Hace unos veinticinco años, andaba yo a la pesquisa de grandes escritores para configurar el jurado del premio Juan Rulfo, me vino a la mente el nombre de José Saramago, cuyos libros Memorial del convento, Levantado del suelo y La vida de Ricardo Reis había leído con sumo entusiasmo. Conseguí su teléfono por Carmen Balcells, nuestra agente literaria, y ni corto ni perezoso le llamé. Me contestó una voz alegre y cálida :
— José no se encuentra, pero déjeme su nombre y su teléfono.
— Mire, usted no me conoce, pero mi nombre es Ramón Chao.
— ¡Hombre, Ramón ! ¿Cómo no te voy a conocer ? También conocemos a tu hijo Manu. En esta casa lo escuchamos todos los días. Soy Pilar del Río...
Pilar, claro ; yo había ido a Santa Cruz de Tenerife entre diciembre de 1973 y enero de 1974, enviado por Triunfo, para asistir a la inauguración de Esculturas en la calle, organizada por Vicente Saavedra, presidente del Colegio de Arquitectos de Canarias. Seguro que allí la conocí. Era una jovencita alegre y atractiva.
— Te pongo con José, me dijo.
Muy atento, Saramago. ¿En qué podía servirme ? Declinó la oferta que le hice ; si al menos fuera un concurso en portugués… Encantado y ya nos conoceremos.
El futuro premio Nobel había nacido en la pobre y rústica aldea portuguesa de Azinhaga (palabra que significa “calle estrecha”), lugar de árboles resonantes como océanos, animales resplandecientes y pocilgas cuidadas por un hombre alto, silencioso y enjuto que, sin casi nada, compartía con su nieto las noches de estrellas e historias debajo de una higuera.
Años después coincidimos en un acto celebrado en el Ministerio de Asuntos Exteriores de Francia. Le otorgaban una medalla al fotógrafo brasileño Sebastião Salgado. Entre los invitados se hallaba la escritora y resistente antipinochetista Carmen Castillo, quien inmediatamente organizó una cena en su casa. Allí descubrí a un Saramago muy distinto de lo que me imaginaba a través de su obra contrita, melancólica : él era expansivo, locuaz, afectuoso.
Lo que más me agradó fue su gusto por la ironía, que utilizaba como contrapunto a los acontecimientos que le desagradaban. Con él no se podía especular. Diríase que leía los pensamientos : “Esta expresión sesuda y seca que llevo por el mundo engaña a la gente. En el fondo soy un tipo bueno, con una reconocida franqueza lindante con la socarronería. Pese a todo, trato de evitarlo, para no parecer desagradable : soy un melancólico y un sarcástico, dos defectos muy vulgares y que suelen ir juntos”.
Días después, Pilar y su marido irían a México, para asistir a la Gran Marcha zapatista. Él comprendía muy bien la razón de este movimiento, que exponía en forma doctoral :
“Se puede decir Marcos, sí, claro que sí, Marcos, pero no es sólo él ; es todo un espíritu de resistencia verdaderamente sorprendente. La resistencia de los indígenas siempre ha sido un fenómeno que quizás tenga aspectos incomprensibles para nosotros, pero es finalmente la resistencia de quien está y quiere seguir estando. Creo que más allá de los levantamientos y las luchas armadas hay algo mucho más fuerte : una suerte de conciencia de sí mismo que tiene el indígena y su sentido de comunidad. Cada uno de ellos es un individuo, pero un individuo que no puede vivir fuera de la comunidad, la comunidad es su fuerza, y eso explica que su resistencia haya creado este momento en que nos encontramos. El hecho de que no se haya concretado el intento de eliminarlos que prevaleció 500 años sólo puede entenderse por esa capacidad de resistencia absolutamente extraordinaria que encontró no sólo una expresión solidaria entre ellos, sino también algo que hasta ahora no había sucedido : la solidaridad internacional. Marcos, que no se ve a sí mismo como líder, sino como una ventana a través de la cual se puede mirar todo lo que hay detrás y lo que hay detrás es lo que importa, él no es más que eso, una ventana. Una ventana, una voz, un pensamiento”. Uno de los comensales más politizados allí presentes era la anfitriona, Carmen Castillo, excompañera de Miguel Enríquez, líder del MIR (Movimiento de la Izquierda Revolucionaria), torturado y asesinado por la DINA, la policía política de la dictadura chilena. Yo la animaba a intervenir en la charla, lo que hacía con pertinencia.
— Claro, le contestó Saramago, puede decirse que Marcos se indianizó. Ahí no reside el problema. Eduardo Galeano lo señala de manera luminosa cuando dice que Marcos llegó a la selva y no lo entendieron ; más tarde volvió a entrar y se perdió en la niebla y a partir de ahí empezó a entender porque empezó a escuchar. Y lo que está pasando con esta marcha y con todo lo sucedido desde el ’94 hasta hoy –sin olvidar que Marcos entró a la selva en el ’83– es que esa voz que aparentemente sólo era la de Marcos se convirtió en la voz de los indígenas de México. Y súbitamente toda la sociedad mexicana se encuentra frente a una realidad que sí, que allí estaba, que daba por descontada y que si en 500 años no había cambiado mucho, ¿por qué iba a cambiar ahora ?
— Tú ya habías estado en México, después de la matanza de Acteal. ¿Eso te anima para volver ahora ? — Por supuesto. Allí se me grabó para siempre una pintada que se preguntaba : ¿Que será de nosotros los indios ? Tomé esa pregunta y la amplié : ¿qué será de todos nosotros, indios o no indios ? ¿Qué será de nosotros si la dignidad que queda en el mundo se pierde definitivamente ? Si tenemos conciencia pero no la usamos para acercarnos al sufrimiento, ¿de qué nos sirve la conciencia ? Esa es la crisis que nos afecta ; una crisis moral, y de ella provienen todas las demás.
No necesitaba convertirme. Ya a través de uno de sus contactos, el Sub me había mandado algunos fragmentos grabados de su voz, que difundí en los programas de Radio France Internationale y luego di a mi hijo Manu, quien la utilizó a modo de leitmotiv, entre canción y canción.
De modo que no me convenció, pero al igual que él, decidí asistir a la Gran Marcha que se preparaba desde la selva de Lacandona a Ciudad de México, pasando por casi todo el territorio mexicano. Se lo propuse a la dirección de Radio France Internationale, y en México encontré otra vez a Saramago con Pilar del Río, muy activa ella : asesoraba a los organizadores, les ayudaba a montar las mesas de coloquios, y no dejaba detalle suelto.
Al final de la gran manifestación, el Sub reunió en su cuartel general a cuatro o cinco personas : Danielle Mitterrand, Saramago, José Bové, el dibujante Wolinski, Bernard Cassen (co-fundador de ATTAC con Ignacio Ramonet), éste y yo. Cada cual fue dando su parecer sobre el zapatismo. Yo me quedé rezagado, pues nada tenía que añadir a tantos análisis elogiosos y sesudos. “¿Y Ramón Chao que piensa ?”, dijo él dirigiéndose a mí. “Pienso que tus comunicados son de una calidad literaria excepcional”. “Hombre, es el mejor elogio con que me podías premiar”.
En México, Saramago intervino en varios debates, en particular con Elena Poniatowska y Carlos Monsiváis, su gran amigo, además de ser homenajeado en el Palacio de Bellas Artes. Llamó a los mexicanos a no caer en el desencanto ante la decadencia de la clase política. Siempre, nuestro escritor defendió la causa zapatista aún después del regreso de los manifestantes a Chiapas. Lo hizo incluso en los años 2004 y 2005 cuando el presidente Vicente Fox impulsó el desafuero de Andrés Manuel López Obrador. En un debate se encontró dialogando con Manolo Vázquez Montalbán. Este calificó el planteamiento de Marcos de “espléndido porque se abre la posibilidad de hablar, de que la gente exprese sus puntos de vista. Hoy, con la violencia y la polarización política sobre esta cuestión, no hay posibilidad de dialogar. Por eso yo me apunto a cualquier posibilidad de hacerlo”. Por su parte, Saramago criticó los “bloqueos informativos, que salvo excepciones rarísimas, hacen muy difícil que las palabras de Marcos lleguen a su destino". Incluso denunció que “la manipulación perversa de que está siendo objeto es una de las muchas vergüenzas informativas que vienen intoxicando el mundo”.
Después de lo de México, cada uno volvió a sus casas, los Saramago a Lanzarote y nosotros a París. No nos volvimos a ver hasta marzo de 2004, cuando Pilar y José vinieron a festejar, en torno a Ignacio Ramonet, el quincuagésimo aniversario de la creación de Le Monde diplomatique. Junto a Régis Debray, Eduardo Galeano, Jacques Derrida, Stéphane Hessel, Naomi Klein, Toni Negri, Evo Morales, Joao Pedro Stedile y otros, Saramago electrizó a la sala del Palacio de los Deportes de París con una soflama hondamente política :
— Para acallar insatisfacciones, diremos que la democracia es el menos malo de los sistemas conocidos, y probablemente de todos los que quedan por conocer. Igualmente, ciertas personas aseguran que sin democracia no existen derechos humanos. Olvidan que sin un conocimiento efectivo de los derechos humanos, la democracia nunca pasa de ser una palabra continuamente pospuesta, una esperanza diariamente frustrada.
En conclusión, el Premio Nobel se refirió a la “impaciencia” : Ha llegado el momento de preguntarnos si la salvación de la democracia no reside, precisamente, en la impaciencia de los ciudadanos : impaciencia contra la resignación y el conformismo. Impaciencia contra los que nos han hecho perder la paciencia.
Poco después de la atribución del Nobel, los Saramago volvieron por París, y otra vez Carmen Castillo nos recibió en su casa. Esta vez hablamos, claro está, del premio. ¿Cómo se lo han dado a él, comunista confeso, cuando sabemos el cuidado y orientación política de los académicos suecos ? :
— Os aseguro que fui el primer sorprendido cuando me enteré. Tal vez pensaran que tras el desmoronamiento de la Unión Soviética, yo había dejado de ser peligroso. Y además, quedaban con buena conciencia, aunque ellos no tomaron la decisión. Nadie toma decisiones : las decisiones nos toman a nosotros. Como decía Samuel Beckett : “Esto no es moverse ; es ser movido”. Pero se equivocaron.
Se equivocaron, porque Saramago no rebajó ni una pizca en su posición antiyanqui. La atribución del Premio, más que modular su discurso crítico, lo que hizo fue estimular su conducta e incrementar el alcance de sus palabras. ¿Sigue siendo comunista ?
— El comunismo no existió nunca ; nada puedo decir, porque nadie sabe nada. En la Unión Soviética, el comunismo era simplemente un capitalismo de Estado. Y en China, después, lo mismo, siempre con la complicidad de las potencias occidentales. Me da asco. Las opiniones políticas, de izquierdas o de derechas, brotan de un estado de ánimo. El mío sigue siendo el mismo. Cayó la URSS, cayeron las que llamaban Repúblicas Populares. No cambiaré nunca, por lo menos mientras los norteamericanos no dejen de torturar, de condenar a muerte y ejecutar, de intentar asfixiar a Cuba. — ¿Y América Latina ? Parece ser que allí están pasando cosas.
— Esto nos permite pensar que este inicio de cambio puede ir mucho más allá y penetrar hondo. Es el caso de Venezuela, Argentina, Chile, Bolivia, Brasil, Uruguay. Si ellos, y también nosotros, ayudan, colaboran unos con los otros, no empiezan a poner intereses particulares por encima de los intereses de Latinoamérica, veremos el despertar de Bolívar y de otros que veían a América como un todo.
— En 1987 se publicó en Francia Le Dieu Manchot (Memorial del Convento), tu primera novela, escrita a los sesenta años. Después nos sorprendiste con El Evangelio según Jesucristo. Algunos piensan que detrás de tu materialismo yace una parte de cristianismo.
— No creo en la existencia de Dios. Ante el silencio del universo, el hombre da sentido a ese silencio. ¿Cómo nos han tenido tantos años engañados ; cómo puede ser que dos pueblos se exterminen seguros, cada uno, de que Dios está con él ? No creo en Dios ni nunca conocí crisis religiosas. Pero no puedo ignorar que, incluso sin ser creyente, mi mentalidad es cristiana. No me esfuerzo para no serlo, al contrario de otras personas, ni tampoco que la marca del cristianismo haya desaparecido en mí. Puedo estar fuera de la Iglesia, pero no del mundo que la Iglesia creó. Espero morir como he vivido, respetándome a mí mismo como condición para respetar a los demás y sin perder la idea de que el mundo debe ser otro, y no esta cosa infame.