El arte es ‘yo’ ; la ciencia es ‘nosotros’”, dijo a finales del siglo XIX el biólogo francés Claude Bernard. Y al hacerlo, el padre de la medicina experimental se adelantó casi 50 años a su época. Sin saberlo, avizoró un momento bisagra en el que las ciencias, como disciplinas, como profesión e institución, pegaron un gran salto : el instante justo, a fines de la década de 1930, en el que la imagen del investigador amateur, que hacía todo por el amor al pensamiento mismo y trabajaba en su laboratorio únicamente acompañado por sus ideas e inquietudes, comenzó a resquebrajarse.
Como ya lo habían hecho los dinosaurios hace más de 65 millones de años, los científicos solitarios y “de garaje” enfilaron hacia la extinción. Dieron un paso al costado y cedieron la centralidad que hasta entonces ocupaban a la comunidad, a los equipos numerosos de investigadores orientados a unir neuronas y fuerzas para arrinconar un problema y lograr llegar más rápido a un objetivo. El científico solitario que buscaba desentrañar los secretos de la naturaleza había dejado lugar al “grupo de investigación”.
Con la guerra, las bombas, los campos de concentración y las crisis económicas propias de épocas bélicas, una nueva manera de gestionar y hacer ciencia despegó. Había nacido la Big Science, como la bautizó en 1961 el físico nuclear estadounidense Alvin Weinberg, director del Laboratorio Oak Ridge y posterior premio Nobel, para referirse a proyectos científicos “multi” : multidisciplinarios, multinacionales y multianuales.
El cambio, sin embargo, no fue únicamente en la escala de los experimentos. Por primera vez y con un ritmo ascendente y sostenido, el mundo científico se engarzó al mundo político. Presidentes, gobernantes, senadores vieron en él una fuerza pujante, capaz de desestabilizar el tablero (y al mundo) con sus descubrimientos y hallazgos.
Y así fue cómo la ciencia se transformó en una usina, en una industria aceitada orientada a producir sin cesar. Era su hora : a lo largo del siglo XIX, se despojó del aura del hobby, se institucionalizó y hasta se profesionalizó. Ya nadie creía que se “nacía” científico. Más bien, se “hacía” científico. Y para eso hacían falta institutos, universidades, carreras, laboratorios, lugares de entrenamiento para los nuevos trabajadores cuya fuerza no podía rastrearse en sus músculos sino en sus cerebros.
Todo parecía crecer de tamaño. Grandes presupuestos, grandes complejos, grandes expectativas : poco a poco, comenzaban a derrumbarse las barreras que separaban ciencia, gobierno, negocios, ejército, política. Y mientras eso sucedía, las dudas también se multiplicaban : dilemas éticos germinaron como contrapartida de los aires megalómanos y de omnipotencia cuando los científicos contemplaron el poder destructor de la energía liberada por un átomo en pueblos fantasma utilizados como campos de pruebas. ¿Un físico de Chicago debía responsabilizarse por las muertes ocasionadas por sus inventos en el otro extremo del planeta ?
La primera megaempresa científica, evidentemente, fue el Proyecto Manhattan, una iniciativa ultrasecreta ordenada por el presidente estadounidense Franklin Delano Roosevelt, aconsejado por Albert Einstein y Leó Szilárd. En 1939, así, debutó la Big Science en Estados Unidos y, posteriormente, acentuó la disquisición sobre la responsabilidad social de científicos e ingenieros.
A la distancia, los números de este proyecto faraónico que impulsó el desarrollo de la primera bomba atómica siguen siendo gigantes : contó con una inversión de 2.000 millones de dólares de la época, empleó a 125.000 científicos (dirigidos todos por Robert Oppenheimer, John von Neumann y Enrico Fermi) y operó en más de diez centros de investigación (como el Laboratorio Nacional Los Álamos y el Laboratorio Nacional de Oak Ridge).
Y una cifra más : provocó también la muerte de 220.000 seres humanos en Hiroshima y Nagasaki. La ciencia y el mundo habían ingresado en una nueva época con sus leyes y dinámicas propias : una en la que predominó la búsqueda de la rentabilidad inmediata en las aplicaciones, la interdisciplinariedad, el secretismo, y sobre todo, en la que se borraron las fronteras entre ciencia pura y aplicada. Todo tenía que tener una aplicación, un fin medible, cuantificable, efectivo.
Pero el Proyecto Manhattan no fue el primero ni fue el último ejemplo de “gran ciencia”. La invención, en 1946, de ENIAC, la primera gran computadora, con la que oficialmente echaron a andar las ciencias de la computación ; el desarrollo soviético del primer satélite artificial –el Sputnik– en la segunda mitad de los años 1950 ; el programa estadounidense para poner a un ser humano en la Luna en los años 1960, por ejemplo, tuvieron estampadas la etiqueta de la Big Science o “megaciencia”. Es decir, la idea de que detrás de un logro –exhibición del orgullo de una nación– no había individuos aislados sino una comunidad de investigadores, hasta entonces limitada a las coordenadas políticas y geográficas estrictas, pero comunidad al fin.
Así, la figura del científico –como personaje, como trabajador– se encaminaba a diluirse en el anonimato. Su tarea consistía en participar en una causa mayor. Su obra, al final, era la que debía hablar por ellos. No ellos por su obra.
Y mientras esto ocurría, dos mundos que hasta entonces discurrían epistemológicamente por caminos separados se fusionaron : la ciencia y la tecnología se convirtieron en una sola cosa, en “tecnociencia”, en palabras de sociólogos como Bruno Latour y Gilbert Hottois.
La ciencia empujaba los desarrollos tecnológicos y las tecnologías –aceleradores de partículas, propulsores, reactores, supercomputadoras–, a su vez, impulsaban a la ciencia.
Hasta que la Big Science tuvo su primer choque, su primera pausa. Fue una crisis que comenzó a sentirse a partir de 1965 y se aceleró en 1968, con el Mayo Francés, y las protestas de estudiantes europeos y universitarios californianos contra la militarización de la tecnociencia, que se sumaban a las quejas de aquellos que afirmaban que la Big Science no dejaba espacio para la reproductibilidad de los experimentos por investigadores independientes.
Ronald Reagan la revivió en la década de los 1980, pero fue la biología –un campo aún virgen de esta clase de iniciativas– la que finalmente la despertó de su breve siesta en 1990. Con un presupuesto de 90.000 millones de dólares, el Proyecto Genoma Humano desnudó completamente al ser humano, al producir luego de 15 años de investigación el primer borrador del manual de instrucciones de la especie : el código genético.
Hasta que, como si se cerrara un círculo, todo volvió a sus inicios, a la física, la disciplina que en 50 años se acostumbró a trabajar y pensar en grande. El Gran Colisionador de Hadrones (o LHC, según su sigla en inglés), el superacelerador de partículas en forma de anillo ubicado a 100 metros bajo tierra en la frontera entre Suiza y Francia, es el claro ejemplo de que la Big Science está de vuelta. Que regresó con sus peculiaridades : la comunidad científica anteriormente limitada a los científicos de un país terminó internacionalizándose.
En una época en la que, por definición, por características estructurales de la megaciencia, no pueden emerger nuevos Darwin, Einstein, Newton, el científico contemporáneo resalta de la masa por su ambición y arranques frankensteinianos más que por sus resultados científicos.
Bajo la sombra de la Big Science, el investigador acentúa y le da importancia a la hiperespecialización, dejando de lado esa pretensión de conocimiento universal de “hombres renacentistas” de siglos pasados, como Leonardo Da Vinci. Así, las figuras que descuellan en muchos de los casos no son más que construcciones mediáticas frente a la necesidad de ponerle una cara al científico, un personaje aún excéntrico en Occidente.
El LHC no fue la excepción de la Big Science. Esta vez los científicos conjugaron fuerzas en el Centro Europeo de Física de Partículas (CERN) y alrededor de esta megamáquina para hallar los ladrillos últimos de la materia. Y en especial a la partícula más escurridiza y caprichosa de la historia, el hipotético “bosón de Higgs” (comercialmente conocida como “la partícula de Dios”), predicha por el “modelo estandar” de la física y capaz de explicar de una vez por todas por qué edificios, naranjas, automóviles, seres humanos, en fin, absolutamente todo lo palpable tiene masa.
A 50 años del nacimiento de los aceleradores de partículas, se crea así otra máquina de esta estirpe, un artefacto colosal a lo largo del cual se ubican cuatro megadetectores de partículas –llamados ATLAS, ALICE, LHCb y CMS–, que es protagonista con grandes números de fondo : 4.100 millones de dólares de presupuesto y un megaequipo de 7.000 físicos de todo el mundo que analizarán datos durante los próximos 15 años.
La expectativa que precedió el encendido del LHC fue tal que los miedos apocalípticos más ancestrales se multiplicaron. Se publicaron notas periodísticas en las que se aseguraba, por ejemplo, que “el laboratorio LHC tiene un 75% de probabilidad de extinguir la Tierra”. Otras personas –ajenas a la ciencia– afirmaban que el acelerador produciría micro-agujeros negros y al hacer chocar protones a tan altas energías aparecerían nuevas partículas capaces de tragarse de un bocado a la Tierra.
Pero nada de eso ocurrió. De hecho, la mal llamada “máquina de Dios” arrancó con un traspié. En septiembre de 2008, este megaexperimento se descompuso por un error humano.
Un año después, en octubre de 2009, el LHC se puso otra vez de pie, ahora alejado del centro del circo mediático.
La sombra del LHC es tan grande que opaca otros megaproyectos tanto o más colosales. Como el IceCube (el telescopio de neutrinos más grande del mundo, ubicado en la Antártida), el Gran Telescopio de Canarias (el mayor telescopio óptico del mundo), la red de radiotelescopios que busca en el cielo alguna señal de vida inteligente, el telescopio espacial Hubble, y, obviamente, la Estación Espacial Internacional, que da cientos de vueltas al día a la Tierra, con un presupuesto que supera holgadamente los 100.000 millones de dólares.
Son todos ejemplos claros de que la grandeza de la Big Science se encuentra tanto en la exploración de los rincones más íntimos de la materia como en las estrellas.
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