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OTRA EUROPA ES POSIBLE

¿Es posible aún ser “europeo”?

Jueves 31 de octubre de 2013   |   Bernard Cassen
Lecture .

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En las editoriales, la constatación es unánime: los libros sobre Europa tienen mala venta. Este fenómeno no es de hoy, pero sus causas ciertamente han evolucionado con el correr de los años. Durante décadas, la construcción europea era vista como un dispositivo lejano que la masa de ciudadanos –cuando era consciente de su existencia– miraba desde afuera. El tema solo le interesaba realmente a los dirigentes políticos y administrativos, a los empresarios y a algunos profesores e investigadores universitarios cuyos trabajos –dado que permanecían en los límites de la ortodoxia– eran generosamente subvencionados por la Comisión Europea. El único sector de actividad cuyos miembros estaban en su mayoría familiarizados con las instituciones de Bruselas era el de la agricultura en razón de la implementación, en los años 1960, de una Política Agrícola Común (PAC).

Fue solamente a partir del Tratado de Maastricht (1992) cuando la opinión pública empezó a tomar consciencia de una evidencia: en las áreas más importantes, las políticas nacionales no son más que la declinación local de políticas decididas a nivel europeo por los gobiernos a partir de las propuestas de la Comisión –institución que no tiene cuentas que rendir a nadie–, y siempre dentro de una lógica ultraliberal. La creación del euro, bajo la férula de un Banco Central Europeo (BCE) independiente, ha sido la disposición más emblemática de ello.

Una docena de años más tarde, los debates en torno al Tratado Constitucional Europeo (2005) permitieron a un número creciente de ciudadanos apropiarse más aún de la cuestión europea. Y no les gustó lo que iban conociendo de esta forma, como lo prueba, entre otros elementos de evaluación, el triunfo del “no” en los referéndums francés y holandés. Durante mucho tiempo ”objeto político no identificado” –para retomar la expresión de Jacques Delors-, Europa poco a poco se fue instalando en las mentes no solo como un actor central, sino más bien como un actor hostil a las aspiraciones populares, suscitando a su vez un rechazo creciente.

En el transcurso de los últimos cinco años, la gestión de la crisis financiera por las instituciones y los gobiernos europeos no ha hecho otra cosa que exacerbar ese rechazo. El rescate de los bancos y del euro, con la conversión maciza de las deudas privadas en deudas públicas a cargo de los contribuyentes, se revelaron como sus únicos objetivos, cualquiera fuera el precio social a pagar, sobre todo en los países del Sur: explosión del desempleo, reducción de los salarios y las jubilaciones, desmantelamiento de la seguridad social y los sistemas públicos de salud, despido de funcionarios, privatización de los bienes públicos, etc.

El precio democrático no ha sido menos alto. Así lo atestiguan de forma manifiesta, por un lado, la creación de una nueva policía europea, la troika (CE, BCE, FMI) que ya dicta su ley a una media docena de Estados relegados al estatus de repúblicas bananeras, y, por otro, los poderes exorbitantes de censura de los presupuestos nacionales confiados a la Comisión por gobiernos de derechas o supuestamente “de izquierdas” como el de François Hollande. Hablar hoy de soberanía de los pueblos y de sus representantes en el seno de la Unión Europea es un asunto de chiste.

Entonces, ante ese naufragio, ¿cómo seguir siendo “europeos”? La extrema derecha, en franco ascenso en diversos países, ha elegido no serlo más. Pero a falta de replantear los fundamentos de la Europa realmente existente, los partidos del arco democrático, y en primer lugar aquellos que se dicen de izquierdas, habrán, aún más, contribuido a enterrar una idea que tenía un verdadero potencial progresista.





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