El contenido del concepto de “Occidente” ha evolucionado considerablemente a lo largo del tiempo. Mientras que, durante siglos, remitía únicamente a las potencias imperiales europeas en su relación con lo que ellas designaban como “Oriente”, cambió de naturaleza después de la Segunda Guerra Mundial con la incorporación en su seno de Estados Unidos de Norteamérica. A inicios del siglo XXI, Europa dejó de ser su ideólogo y motor, correspondiéndole a partir de entonces dicho papel hegemónico a Washington.
Se acabó el tiempo de los misioneros, de los colonos y de las expediciones punitivas contra “indígenas”, dirigidas por cuerpos expedicionarios en nombre de la “civilización”. No es que el nuevo Occidente haya renunciado ni mucho menos al uso de la fuerza armada, pero lo hace invocando el derecho de injerencia, el deber de proteger, la defensa de la democracia, la lucha contra los totalitarismos y, a partir de los atentados del 11 de septiembre de 2001, la guerra contra el terrorismo.
Esta lista se ve completada, con una dosis variable según las situaciones, por argumentos civiles a menudo más eficaces para asegurar la policía política, económica y financiera del planeta. Estos argumentos se llaman : deuda, medidas de ajuste estructural, buena gobernanza, planes de rescate, Banco Mundial, FMI, acuerdos de libre cambio, OMC, embargo (muy especialmente contra Cuba e Irán), etc. En el continente europeo, las figuras emblemáticas son, entre otras, los acuerdos de asociación económica con los países del ACP (África, Caribe, Pacífico) y, como es de uso interno en la Unión Europea, los planes de austeridad y la siniestra troika.
Hasta finales de la década de 1980, frente a un bloque soviético autodefinido como “comunista” o “socialista” había un Occidente capitalista del cual, por la vía de los conceptos de “Tríada” y de “Trilateral”, Japón también formaba parte a pesar de la geografía. En el medio, un Tercer Mundo heteróclito cuyos favores se disputaban los dos grandes. Todo eso se acabó. El capitalismo, a menudo en su forma más salvaje, se ha extendido a la totalidad del planeta, con los altos burócratas de la URSS convertidos en oligarcas y multimillonarios rojos con asientos en el comité central del Partido Comunista chino.
Occidente ya no se muestra en el exterior como tal, salvo de manera residual, como en el caso ucraniano, donde Estados Unidos y la Unión Europea, así como la Rusia de Vladímir Putin, reutilizan el lenguaje de la Guerra Fría. En otros lugares del mundo, este concepto ya no es operativo. Al no enmarcarse en una oposición ideológica, ha cedido espacio a los enfrentamientos económicos y geopolíticos.
Estados Unidos, principal depositario de la marca Occidente, ha dimensionado su pérdida relativa de poder planetario, y ha emprendido la consolidación de lo que le queda de hegemonía : por un lado, tratando de reclutar una Europa avasallada –y contenta de estarlo– en el proyecto de Gran Mercado Transatlántico, en el seno del cual impondría sus normas ; por otro, llevando a cabo un ejercicio paralelo en Asia, con el Acuerdo de Asociación Transpacífico, del cual China está excluida.
Frente a Rusia, declarada como adversario por dirigentes occidentales cortos de vista, la OTAN proporciona a Estados Unidos la alternativa. De esta manera, su potencia militar puede desplegarse ahora en dirección a Asia, claramente contra China, adversario potencial de envergadura totalmente diferente. En este “gran juego” –para retomar y actualizar la expresión de Rudyard Kipling–, se ruega a los europeos ser solidarios con la potencia imperial estadounidense, permaneciendo como simples espectadores de sus actuaciones.