataforma de reducción de las desigualdades entre ricos y pobres. Con ese mismo espíritu, en su discurso sobre el Estado de la Unión pronunciado el 28 de enero pasado, Barack Obama afirmó que “los que están en la cumbre de la pirámide nunca han estado tan bien. Pero los salarios medios casi no se han movido. Las desigualdades se han profundizado. La movilidad ascendente está en crisis”. De ahí su llamamiento a los patronos: “¡Denle un aumento a Estados Unidos!”.
Para los dirigentes más lúcidos de Estados Unidos, hay que salvaguardar a toda costa el “sueño americano” de movilidad social, sin lo cual se pondrían en tela de juicio los fundamentos del sistema capitalista, especialmente por parte de las jóvenes generaciones, hoy más preocupadas por los resultados que por la ideología. Desde este punto de vista, la gente de Davos tiene razón de inquietarse.
Mientras tanto, del otro lado del Atlántico, el equivalente de ese “sueño” –a saber, el “modelo social europeo” a menudo invocado en los discursos– se ha convertido, en realidad, en el del desempleo en masa, la dislocación y la pauperización de las sociedades. Al no asumir el tema de las desigualdades, los atlantistas europeos, una vez más, se están quedando rezagados...