Estoy frente a una pantalla que comienza a emitir una secuencia minuciosa de imágenes en vídeo : la tortura a un hombre desconocido. Un programa de análisis político de una televisión me ha citado a una entrevista que será grabada. En una oficina se improvisa el set y, frente a la cámara, escucho diversas preguntas sobre el tema de la violencia extrema, en este caso, de índole criminal.
Respondo a mi interlocutor en defensa de lo que denomino “tesis Sontag” : debemos permitir que las imágenes atroces nos persigan (cf. Ante el dolor de los demás). Son una forma de autoconocimiento. La censura sólo juega a favor de la manipulación de la realidad, que encubre corruptelas, ineptitud, ineficacia e irresponsabilidad de las autoridades.
La entrevista termina y me piden que tome asiento frente a una pantalla : atestiguaré unas imágenes. La misma cámara que grabó mis respuestas es colocada frente a mí. La coacción se muestra flagrante. Me acuerdo del cine-ojo de Dziga Vértov y de sus preceptos (objetividad, espontaneidad, exactitud, retacería sujeta a un montaje ulterior) y acepto el lance porque, enseguida, advierto que el episodio que viene será una especie de prueba a la que debo someterme. Mientras tomo asiento, las imágenes corren.
Me veo a mí mismo como aquel personaje de la película La naranja mecánica de Stanley Kubrick, al cual le aplican una terapia dirigida para que, a partir de la exposición a escenas de violencia extrema, desarrolle un rechazo instintivo a ellas.
Observo las imágenes : en un espacio ignoto, amplio y bien iluminado pende del techo una persona, la cabeza hacia abajo. Su corpulencia deja entrever que se trata de un hombre, que está cubierto por completo de plástico o de tela gris, atado con cinta flexible de color plateado a la altura de los pies, de las rodillas, de la cintura, del cuello. Le rodea media docena de sicarios con uniforme de tipo militar color verde cubiertos con pasamontañas negros, las armas en las manos. Resguardan la tortura. Un sicario mayor está al frente y dirige las acciones. El sonido de la grabación es malo. La víctima intuye lo peor, y se agita en movimientos desesperados. Grita o gime.
La cámara que registra la escena se reproduce en mis ojos frente a la cámara que me graba a mí como observador. Trampantojo ante lo anómalo. El sicario mayor, en vez de pasamontañas, lleva un máscara de horror blanca y negra de The Punisher (El Castigador, creado por Marvel Comics), un personaje que amenaza, extorsiona, secuestra, tortura y mata en nombre de su voluntad de castigo. Detrás de la máscara de The Punisher, en la tira cómica, una calavera con cuencas de ojos felinos y dentadura larga, está un hombre experto en artes marciales, armas, contraterrorismo y tácticas militares que busca vengar la muerte de su familia por criminales. La apropiación carece de trucajes.
Al lado del sujeto con la máscara de The Punisher hay otro que funge como ayudante y que blande un machete. Ambos se acercan a la víctima a la altura de sus genitales : emprenden la emasculación. La víctima se convulsiona. Sus aullidos suenan distantes. Los sicarios arrojan al suelo el órgano que acaban de mutilar, la sangre corre, salpica, mientras ellos dialogan, concentrados en la tortura.
La cámara busca registrar mis reacciones. Comprendo su juego : me mantengo sin parpadear, fijo en las imágenes. Estoy dentro de ellas.
Mi memoria recupera la noche que fui secuestrado y torturado en la Ciudad de México por un grupo de criminales que buscaba detener con sus amenazas y palizas mis investigaciones periodísticas sobre los asesinatos de mujeres en la frontera de México y EEUU. Como consigné en mi libro Huesos en el desierto, el 15 de junio de 1999 fui asaltado en la Ciudad de México en un taxi, que abordé una noche cuando me dirigía a mi casa.
En el trayecto hacia mi domicilio, el taxi se detuvo de pronto a un lado de la avenida. Al instante, se aproximaron dos sujetos armados. Me ordenaron cerrar los ojos, sentarme en la parte media del asiento. El taxi arrancó, el conductor era cómplice. Sólo debía responder si me preguntaban algo. Comprobaron mi nombre y que yo era periodista en las identificaciones que llevaba.
Sufrí maltratos verbales, golpes en el pecho, rostro y cabeza con las cachas de sus revólveres. Anunciaron que me aniquilarían en un paraje solitario del sur de la ciudad. El taxi se detuvo de nuevo para que bajara uno de los sujetos y otro –El Jefe, le decían– me abordara. Éste reanudó la rutina de puñetazos, codazos y amenazas de violación sexual y de muerte y me produjo heridas en los muslos con un “picahielo” durante cerca de una hora.
El paso muy próximo de una patrulla con sus luces de vigilancia encendidas, que pude notar a través de los párpados cerrados, disuadió a los atacantes de continuar su tarea. Me ordenaron que limpiara la sangre que cubría mi rostro, me abandonaron en una calle solitaria en el perímetro en el que me secuestraron e insistieron que debía guardar silencio y nunca denunciar ese ataque. En cuanto pude, acudí a presentar la denuncia y luego acudí a ratificarla. Las autoridades no investigaron nada al respecto.
En el momento del secuestro, se abrió una grieta en mi vida que continúa allí, inexorable, y me sobrevivirá. El acto de ser blanco de un delito, de un abuso, de una atrocidad tiene un signo irreversible y vasto. La ruptura del orden cotidiano de la persona por un hecho violento produce la anamorfosis de la víctima donde la vida se trastorna y adviene una perspectiva perversa : la caída dentro de lo abyecto que trasciende el orden legal.
Después de aquel ataque, comencé a perder la memoria y el habla debido a los golpes : sufrí un hematoma entre el cerebro y el cráneo. Fui sometido a una intervención quirúrgica de urgencia para recuperar la salud.
Con el tiempo, continué mis investigaciones y, meses después, volví a sufrir otro secuestro y amenazas semejantes por la misma causa : “el comandante” me advertía que tuviera cuidado, que “yo entendería de qué se trataba”. “No le vamos a golpear”, advirtieron, “nosotros no estamos drogados”. Se limitaron a una tortura psicológica que insistía : “el comandante ordenó que le dijéramos que tenga cuidado, ¿lo ha entendido ?”. Una y otra vez durante más de media hora. Luego me liberaron en una calle bajo la amenaza de no mirar atrás.
Volví a continuar mis pesquisas, que apuntaron a denunciar complicidades entre gente poderosa, funcionarios, policías y criminales allá en la frontera. Las autoridades mexicanas se negaron a indagar tal información.
Al publicar Huesos en el desierto sufrí nuevas amenazas de muerte y de desaparición. A pesar de todo, me siento afortunado. Desde el año 2000 hasta la fecha, han sido asesinados 84 periodistas en México. Cayeron en el desamparo absoluto. Sus muertes permanecen impunes. Este agravio pide cuestionar los fundamentos del Estado y recordar que, ante todo, sin periodistas es imposible el periodismo. Su vida es lo más valioso.
La guerra contra el tráfico de drogas en México ha ocasionado entre 70.000 y 120.000 muertos y desaparecidos (la inexactitud de la cifra es parte del problema institucional). Cada una de esas víctimas implicó su propia experiencia de anamorfosis. La violencia extrema que absorbe a la gente en el momento preciso de convertirse en víctima de una atrocidad.
Pero la tortura criminal que escruto nada tiene que ver con la literatura : atestiguo un ritual bárbaro realizado con el fin de trasmitir pánico y alardes de supremacía vengativa. A mi alrededor, el camarógrafo maneja su lente y encuadra, lo sé por su accionar, un acercamiento a mis ojos. Me mantengo inexpresivo. En la escena, los sicarios manipulan una sierra eléctrica contra el cuello de la víctima : su cuerpo es ya una masa de carne convulsa. Los sicarios terminan su tarea en pocos segundos, y muestran a la cámara la cabeza cortada de la víctima. El cuello chorrea sangre. Las imágenes se disuelven en la negrura. El silencio se abre : la prueba se ha consumado. Mi memoria me devuelve al papel de víctima.
En mi libro El hombre sin cabeza presenté una entrevista con un sicario, experto en decapitar a sus víctimas. El encuentro fue posible gracias a un intermediario compartido por ambos. Y el resultado es un testimonio estremecedor sobre los usos rituales de la violencia bajo la creencia en La Santa Muerte, un culto popular que fue adoptado por traficantes de drogas, soldados, policías, criminales, marginados y pobres en zonas suburbanas del país.
En el caso de aquel sicario, como él mismo relató, una vez que decapita a su víctima recoge una muestra de la sangre derramada en un frasco para ofrendarla en un rito especial a La Santa Muerte, acompañado por su jefe en el grupo criminal. Aquello alude al umbral siniestro que puede intuirse cada vez que se atestigua una imagen cruel, y une el accidente con la mutación anímica de la víctima.
En octubre de 2014, en un quiosco de periódicos en la calle, atisbo una revista en la que una leyenda advierte que la edición “No es apta para las buenas conciencias”. Adquiero un ejemplar, llego a casa y observo sobre mi escritorio las imágenes de violencia extrema que cubren sus páginas. Digo a mis ojos : “¡ahora sí, desgraciados, gozad a gusto de tan magnífico espectáculo !”.
Ciudad Juárez, Chihuahua : tres hombres y una mujer yacen muertos a la orilla de una avenida, rodeados de peritos forenses ; Cuernavaca, Morelos : un hombre está tendido, el rostro y las manos atadas con cinta plástica, sus manos juntas parecen imitar el gesto de un rezo ; Uruapan, Michoacán : en una ladera de montaña, al lado de una carretera, una decena de cuerpos ensangrentados reproducen la figura de un túmulo ; Culiacán, Sinaloa : en una escalinata al borde de una acera, dos hombres están caídos por un tiroteo del que, por sus posturas finales, se deduce que quisieron huir, la carne deshecha por las balas de alto calibre ; Boca del Río, Veracruz, una veintena de cuerpos de hombres y mujeres ejecutados muestran las manos y los pies atados con cinta blanca, desnudos y semidesnudos en el paso de peatones de una zona urbana ; Torreón, Coahuila : cuatro cabezas cercenadas se alinean contra el cristal delantero de un coche ; Mérida, Yucatán : un amontonamiento de cadáveres decapitados alterna los cuerpos con mantas, los tatuajes de la piel de las víctimas se alterna con los dibujos textiles de éstas ; Oaxaca, Oaxaca : una cabeza masculina está puesta en medio de un puente peatonal sobre un aviso con amenazas a un grupo rival. Carne desgarrada, sangre que corre, mutilaciones, abyección.
Las imágenes de violencia extrema por las ejecuciones entre criminales y traficantes de drogas se vinculan con la imposición de la subcultura de la violencia por parte de la alegalidad del propio Estado, que incluye la corrupción, la ineficacia, la ineptitud y la irresponsabilidad de las autoridades.
La reflexión, sin embargo, atañe como desde la antigüedad a los asuntos de la polis, de la ciudad Estado, de la política.
Aquellas imágenes van más allá de las circunscripciones criminológicas para reflejar el factor que subsume la postura moral, estética o ética, los desastres de toda guerra, violencia de Estado o crueldad : su peso político. Y convocan a la urgencia de combatir las causas de la violencia extrema.
Reflexionaba sobre el contenido de las líneas anteriores cuando las noticias traen casi en forma simultánea tres sucesos que reafirman la insistencia de la anamorfosis en México :
1) la ejecución de al menos 15 personas en un supuesto enfrentamiento con 22 presuntos delincuentes con el ejército mexicano en Tlatlaya, Estado de México, el 30 de junio y el 1 de julio de 2014, cuya investigación señala a un oficial y a tres soldados (de siete que participaron) como presuntos responsables ;
2) el secuestro, la tortura y el asesinato de 6 estudiantes en Iguala/Ayotzinapa, Guerrero, y 43 desaparecidos, el 26 y el 27 de septiembre de 2014, a manos de policías y criminales en complicidad con el gobierno municipal ;
3) durante el verano de 2014 se hallaron 46 cuerpos, 16 de ellos de mujeres, al drenar un canal de drenaje en Ecatepec, Estado de México, cerca de la capital del país ; al saberse de estos hechos, las autoridades buscaron minimizarlos u ocultarlos. Cada uno de estos casos tiene peculiaridades que merecen un breve examen.
En México, las Fuerzas Armadas practican la tortura y vulneran los derechos humanos por hábito, como han denunciado diversos organismos internacionales o civiles. Un batallón de soldados puede someter a tiros a un grupo de presuntos delincuentes y simular que su ejecución se dio en un enfrentamiento, alterar la escena del crimen, colocar armas en manos de las víctimas, mover sus cuerpos y amenazar de muerte a sobrevivientes o a testigos.
La sangre salpicada en los muros y los disparos a quemarropa delatarán las ejecuciones, a la vez que la voz de la testigo sobreviviente denunciará lo que aconteció. La denuncia, así sea en susurros, en voz baja o pausada, se convierte en un grito insoportable, a semejanza del estertor de las víctimas, o de sus familiares al saber de la muerte vil de sus seres queridos.
Sobre todo, la muerte violenta expone el espectáculo de la barbarie del que muchos quieren huir o desviar la vista y el oído. Y, en cambio, elegirán la censura, el silencio, el velo bello o trivial tendido sobre la crueldad como precepto ético y estético, que termina por contribuir a la continuidad de la barbarie existente.
Las manchas de sangre permanecen ahí, en su disformidad que se concentra en los muros o en la piedra conforme pasa el tiempo. Y aunque se limpien, queda un aura sutil e imborrable. El polvo se disuelve con el tiempo, el relámpago se pierde con el trueno, pero la sangre se impregna en la naturaleza y en la memoria humana.
En el secuestro, palizas, tortura, desaparición y asesinato de los estudiantes de una escuela normalista en Guerrero, se distingue el caso de Julio César Fuentes Mondragón. Este joven, aterrado ante el acoso policial que disparaba armas de alto calibre contra él y contra sus compañeros, echó a correr desesperado sólo para caer en manos de los policías.
Su cuerpo apareció horas después en una zona industrial de Iguala : le desprendieron un globo ocular, le desollaron el rostro y murió por fractura de cráneo. La anamorfosis como retruécano salvaje que funde y delata a la víctima y el victimario : te arranco los ojos para que no me veas ni veas lo que hago de ti, ni siquiera puedas verte a ti en el instante final, ni puedas comprender lo que te haré : mi anonimato es tuyo, te desprendo de tu rostro y te convierto en mí mismo.
Desde años atrás, me consta que la vida pública de México se desarrolla bajo la arquitectura abyecta edificada por sus poderes económicos y políticos. La crisis actual del país comenzó a gestarse en la década de los años ochenta del siglo XX, cuando la modernización de la economía y del Estado implantó una reforma neoliberal que al inicio del siglo XXI se transformaría en un proceso ultraliberal de absorción de México por parte de Estados Unidos de Norteamérica.
Tal reforma fue incapaz de contener sus propios efectos perversos en el edificio institucional : pobreza, desigualdad, corrupción, ineficacia, ineficiencia, opacidad, entre otros males. La consecuencia fue el crecimiento de la economía informal y sumergida, sobre todo, el tráfico de drogas ilícitas y el blanqueo de dinero producto de tales actividades, lo que fortaleció el auge del resto de las industrias criminales : secuestro, extorsión, trata de personas, contrabando, piratería, explotación de niños, niñas y mujeres, el delito común, etcétera. Serían los cimientos de la arquitectura abyecta.
A principios de 1982 se hallaron doce cuerpos en el emisor central del drenaje en el río Tula, Hidalgo, cerca de la capital del país. Pertenecían a los miembros de una banda de origen colombiano que traficaba cocaína en la Ciudad de México y que realizaba asaltos a sucursales bancarias.
Un grupo de policías, formado a imagen y semejanza de los integrantes de la policía de Estado y bajo el mando directo del jefe de la policía metropolitana, detuvo a veinte delincuentes, liberó a ocho a cambio de dinero y golpeó, torturó durante días y ejecutó a doce, para luego arrojar sus cuerpo a las aguas negras.
Tres décadas más tarde, aquel modus operandi se reitera una y otra vez en México. Decenas de miles de personas, mexicanos o provenientes de países de Centroamérica, han desaparecido sin que las autoridades tengan siquiera un registro de ellos. La arquitectura abyecta atrae a sus víctimas, las somete de antemano, las hunde en sus anfractuosidades, las hace desaparecer o las aniquila sin que muchas veces queden huellas. La colusión entre el aparato institucional y el crimen organizado extermina hasta la memoria.
El hallazgo de 46 cuerpos en un canal de drenaje en el verano de 2014 refrenda una certeza : a pesar de tantos cambios recientes en el ámbito policial, judicial y penal, las atrocidades continúan, la impunidad de los delitos esplende sus rayos grises u oscuros y es asidua la falta de respeto a los derechos humanos.
La situación mexicana de hoy es mucho más que una película de buenos contra malos, de policías contra ladrones. Implica la dimensión del Estado y su gravedad tiene un alcance generacional que las clases dirigentes e incluso diversos intelectuales prefieren obviar.
Y regresaron al uso cotidiano de palabras que parecían ya muy distantes : sangre, plomo, guerra, policía, ejército, asesinados, desaparecidos, muerte, peligro, daño, terror, barbarie. Como se sabe, todo desgarramiento profundo implica un episodio traumático. Y registra una etapa de duelo, que, en este caso, tiene dos grandes vertientes : la certeza frente a las ilusiones perdidas, siempre pospuestas (un país pleno, cosmopolita, moderno, de “pureza” estética, carente de contrastes, en suma, la lisura de las aspiraciones) y el proceso de asimilación de una realidad contradictoria, indeseable, molesta.
El poeta mexicano Javier Sicilia, que practicaba una militancia civil contra el asesinato de su hijo, que menguó poco a poco al decepcionarse de las promesas vacuas de políticos y funcionarios, terminó con su silencio poético. Javier Sicilia se despide de su hijo y de su obra poética : “Ya no hay más que decir/ el mundo ya no es digno de la Palabra/ nos la ahogaron adentro/ como te asfixiaron/ como te desgarraron a ti los pulmones/ y el dolor no se me aparta/ sólo pervive el mundo por un puñado de justos/ por tu silencio y el mío/ Juanelo”. En el gesto resuena el libro Génesis (XVIII.28 y ss) y el tema de los justos que evitan la catástrofe final al mismo tiempo que la idea de T.W. Adorno acerca de que no se puede escribir poesía después de Auschwitz. Una respuesta personal del poeta que se circunscribe a su intimidad, pues de otra forma se negaría el valor inmanente y trascendente de la Palabra, que perdura contra todo acto de barbarie.
En 2014 se descubrieron unas cien osamentas en fosas clandestinas en Guerrero y, en 2015, se informó de 60 cadáveres en podredumbre en un crematorio abandonado en Acapulco.
Estos dos sucesos obligan a la reflexión y a la denuncia enérgica del “rebasamiento” de todo límite por parte del Estado y del gobierno en México : su permisividad y sus omisiones ante el crimen organizado, su tolerancia del exterminio. Desde 2012, cada dos horas desaparece una persona en México.
Cultura es tiempo y es memoria. La vida y la muerte de las miles de personas caídas o desaparecidas en los años de la guerra y de la violencia mexicanas al inicio del siglo XXI merecen un registro digno y plural.
Cuando en el futuro pocos recuerden a esas víctimas de la barbarie, estarán allí los relatos, las crónicas, los testimonios, las novelas, los ensayos, los poemas, los filmes, las fotografías, la música, las obras de arte, las publicaciones con los datos necesarios de una tragedia tan personal como colectiva. Es lo menos que les debemos a los muertos : la gratitud de su existencia. Sin su compañía circular, el futuro será inviable para todos nosotros. Mientras tanto, la vida, siempre la defensa de la vida.