Las revueltas que recorren el mundo –de Madrid a Lisboa, Atenas, Roma, Nueva York, Túnez, Egipto, Yemen, Turquía y Brasil– han pasado de la indignación a la rebelión y, en algunos casos –muy pocos– han comenzado a plantear una alternativa al modo de entender la política. Las chispas que dieron pie a buena parte de ellas –la carestía del transporte público, la urbanización de un parque público, incluso el suicidio de un joven– pueden parecer anecdóticas (como lo fueron, en su día, el precio del té o del pan, o la carne podrida en un acorazado...), en realidad responden a esa lógica que supo describir Hegel para presentarnos las argucias que impulsan el viento de la Historia. Aun reconociendo su importancia, no es a esos ejemplos de revuelta popular a los que nos referiremos aquí.
En efecto, hay otro tipo de problema, de mayor calado, que halla un tratamiento lúcido y propositivo en el nuevo libro de Sami Naïr, ¿Por qué se rebelan ? Este autor condensa más de treinta años de ensayos sobre la relación entre política, historia y cultura, aplicados al terreno concreto de la evolución de las ‘primaveras árabes’ (en plural). Centrado en el análisis de las razones por las que las revoluciones democráticas en el sur del Mediterráneo –que tanta esperanza levantaron– han dado lugar a la victoria de partidos de obediencia islamista incluso fundamentalista y, acto seguido, a un bloqueo del proceso democrático, ese conjunto de ensayos nos ofrece claves de un problema que, pese a su importancia, pudiera parecernos circunscrito a los países árabes. No es así.
Lo decisivo, lo que hace más importante la reflexión de Sami Naïr es que las revoluciones y contrarrevoluciones árabes son el escenario de un conflicto de enorme trascendencia para el futuro de la democracia misma. Un porvenir que, a principios de este siglo XXI, se revela incierto. Porque el desafío político más importante es el que surge de la evidente colisión entre las exigencias de la democracia y de los derechos humanos, de un lado, y la lógica del mercado global, el modelo neoliberal, de otro. Una contradicción que se hace más clara ante la aparentemente irresistible extensión global de la segunda, mientras la globalización del Estado de Derecho y de la democracia misma parece andar aún en mantillas. Y esa constatación es también una llamada a la responsabilidad. ¿Podemos seguir exigiendo, desde la Unión Europea o desde Estados Unidos, la etiqueta de “verdaderas democracias” que a continuación nos sirve para arrogarnos el derecho a extender certificados de democracia urbi et orbi ? ¿De qué democracia hablamos cuando sostenemos, predicamos, promovemos, la extensión global de la democracia como nuestro objetivo prioritario ? ¿Es una democracia a la altura del desafío de la inclusión igualitaria, del pluralismo ? ¿No es acaso una superchería ? ¿O es que no acabamos con frecuencia en posiciones “realistas” como las de Samuel Huntington o Giovanni Sartori, que acaban vinculando democracia y mercado con el modelo cultural, histórico, de “Occidente” ?
No hace falta volver al molino de la ‘guerra de civilizaciones’ para tener que reconocer que detrás de la pretendida neutralidad teórica del liberalismo político hay importantes presupuestos etno-culturales elevados al estatuto de ‘condiciones universales de la democracia’. Pues a la pregunta acerca de si es posible la democracia y el Estado de Derecho en un contexto cultural ajeno a la tradición judeocristiana (por muy secularizada que se encuentre) y al paradigma de mercado defendido a sangre y fuego por el neoliberalismo económico, nuestra respuesta (como muestran Huntington y Sartori cuyos textos parecen escritos como coartada para buena parte de las cancillerías occidentales) es negativa. El mundo árabe y, de paso, las naciones en las que el Islam predomina, estarían imposibilitadas para esa transición. Item más. El mayor riesgo que la democracia conoce hoy vendría precisamente de la pujanza del Islam, identificado en términos de identidad con el fundamentalismo islámico que estaría detrás de las sospechosas revoluciones árabes, como también de Turquía, pero no de ‘aliados convenientes’ como Arabia Saudí o Qatar. Extra occidente, nulla democracia.
El reciente golpe de Estado en Egipto, que ha dividido a la opinión pública en Occidente, es un buen ejemplo del test que Sami Naïr analiza con su habitual sagacidad. Y es así porque esos acontecimientos (como antes el proceso vivido en Túnez tras la victoria electoral del partido EnNahda) dan la razón, punto por punto, a las tesis del libro. De modo apabullante, el autor muestra cómo, pese a las diferencias, los regímenes derrocados o impugnados por las revoluciones árabes estaban apoyados por las democracias occidentales, en connivencia con el fundamentalismo saudí y de los emiratos del Golfo, y habían dado lugar a un status generalizado de corrupción, incluso de corrupción mafiosa (recuérdese el libro anterior de Naïr). Como ya sucedió en Argelia, en 1989 –cuando el golpe de Estado ante la victoria electoral del Frente Islámico de Salvación (FIS)–, el pronunciamiento, en Egipto, de las Fuerzas Armadas que, tras un volátil plazo de 48 horas, depusieron al Presidente Mursi, derogaron la Constitución y suprimieron todos los poderes. Un golpe de Estado en toda regla. Recibido con mal disimulado alivio desde los ‘bastiones de la democracia’, la Unión Europea y Estados Unidos. Y ese es, en buena medida, el problema.
Es cierto que, en Egipto, como en otros casos, la legitimidad democrática de origen del gobierno islamista nacido de las urnas, se vió gravísimamente afectada por un ejercicio del poder hasta tal punto sectario en lo ideológico y además ineficaz en lo económico, que se pudo percibir la pérdida del apoyo electoral. Pero el procedimiento a seguir (salvo que hablásemos de ‘crímenes contra la humanidad’, de ‘violaciones masivas de derechos humanos’) no es otro que acudir de nuevo a las urnas, o forzar nuevas elecciones por los procedimientos democráticos comúnmente previstos. No ha sido así.
Como argumenta Sami Naïr, se recupera una línea de acción constante en la diplomacia estadounidense. Washington –de cuya ayuda dependen de facto las fuerzas armadas egipcias– ve la ocasión de reforzar la posición de su viejo y leal aliado en la región. El golpe de El Cairo también ha sido apoyado por el wahabismo saudí que veía en los Hermanos Musulmanes un peligro ligado al que representa, para Riad, Hamás y el régimen iraní. Los aliados europeos de Estados Unidos asisten sumisos al fin del experimento democrático egipcio porque prefieren un régimen dictatorial o autoritario, al inquietante desarrollo de una experiencia democrática islámica (no digamos islamista). En resumidas cuentas, no quieren paráfrasis de la democracia cristiana, no vaya a ser que degeneren en paráfrasis de algo que se supone que no existiría en Occidente, el fundamentalismo cristiano. Porque si queremos explicar lo que podría ser el modelo turco, parece que la analogía con la democracia cristiana no es disparatada.
Politólogo y sociólogo, pero también filósofo, Sami Naïr no rehúye el punctum dolens de este desafío. Primero advierte que Occidente ha olvidado hasta qué punto son las redes religiosas de la umma (comunidad de los creyentes) las que han mantenido, en estos países, una alternativa de reconocimiento, de justicia y de dignidad frente a la corrupción, a la desigualdad y a la ausencia de garantías que supone la suplantación de un Estado de Derecho por una mafia de poder. Por eso, la razón por la que se rebelan es esa : la demanda de dignidad, de inclusión, de la garantía del Derecho frente a la arbitrariedad. A lo largo del libro, Naïr insiste precisamente en esa clave : la rebelión, las revueltas tratan de recuperar la dignidad y por eso luchan por el Estado de Derecho. Condición sine qua non de la democracia.
Pero de ahí precisamente, el test que no elude Sami Naïr : si esas revoluciones quieren el Estado de Derecho han de afrontar dos retos de enorme magnitud. Por una parte, una enorme batalla cultural, una Kulturkampf –escribe el autor–, que se está desarrollando (aunque Occidente no la perciba) en el seno de estas sociedades, entre “los defensores del Islam conservador, los poderes políticos autoritarios y una generación de grandes intelectuales modernistas decididos a atajar de raíz los problemas del sistema que defienden los dos primeros”. Una batalla, por cierto que ya se jugó en Occidente, pero –más importante– se juega todavía hoy. En España lo sabemos muy bien.
El segundo reto es el decisivo y tiene mucho que ver con el anterior, pues las dificultades tienen su origen en una ideología (una manera de entender el Islam) que no está lejos, ni mucho menos, de ideologías sostenidas desde otras religiones, desde el fundamentalismo cristiano y aun católico. No habrá Estado de Derecho, ni democracia sin el reconocimiento de la igualdad de derechos para las mujeres (un objetivo frustrado en las Constituciones elaboradas tras las revoluciones de Túnez y, aún peor, de Egipto).
Son los capítulos en los que Sami Naïr analiza y desbarata la coartada ideológica de esa exclusión. Pero el protagonismo ganado a pulso por las mujeres que participan activamente en esas revoluciones, deja claro que no es imposible. Veredicto final del autor : “O la revolución democrática árabe supone también la emancipación de la mujer, su liberación con respecto al relato religioso, o no será una revolución, sino una verdadera regresión con su abominable consecuencia : la opresión de la mitad de la humanidad.”
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