En la mayoría de los países del planeta, la Unión Europea (UE) es percibida como una potencia. Pero en realidad no es una potencia en el sentido tradicional del término, que abarca todas las dimensiones: económica, política, cultural y militar. Fuera de sus fronteras, hay un único dominio en el que la UE dispone de un peso considerable con sus cerca de 500 millones de habitantes y en el que verdaderamente habla con una sola voz: el comercio internacional. La política comercial europea no es, en efecto, incumbencia de los Estados tomados individualmente, es una política común (1). Se define a nivel de la UE y la administra una institución supranacional, independiente de los Gobiernos: la Comisión Europea.
En lo que respecta a otros componentes potenciales de la acción exterior de la UE, el Tratado de Lisboa se encargó de prever un marco jurídico para una política europea de seguridad y de defensa común, así como una función para pilotarla –la del Alto Representante de la Unión para las Relaciones Exteriores y la Política de Seguridad– actualmente ocupada por la italiana Federica Mogherini, quien sucedió a la británica Catherine Ashton. Pero un marco no define un contenido, y éste es tanto más difícil de elaborar cuanto que, en la casi totalidad de los casos, debe ser objeto de una decisión unánime de Estados cuyas trayectorias históricas e intereses geoestratégicos son muy diferentes y a veces opuestos.
A modo de ejemplo, los Estados europeos del Norte y del Este no tienen un pasado colonial y se sienten mucho menos interesados por África que Francia; los Estados bálticos y los de Europa oriental no ven a su gran vecino ruso de la misma forma que Irlanda o Portugal. El Reino Unido, y sobre todo Francia, apoyándose en su escaño de miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU y en su armamento nuclear, tienen aún –pero quién sabe por cuánto tiempo– una ambición planetaria, pero no es el caso de los demás Estados de la UE. La excepción es Alemania, tentada de hacer rancho aparte, no en una perspectiva geopolítica global sino simplemente en aras de sus intereses económicos.
De hecho, sobre algunos de los grandes temas del momento, los europeos están divididos. Es particularmente el caso respecto del papel de Rusia en la crisis ucraniana; el Reino Unido, los países nórdicos y los Estados bálticos están a favor de endurecer las sanciones contra Moscú, mientras que Francia, España e Italia se oponen.
Pero el elemento nuevo es la erosión del atlantismo como denominador común de las políticas europeas. París, más intransigente, se opone abiertamente a Washington en la cuestión del programa nuclear iraní y sobre la actitud a adoptar frente al dictador sirio Bachar el Asad. Más sorprendente aún, lo que subsistía de la “relación especial” entre el Reino Unido y Estados Unidos, parece haber fenecido con la participación de Londres (2) en el proyecto chino del Banco Asiático de Inversión en Infraestructuras, que será en el futuro la competencia directa del Banco Mundial controlado por Washington.
El “frente occidental”, en las manos de la OTAN, y el “frente europeo”, que es su subconjunto en el Viejo Continente, están escindidos. En la gran reconfiguración de las relaciones de fuerza mundiales que se inicia, esto puede significar la oportunidad de redefinir el contenido de una Europa-potencia puesta al servicio de un proyecto que la supera. En primer lugar la lucha contra el cambio climático.
NOTAS:
(1) La zona euro tiene también una política común, la política monetaria, administrada por el Banco Central Europeo (BCE), pero sólo agrupa 19 de los 28 Estados miembros de la UE.
(2) Francia, Alemania e Italia se unieron más tarde a ese proyecto.