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¿La solución o el problema?

Martes 24 de enero de 2017   |   Bernard Cassen
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A cada gran crisis –ya sea nacional, europea o internacional–, una parte de los dirigentes políticos de los países miembros de la Unión Europea (UE), la mayoría de los medios de comunicación y la totalidad de los representantes de las instituciones de Bruselas (Comisión Europea), de Fráncfort (Banco Central Europeo, BCE), de Luxemburgo (Tribunal de Justicia de la Unión Europea) y de Estrasburgo (Parlamento Europeo) responden al unísono con un eslogan: “hace falta más Europa” o bien “Europa no es el problema, sino la solución”. Es lo que se puede llamar la retórica “europeísta”.

En un primer análisis, esta postura es lógica, ya que problemas de dimensión continental, incluso planetaria –riesgos de desmoronamiento del sistema financiero internacional, terrorismo, grandes flujos migratorios, aumento de las desigualdades que desmiembran las sociedades, calentamiento global, destrucción de la biodiversidad, etc.– no pueden encontrar ni un ápice de solución mediante decisiones de un único Estado, por muy poderoso que éste sea. Ampliar al máximo el círculo de decididores se ha vuelto, por lo tanto, un imperativo.

Algunos de estos problemas son asumidos por las instituciones de la familia de las Naciones Unidas, aunque con logros muy limitados, sin por ello ser desdeñables, tal y como se constató en diciembre de 2015 con la firma del acuerdo de París sobre el clima en ocasión de la COP21. Entre el nivel nacional y el de los 193 miembros de la ONU existe un escalafón intermedio, el de los grupos regionales, como la UE y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), que combina, por lo menos, dos ventajas: por un lado, al agrupar Estados entre los cuales la historia ha creado afinidades facilita la toma de decisiones consensuadas para proponérselas a los demás grupos; por otro lado, contribuye al repliegue de las hegemonías y a la construcción de un mundo multipolar.

La UE es sin duda, y de lejos, el grupo regional más integrado, lo que debería otorgarle –con relación al resto del mundo– una responsabilidad particular, una especie de ejemplaridad. Aún sería necesario que los Gobiernos de sus 28 Estados contasen con un proyecto de sociedad original para proponer y que fueran, si no unánimes, al menos muy mayoritarios en defenderlo. Ninguna de estas condiciones se cumple.

En lugar de constituir un escudo contra los estragos sociales y medioambientales de la globalización liberal, la UE resulta un agente activo de ésta, especialmente por su encarnizamiento en promover el libre mercado en su seno y en sus relaciones con terceros países. El culto al mercado y la omnipotencia de las finanzas no representan un modelo “exportable” fuera de sus fronteras, puesto que ya está instalado. Ahora bien, pedir “más Europa” equivale, en las circunstancias actuales, a darle más poderes a las instancias no elegidas, que son la Comisión y el BCE, y a despojar a los Estados de los estrechos márgenes de maniobra que les quedan para responder a las aspiraciones –no todas progresistas– de sus ciudadanos.

La crisis de la representatividad política que golpea prácticamente a todos los Estados europeos –y cuyos síntomas más recientes son el brexit, el “no” al referéndum propuesto por Matteo Renzi en Italia y el ascenso de la extrema derecha y de la derecha nacionalista– puede en parte considerarse como un “daño colateral” de una forma de construcción europea que, deliberadamente, ha ignorado a los pueblos. A este respecto, la UE, lejos de brindar soluciones, pasa a ser un problema en la medida en que esteriliza a las numerosas fuerzas políticas y sociales que se movilizarían para elaborar alternativas a los caminos sin salida en los que se ha adentrado. 





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