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“GUERRA CONTRA las drogas”

El Estado mexicano retrocede frente a los carteles

mercredi 22 août 2012   |   Jean-François Boyer
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La campaña presidencial mexicana ha estado marcada por un movimiento estudiantil inédito que denunciaba el apoyo de los grandes medios de comunicación privados a Enrique Peña Nieto, candidato del Partido Revolucionario Institucional (PRI, centro-derecha). Se ha confirmado sobre todo la principal preocupación de la población : sobrevivir a la violencia cotidiana desencadenada por el tráfico de drogas.

Los policías que entraron en la madrugada del 7 de noviembre de 2011 en la cárcel de Acapulco, la gran ciudad turística del Pacífico, no podían creer lo que veían : una veintena de prostitutas dormían en las celdas junto a los detenidos. La requisa que se realizó luego reservaba otras sorpresas : decomisaron un centenar de kilos de marihuana, televisores, lectores de CD, gallos de pelea e incluso dos pavos reales, animales de compañía favoritos (junto con el jaguar) de famosos narcotraficantes.

La anécdota resulta reveladora. Lenta pero ostensiblemente corroído por el crimen organizado, México ya no controla sus cárceles, ni vastos sectores de su territorio. Los narcos ya no se conforman con abastecer el mercado estadounidense de cocaína (1), anfetaminas y marihuana, corromper para proteger su negocio y masacrarse entre sí. Tras seis años de una “guerra” contra el tráfico de drogas lanzada por el presidente Felipe Calderón –preocupado por recuperar su prestigio mancillado por las acusaciones de fraude electoral en las elecciones de 2006–, que moviliza a más de cuatrocientos mil policías y cincuenta mil soldados, los narcos amenazan hoy al Estado y sus instituciones de norte a sur de la República.

Las principales víctimas de los mafiosos son las policías –municipales, regionales (2) o federales–, porque los persiguen o colaboran con sus competidores. Estos dos últimos años, las emboscadas se han multiplicado. La más espectacular se produjo en abril de 2011 en la autopista de Occidente que une Ciudad de México con Guadalajara, una de las carreteras más transitadas del país. Bajo el fuego de fusiles de asalto y lanzagranadas, un convoy de varias patrullas de la policía federal tuvo que darse a la fuga. En Guasave, a 150 kilómetros de Culiacán, la capital del Estado de Sinaloa, los pistoleros diezmaron sin piedad a la escolta del jefe de Seguridad Pública : doce muertos entre sus guardaespaldas. En 2011, en el Estado de Tamaulipas, los sicarios de los carteles rivales del Golfo y de los Zetas ametrallaron sucesivamente las sedes del Ministerio Público de dos grandes ciudades, Ciudad Victoria, capital del Estado, y Ciudad Madero, principal terminal petrolera del país, y causaron numerosos heridos entre los funcionarios.

Los carteles ya no dudan en enfrentarse a los convoyes del ejército o a la Marina en las regiones donde gobiernan de hecho. Es el caso de “La Familia” en la región de Tierra Caliente, en el Estado de Michoacán, o los Zetas en el noreste del Estado de Tamaulipas. Estas dos organizaciones paramilitares actúan la mayoría de las veces en ­represalia, tras la ejecución o encarcelación de alguno de sus jefes. La violencia de los enfrentamientos demuestra que el crimen organizado dispone actualmente de armamento pesado –capaz de hacer frente a blindados y ametralladoras– y de sistemas de comunicación ultramodernos que le permiten conocer los movimientos del adversario. ¿Cómo los obtiene ? De la manera más legal del mundo, en las armerías estadounidenses, o más discretamente, a través de los vendedores de armas por Internet.

La oficina de la Procuradora General de la República (PGR), Marisela Morales, hizo un balance de las pérdidas registradas por las fuerzas del orden de diciembre de 2006 a junio de 2011 : 2.888 soldados, marinos, policías y agentes de los servicios de inteligencia. El 45% de ellos eran policías municipales, una cifra que sugiere que los municipios, células básicas de la organización política del país, soportan el mayor peso de la guerra. Ya que las mafias pretenden además imponer su ley a los poderes locales ; por la sangre, si es necesario. Para ello, influyen cada día un poco más en el juego democrático y los procesos electorales.

Treinta y dos alcaldes han sido asesinados desde 2006, la mayoría por el crimen organizado. El asesinato del “presidente municipal” (equivalente del alcalde) de la ciudad de La Piedad, en Michoa­cán, en noviembre de 2011, pareció un desafío lanzado al poder central : el hombre era uno de los principales apoyos de la candidatura de la hermana del presidente Calderón, Luisa María Calderón, al cargo de gobernadora del Estado. En las regiones que considera estratégicas, la mafia influye también en las elecciones de los gobernadores. En junio de 2011, la PGR confirmó que el candidato a ese cargo en el Estado de Tamaulipas, Rodolfo Torre Cantú, asesinado en plena campaña electoral en 2010, había sido ejecutado por el cartel de los Zetas, al cual habría negado su protección.

Ninguna institución escapa a esta voluntad hegemónica. Ni siquiera la Iglesia. En julio de 2007, Ricardo Junious, un sacerdote estadounidense de 70 años, pagó con su vida la campaña que impulsaba en los barrios populares de la capital contra la prostitución infantil y la venta de drogas a menores. Un día aparecieron carteles con amenazas a Raúl Vera, el obispo de Saltillo, defensor de la teología de la liberación, en el atrio de su catedral. El arzobispo de Durango, quien había declarado que “todo el mundo, salvo las autoridades” sabía donde se escondía el jefe del cartel de Sinaloa, debió retractarse de sus palabras, precisando a la prensa que en adelante sería “sordo y mudo” (3).

Los carteles aseguran su dominio a través del terror. A finales de 2011, el país vivió semanas de pesadilla. En septiembre, en Veracruz, fueron encontrados treinta y cinco cuerpos sin vida frente a un gran centro comercial. Las víctimas eran delincuentes conocidos por la policía. Una organización bautizada “Nueva Generación” se adjudicó la masacre. La PGR la calificó de brazo armado del cartel de Sinaloa y habló de un ajuste de cuentas con los Zetas. La masacre fue también una advertencia lanzada al Estado : al día siguiente, la ciudad sería sede de una reunión de fiscales de toda la República. Las matanzas se reanudaron en noviembre : dieciséis cadáveres calcinados aparecieron en Culiacán, capital del Estado de Sinaloa, y veintiséis cuerpos fueron abandonados en pleno centro de Guadalajara, la segunda ciudad de México.

En los Estados del norte y el oeste, los sicarios instituyeron un ritual macabro : la decapitación. El diario Reforma contabilizó cuatrocientas cincuenta y tres en 2011. El 13 de mayo de 2012, se encontraron cuarenta y nueve ajusticiados –cabezas y brazos cortados– en la carretera nacional que une Monterrey, la capital del Estado de Nuevo León, con la frontera tejana. Esta práctica amenaza hoy a la Ciudad de México. En octubre de 2011, se encontraron dos cuerpos decapitados a menos de un kilómetro del Ministerio de Defensa, en el corazón de la ciudad. Ya en 2008 y 2009, se habían descubierto cadáveres amputados en la megalópolis, sin que pudieran atribuirse estos hechos brutales a los traficantes. Pero, esta vez, el crimen estaba firmado : un cartón que recubría los cuerpos llevaba la inscripción “La Mano con Ojos”, otra banda que trabaja para los narcos de Sinaloa. En noviembre, otras dos decapitaciones confirmaron que la zona metropolitana ya no estaba al abrigo de la barbarie.

Una de las últimas víctimas fue un taxista. Sin duda trabajaba para una mafia. En un año, más de un centenar de personas que ejercían la misma profesión fueron ejecutadas en Acapulco y Monterrey, la metrópolis industrial del norte. Oficiaban de “halcones”, una suerte de vigilantes móviles, para uno u otro de los grupos que se disputan el control de estas grandes “plazas”. El impacto de las ejecuciones se ve amplificado por los blogs y portales especializados que muestran los vídeos de las ejecuciones filmadas por sus autores.

Entre el temor y la resignación, el país está cansado de contar a sus muertos : 55.671 desde 2006, según el diario La Jornada ; 65.000, según el semanario Zeta ; aproximadamente 47.500, según la PGR. La vida de millones de mexicanos, espectadores pasivos del horror cotidiano, se encuentra convulsionada.

Desde hace dos años, estallan batallas campales en el centro de grandes ciudades como Monterrey, Saltillo, Torreón, Tampico, Acapulco, Veracruz o Ciudad Juárez. La escena siempre es la misma : la fuerza pública localiza a un grupo de narcotraficantes, se lanza a su persecución y dispara sin preocuparse por la gente que realiza sus actividades cotidianas... Los habitantes se encierran en sus casas.

Decenas de pequeños empresarios fueron secuestrados en los Estados del norte. Más de doscientas mil personas abandonaron Ciudad Juárez para instalarse en Estados Unidos o en el interior del país. Grandes pueblos cercanos a la frontera estadounidense, escenarios de enfrentamientos mortales entre los carteles, se fueron quedando sin habitantes. Durante meses, antes de que el ejército tomara finalmente posesión de ellas, Ciudad Mier y San Fernando, dos de los municipios más grandes del Estado de Tamaulipas, se transformaron en ciudades fantasmas. Muy cerca de esta última, en abril de 2011, fueron exhumados 145 cuerpos de varias fosas comunes : migrantes de América Central, en tránsito hacia la frontera norte ; presuntos miembros del crimen organizado ; habitantes de la región. Las víctimas habían sido interceptadas por los Zetas a bordo de autobuses de línea provenientes del sur. Dieciséis policías municipales, acusados de proteger a los asesinos, fueron detenidos. Aunque controladas por el ejército, Ciudad Mier y San Fernando aún no han recuperado la calma.

La credibilidad del Gobierno se desmorona. Cuando, en noviembre de 2011, falleció el ministro del Interior Francisco Blake Mora, víctima según las autoridades de un accidente de helicóptero, la mayoría de los analistas y comentaristas mencionaron inmediatamente la hipótesis de un atentado.

El desconcierto de la opinión pública se alimenta también de las declaraciones oficiales. A comienzos de marzo de 2012, durante la Reunión Hemisférica contra la Delincuencia Organizada Transnacional, la PGR, Marisela Morales, señaló a sus homólogos : “El crimen organizado transnacional ya no es un problema de seguridad pública interna, sino una amenaza para la seguridad global de nuestros países”.

La preocupación crece cuando la población se entera de que las agencias antidrogas estadounidenses –en particular, la Drug Enforcement Agency (DEA)– actúan en el territorio nacional con el aval del Gobierno mexicano, y cuando influyentes personalidades como Jorge Castañeda o Héctor Aguilar Camín mencionan la necesidad de una intervención directa de Estados Unidos en el conflicto, a través de un “Plan Colombia” versión mexicana (4). La guerra contra el narcotráfico reduce de manera evidente el margen de maniobra de México frente a su vecino del norte.

Desde el inicio de la campaña para las elecciones presidenciales que se celebraron el pasado mes de julio, la mayoría de los medios de comunicación y los comentaristas autorizados imputan la responsabilidad de este drama nacional al presidente Calderón. Los más indulgentes (¿o los más condescendientes ?) afirman que se lanzó en esta guerra de manera irreflexiva, sin haber medido el alcance del problema. Otros, basándose en testimonios de ex funcionarios cómplices del tráfico de drogas en la época en que el Partido Revolucionario Institucional (PRI) dominaba el país (1928-2000), sugieren que la “cruzada” de Calderón consolida el dominio del cartel de Sinaloa –del que sería cómplice– sobre sus rivales, en particular, el cartel del Golfo, los Zetas y el cartel de Juárez (5). Finalmente, la izquierda en su conjunto afirma que la militarización del país constituye una amenaza para los derechos humanos y la joven democracia mexicana.

Se impone una breve mirada retrospectiva para comprender por qué la violencia criminal estalló repentinamente a comienzos de los años 2000, en medio de la transición política que vio el fin del (muy largo) reinado del PRI con la victoria en 2000 de Vicente Fox, surgido al igual que Felipe Calderón del Partido Acción Nacional (PAN). Hasta entonces, las grandes organizaciones criminales ligadas al tráfico de drogas –como los carteles del Golfo, Guadalajara, Juárez y Tijuana– operaban a su ­antojo sin afectar demasiado la vida cotidiana del ­país. Gozando de la protección ofrecida por el Estado a su más alto nivel, los cargamentos de droga llegaban sin dificultades a la frontera estadounidense. Viejos Boeing y Caravelle despegaban de Colombia cargados con decenas de toneladas de cocaína y, aunque eran detectados por los radares instalados en América Central por la DEA, ingresaban en el espacio aéreo mexicano, y aterrizaban no lejos de la frontera. Traineras y lanchas rápidas descargaban discretamente los cargamentos en las costas de Yucatán, Veracruz, Sinaloa o Baja California.

A finales de los años 1990, las investigaciones realizadas por la PGR, las principales agencias antidrogas estadounidenses y la jueza suiza Carla del Ponte –encargada de investigar el blanqueo de sumas depositadas en bancos suizos por Raúl Salinas, el hermano del Presidente– revelaron el increíble alcance de la protección de la que gozaba el crimen organizado durante los sexenios de Carlos Salinas (6) y Ernesto Zedillo. Los gobernadores de los Estados de Chihuahua, Morelos, Tamaulipas, Quintana Roo, Veracruz y Sonora, todos miembros del PRI, fueron sospechosos o imputados, al igual que varios directores de la policía judicial, generales miembros del Estado Mayor del Ejército, comandantes de regiones militares, así como ministros. Algunos narcos afirmaban que los secretarios privados de los dos últimos presidentes –así como el hermano del presidente Salinas, Raúl– formaban parte de estas redes. Un documento de la inteligencia militar mexicana que data de 1995 confirma estas acusaciones (7).

A cambio de esta protección generosamente remunerada, el Estado imponía a los mafiosos no atacar a sus rivales y respetar sus territorios. El PRI, el partido-Estado, controlaba entonces suficientemente los engranajes de la Administración y de la fuerza pública para imponer semejante acuerdo, y para hacerlo aplicar desde el gobierno central hasta los municipios, pasando por los gobiernos regionales.

Todo cambió con la victoria de Fox. Tras la derrota del PRI, la mayoría de los altos funcionarios cómplices del crimen organizado fueron ­reemplazados. Al igual que las de 1997, las elecciones regionales y locales de 2000 llevaron al ­poder a gobernadores y alcaldes que ya no pertenecían al PRI. Por primera vez en veinte años, los narcos se encontraban frente a una multitud de interlocutores políticos que, por diversas razones, ya no se sentían obligados por los acuerdos anteriores. Esperando restablecer nuevos circuitos de corrupción en las altas esferas del Estado, debían rediseñar rápidamente otras rutas de “tráfico hormiga”, para transportar la droga. Para controlar estas vías, no existía otro recurso, en el corto plazo, que corromper a los alcaldes y policías municipales que controlaban los puntos estratégicos de los nuevos itinerarios, de la frontera de Guatemala a la del norte. Las reglas de juego cambiaron : los carteles se enfrentaron para adueñarse de nuevos bastiones. México descubrió lo que se denomina la “guerra por las plazas” (8).

La primera gran batalla de este nuevo conflicto se libró en Nuevo Laredo, en 2003, en la frontera entre Tamaulipas y Texas. Durante semanas, los pistoleros del cartel del Golfo se enfrentaron con los sicarios del cartel de Sinaloa ; cada bando contaba con el apoyo de un sector de la fuerza pública. Según Edgardo Buscaglia, especialista en crimen organizado de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), en 2008, el 60% de los municipios del país fueron “capturados o feudalizados” por el narcotráfico (9).

La aparición de una nueva organización acabó de tornar la situación ingobernable. Tras la detención en 2003 del último jefe indiscutido del cartel del Golfo, los Zetas, su brazo armado, se emanciparon de su tutela. Dirigidos por ex miembros de las fuerzas especiales del ejército, adoptaron “una estrategia más mafiosa que narcotraficante”, nos explica Luis Astorga, uno de los mejores especialistas en el tema. Al tener dificultades para instalarse en el comercio de la droga, se lanzaron a otras actividades (extorsión, secuestros, tráfico de inmigrantes y prostitución, juegos clandestinos, contrabando, falsificación...). Su objetivo era simple : extender su influencia al conjunto del país para maximizar su volumen de negocios. Para ello, no dudaron en atacar las plazas fuertes de los carteles tradicionales, aliándose a veces a mafias locales del mismo tipo que entrenaban y asesoraban, como la Familia ­Michoacana, en el oeste del país, en los márgenes de los feudos del cartel de Sinaloa. Tras la guerra por las “plazas”, la batalla por los “territorios”.

La generalización de la violencia no es pues directamente imputable a la decisión del presidente Calderón, tomada en 2006, de lanzar masivamente al ejército, la marina y la policía federal a la represión del crimen organizado. Es consecuencia de una reestructuración que se volvió inevitable por la alternancia política, y del surgimiento de una nueva forma de criminalidad. En cambio, la responsabilidad del hasta ahora presidente Calderón es evidente en otros puntos.

Su gobierno optó por una estrategia errónea. A pesar de los golpes a los estados mayores de las mafias, la “guerra” no redujo el tráfico propiamente dicho : los veintidós jefes narcos detenidos o abatidos durante el sexenio de Calderón –de treinta y siete identificados por las autoridades– fueron inmediatamente reemplazados. El más célebre de los barones de la droga, “El Chapo” Guzmán, estuvo a punto de caer en manos del ejército a comienzos de 2012. Pero, en lo sustancial, nada cambió : en 2011, según el Departamento de Estado estadounidense, el 95% de la cocaína consumida en Estados Unidos seguía pasando por México.

Por otra parte, el gobierno no combatió la corrupción. Ahora bien, allí reside el problema de fondo. Las confidencias de Ismael “El Mayo” Zambada al director del semanario Proceso lo confirman. A la pregunta “¿Por qué la guerra contra el narcotráfico está perdida ?”, el más antiguo de los cabecillas de Sinaloa, sarcástico, respondía al periodista, el 3 de abril de 2010 : “El narcotráfico está arraigado en la sociedad, al igual que la corrupción”.

El gobierno se defiende de esta acusación de manera poco convincente, recordando que en 2010, 1.500 funcionarios y 500 empresarios fueron sancionados por casos de corrupción. La PGR precisa que el 28% de sus efectivos fueron despedidos en los dos últimos años. Pero nada se hizo para convencer a la opinión pública, la clase política y el mundo de los negocios de la voluntad gubernamental de atacar las raíces del mal.

Algunos casos, entre decenas de otros, ilustran la pasividad o la connivencia del poder. Desde hace muchos años, tres ex gobernadores del Estado de Tamaulipas, los ex alcaldes de Culiacán (Sinaloa) y Tijuana (Baja California), así como un ex gobernador del Estado de Sonora –uno de los empresarios más ricos del país– están en la mira de la PGR por colusión con el narcotráfico. Sin embargo, nunca fueron imputados. Del mismo modo, la fortuna amasada por el ministro de Seguridad Pública –que no se condice con sus ingresos de funcionario– fue objeto de innumerables investigaciones periodísticas, sin que ninguna instancia federal investigara oficialmente su caso.

La lucha contra el lavado de dinero no ha dado mayores resultados, aunque se hayan adoptado nuevas reglamentaciones fiscales y bancarias para combatirlo. El Banco de México publicó recientemente cifras preocupantes : durante el actual sexenio, el sistema bancario nacional identificó más de 31.000 millones de dólares de origen ilícito, es decir, un 106% más que bajo la presidencia de Fox (2000-2006) (10). “El dinero sucio se invierte sobre todo en los Estados del Norte, donde aparecen empresas prósperas en los sectores de la construcción, inmobiliario y hotelero. Sería fácil investigar sus ingresos”, nos explica el economista Rogelio Ramírez de la O. El jefe de la Unidad de Inteligencia Financiera de la Secretaría de Hacienda recuerda, por su parte, que la evaluación de las sumas blanqueadas cada año en México aún oscila entre 15.000 y 50.000 millones de dólares, es decir, entre el 3% y el 8% del Producto Interior Bruto (PIB).

Pero es en el terreno de los derechos humanos donde el balance gubernamental es juzgado más severamente. Las Fuerzas Armadas y la policía federal implicadas en la represión resultan culpables de múltiples excesos. Varios civiles fueron asesinados por militares por no detenerse a tiempo ante los cordones del ejército. El general Moreno Aviña, quien comandaba la región militar de Ojinaga, en el Estado de Chihuahua, podría comparecer ante la Corte Suprema para dar explicaciones sobre ejecuciones extrajudiciales de civiles, torturas, incineración de cadáveres, detenciones y allanamientos ilegales. Hasta el momento, la justicia militar se ha negado a iniciar acciones en su contra.

Bravache, un oficial superior destinado a la dirección de la policía de Torreón, declaró a la prensa : “Si agarro a un zeta, lo mato. ¿Para qué interrogarlo ? El ejército tiene su servicio de inteligencia, no necesita información adicional” (11). Una denuncia presentada por el abogado Netzai Sandoval y 28.000 ciudadanos mexicanos ante la Corte Penal Internacional (CPI) de La Haya pone en evidencia más de doscientos casos de torturas por parte de las Fuerzas Armadas. La mayoría de los prisioneros no son presentados al Ministerio Público tras su detención, tal como lo exige la ley, y son interrogados en los cuarteles durante varios días.

El Ministerio de Defensa hizo poco para poner fin a la impunidad de la que gozan sus soldados. De 2006 a 2011, sólo veintinueve fueron condenados, mientras que la fiscalía militar instruyó 3.671 casos de violaciones graves a los derechos humanos. En resumen, el Estado da la impresión de no controlar a su ejército ni a su policía. O lo que es peor, de querer militarizar la sociedad.

Muchos mexicanos se sublevan contra estas prácticas propias de una dictadura bananera de los años 1970, que afectan además la imagen del ejército, una de las pocas instituciones hasta ahora respetada por la mayoría de la población. A lo largo de 2011, el poeta Javier Sicilia, padre de un adolescente asesinado por los sicarios de Cuernavaca, logró reunir a un sector de la izquierda bajo el lema “¡No más sangre !”. Apoyado por la mayoría de las organizaciones no gubernamentales (ONG) nacionales, denunció el mal funcionamiento de los sistemas represivo y judicial. Esta campaña, aunque no haya sido masiva, despertó mayor preocupación en una opinión pública desconfiada, desencantada y cínica. Terminó desacreditando a la presidencia de la República, única institución capaz de consolidar el frágil proceso de democratización de México, lanzado hace doce años con la derrota del partido-Estado que gobernó el país durante setenta años.

La ofensiva de Calderón se volvió pues contra el orden institucional que pretendía defender. El narcotráfico demostró estos últimos años que con o sin la complicidad activa del poder, era capaz de poner en jaque al Estado y controlar una parte importante del territorio. Esta demostración tendrá sin duda consecuencias políticas. Durante la reciente campaña presidencial dominada por los temas de la seguridad pública y la violencia, las imágenes reproducidas una y otra vez en las grandes cadenas de televisión paralizaron cada día un poco más a una sociedad que parecía haber adherido a la idea del regreso del PRI al poder : sólo éste será capaz, dicen, de negociar con el narcotráfico y recuperar la paz... La victoria efectiva del candidato del PRI, Enrique Peña Nieto, que tomará posesión de su cargo el próximo 1 de diciembre, ¿cambiará realmente las cosas en México ? 

(1) Según el Departamento de Estado estadounidense, en 2011, el 95% de la cocaína consumida en Estados Unidos pasaba por México. Según la misma fuente, entre 18 y 20 toneladas de heroína y 16.000 toneladas de marihuana (cifras de 2009) también transitan por el ­país. No existen cifras contrastadas sobre las metanfetaminas.

(2) Se trata de policías que dependen de los gobiernos de los treinta y dos Estados federados que posee el país.

(3) Patrice Gouy, “Des catholiques mexicains se mobilisent contre la guerre de la drogue”, La Croix, París, 24 de julio de 2012.

(4) Hernando Calvo Ospina, “En las fronteras del Plan Colombia”, Le Monde diplomatique en español, febrero de 2005.

(5) Véase el testimonio del ex general Acosta Chaparro, condenado por colusión con el cartel de Juárez y luego liberado por la justicia militar, en Anabel Hernández, Los Señores del Narco, Grijalbo, México DF, 2011.

(6) Véase Renaud Lambert, “Un caballero no tan blanco”, Le Monde diplomatique en español, febrero de 2012.

(7) Cf. La Guerre perdue contre la drogue, La Découverte, París, 2001.

(8) Léase Ignacio Ramonet, “México en guerra”, Le Monde diplomatique en español, diciembre de 2010.

(9) “El narco ha feudalizado 60% de los municipios, alerta ONU”, La Jornada, México DF, 26 de junio de 2008.

(10) Víctor Cardoso, “BdeM : en 2 sexenios panistas el crimen lavó más de 46.5 mil mdd”, La Jornada, 29 de noviembre de 2011.

(11) “Si agarro a un zeta lo mato ; ¿para qué interrogarlo ? : jefe policíaco”, La Jornada, 13 de marzo de 2011.





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