“Triunfar tarde no es triunfar ; es alcanzar a la vez la inmortalidad y la muerte”, solía decir Disraeli, según su biógrafo André Maurois. Me lo repitió más o menos igual Juan Carlos Onetti, cuando le pregunté si un día le darían el premio Nobel : “A mí que me devuelvan la juventud ; la cambio por todas las recompensas”, respondió. Barceló no tendrá que esperar la muerte para ser inmortal ; lo era a sus cuarenta y cinco años, cuando se encontraba en el camino medio de su vida : era, a mi entender, el primer pintor vivo que exponía en el Louvre.
El día de la inauguración –“Ilustraciones para la Divina Comedia”– evocábamos una de sus primeras exposiciones, hace más de veinte años, en Son Servera de Mallorca. Allí nos llevó Marietta Llorens Artigas : a su guarida (eso parecía), vecina a la iglesia de Santa Eulàlia de Palma. Eran las doce de la mañana y aún no se había levantado. Nos recibió cargado de amabilidad y de sueño. Y repasamos su vida. De niño era rico de calles y plazas, de amigos, de iniciativas, de peleas y de algunas atrocidades con los animales, a los que perseguía y capturaba para plasmar en los cuadernos escolares el proceso de putrefacción. “Creo que pinto desde que nací, por lo menos desde el comienzo de mis recuerdos”.
Hacía de todo y a la vez, como los adolescentes inquietos. Un día director de cine, al siguiente guitarra electrónica y por la noche escritor. “Incluso soñé con ser explorador y, de una forma más confusa, aventurero, lo que tal vez haya logrado hoy. Con el tiempo, la cosa se fue solidificando de forma natural. Como mi madre pintaba, en casa había óleos, pinceles, telas y libros de arte”. Era una casa tan grande que las tres cuartas partes de ella estaban abandonadas, lo que permitía dedicar varios cuartos a los animales : cerdos, conejos, gallinas y otro para Miquel. Tenía mucha facilidad para inventar imágenes. “Mis amigos de la escuela, y desde muy pequeñito, me las pedían. Y seguí pintando hasta hoy, de modo que no tuve ni que plantearme el futuro”.
El barco que nos llevaría a Francia a mi mujer y a mí saldría a las dos de la tarde, de modo que tuvimos que marcharnos en plena conversación.
Pintor reflexivo, pero con un sistema de ejecución brutal (intentó siempre encontrar el gesto definitivo), Barceló relaciona el uso de los recursos pictóricos posibles con una concepción del arte como terreno de la extrema libertad. “Siempre detesté las estrategias. Todos los reduccionismos y lo que pudiéramos llamar posmoderno para mí está liquidado. Estoy harto de todas esas ideas posmodernas norteamericanas que se intentan trasladar aquí y me parecen un gran error. Hay que inventar nuevos lenguajes. Y esto siempre se logra cuando parece que nada es posible, que llegamos al límite de todo, cuando no se puede creer en nada, cuando se agotaron las ideologías”.
Desde muy joven inicia un inacabable ataque contra las convenciones pictóricas tradicionales y se enfrenta a los dogmas teóricos de la vanguardia más reaccionaria. Cortó pronto con la formación tradicional que tuvo de joven para emprender otra vía. “Empecé a ver pintura académica y luego el Arte Bruto y Pollock. Me gustaba la forma de pintar de éste, que terminó pareciéndose a su pintura. Me fascina esta transformación de un pintor, o de un futbolista, cuyo cuerpo se va adecuando a un objetivo. El Pollock de los últimos años, cuando parecía buscar la figuración a partir de sus campos de energía abstractos”.
Pero al cabo regresó a una pintura más clásica, a finales de los años 1970, cuando no se veía salida para la pintura. Los dibujos de aquellos años nos permiten comprobar la existencia de un gran número de ideas en ebullición, algunas de las cuales se desarrollarán más tarde y otras se convertirán en constantes, como los de 1980, en los que ya aparecen los desnudos y los animales que irán a poblar sus lienzos poco después y que se verán en sus numerosas y provocadoras exposiciones de 1982.
“Recientemente pinté en Canarias peces que tienen salientes como pinchos, como las rascasas. Y entonces, para darle ese aspecto picante, puse el lienzo al revés y salieron esas especies de estalactitas que me recuerdan las cuevas del Drach y de Artà, en Mallorca”.
Recuerdo que, a principios de este siglo, Miquel nos llevó, a mi hijo Manu y a mí, en una barquichuela, por los alrededores de la Colonia Sant Pere, donde tiene una residencia. Se metió entre grutas y peñascos, terminando la aventura en un restaurante de la playa.“Para mí, los comestibles resultan un fenómeno pictórico muy divertido. También, en este sentido, en París empecé a hacer lo que llamaría ‘grispollos’ ; es decir, el repollo gris, las legumbres troceadas. Igualmente pinté ajos, tubérculos que salen de tierras muertas y cebollas”.
Miquel había llegado a ese punto difícil que es la transparencia, que sólo logran los pintores a quienes pintar les produce más placer que cualquier otra cosa en la vida, incluso que triunfar.
“Cuando un pintor piensa en cebollas es porque le gusta pintar : es una ley ineluctable en la historia del arte. Y todos los pintores a los que les gusta pintar acaban pintando, por lo menos, una cebolla o dos. Nunca sabré muy bien por qué razón pinté cebollas. Me dije que si era capaz de pintar una calabaza, un melón o un albaricoque, el hueso de un albaricoque o una cebolla, igual podía pintar una Venus o el infierno. Recuerdo ahora muy bien la desazón de estar pintando cebollas. La cebolla es terrosa por fuera con capas doradas, amarillentas y al cabo traslúcidas y al fin nada. Esa forma como de gota grande que podría ser un dinosaurio en la lejanía o un violonchelo en escorzo se entrometió de repente, y ya podía yo mirar batallas chinas u orgías románticas que me sentía como alguien que ni siquiera era capaz de pintar una cebolla. Y si por milagro –los cuadros que salen es por esa intervención– lograba terminar, pronto me veía otra vez encebollado como si no supiese hacer otra cosa, desesperado por no saber deshacerme de las cebollas. Y venga a borrar y a pintar cebollas. Me iba al mercado, las compraba y las cortaba por la mitad como un cura que ofrece la eucaristía.
No sé si viene al caso, un poema sobre un escritor persa al que le pagaban en oro cada hexámetro y cuyas herramientas de trabajo eran la humillación y la angustia. ‘¡Ojalá hubiese nacido muerto !’, creo que dijo. No nos pongamos dramáticos, pero cuando hace veinticinco años leía con deleite vidas de artistas como quien lee vidas de santos, la humillación y la angustia me asaltaban cuando caían con versos que rimaban convenientemente”.
A finales del siglo pasado asistí con Ignacio Ramonet al estreno en París de El público de García Lorca, con un telón de escena de Miquel que representaba una enorme piel de toro. Ahí nos volvimos a ver, tras largos años y el mismo cariño de entonces.
A principios de febrero de 2007 asistí a la inauguración de un extraordinario retablo cerámico en la capilla del Santísimo de la Catedral de Palma de Mallorca que recrea el milagro de los panes y los peces. Un acontecimiento memorable, que sólo se produce dos o tres veces por siglo y en lugares distintos. Me refiero a la creación de obras de arte místicas. En tiempos pretéritos era pan de cada día, y no es que la fe fuese más honda, sino que escaseaban las instituciones capaces de sufragar tamañas realizaciones. Ahora existen fundaciones que encargan obras de arte para beneficiarse de las desgravaciones fiscales y, cuanto más costosas, menos pagan.
In illo tempore sólo la Iglesia podía asumir semejantes empresas. El papa Julio II encargó la decoración de la Capilla Sixtina al artista más desmesurado del Renacimiento y el más pagano de los católicos. Miguel Ángel Buonarroti empleó cuatro años de su vida y sufrió no pocos disgustos a causa de su abusivo mecenas. Parece blasfemo comparar a Miquel Barceló con Miguel Ángel (el tiempo nos lo dirá), pero, aparte de que ninguno de ellos era creyente (Barceló no asistió a la misa de inauguración, que contó con la presencia de los reyes y de otras personalidades), sus personajes presentaban rasgos coincidentes : robustos, nerviosos, chaparros, de gran sencillez e indomable energía, trabajadores que duermen poco y, a menudo, se acuestan vestidos. Ascanio Condivi, biógrafo de Miguel Ángel, nos refiere esta frase del toscano que podría decir el mallorquín : “Aunque soy rico, siempre viví como un pobre”.
En noviembre de 1899, el obispo de Mallorca Pere Campins pidió a Gaudí que se hiciera cargo de la restauración de la Catedral de Palma. Al cabo de unos meses, Gaudí presentó un proyectó al obispo, que quedó maravillado por las propuestas del maestro. En esta catedral, Gaudí utilizó un nuevo método para dar color a las vidrieras con la intención de ensayarlo para la Sagrada Familia de Barcelona. Consistía en superponer tres cristales de colores primarios (amarillo, azul y rojo). También recuperó los rosetones que estaban tapiados.
Gaudí abandonó las obras de la Catedral de Palma en 1914, después de una discusión con el contratista a propósito de los pináculos de la puerta del Mirador. La muerte del obispo Campins al cabo de poco tiempo hizo que las obras se pararan definitivamente. De modo que, con el barroco del ábside –obra de Antoni Anglès– y el modernismo de Gaudí, sólo faltaba el arte contemporáneo. Por suerte, hubo en Palma un obispo culto y sensible llamado Teodor Úbeda. Se le ocurrió pedirle a Barceló la decoración de la capilla de la Trinidad. Como sus pares se oponían, y viendo la muerte cerca, el prelado dejó dicho que lo enterraran en esa capilla para proteger las obras. Y así fue, no sin que esa treta le evitara a Barceló agarradas con los jerarcas.
El día de la inauguración pensaba yo en la Catedral de Santiago de Compostela, anclada en el medievo con ese matamoros que, cuando el general Mizzian visitaba la catedral, tenían que tapar con una bandera al jinete y a los moros degollados.
Es cierto que no es fácil encontrar arzobispos con las características de Teodor Úbeda. Dos de Compostela que conocí bien, Quiroga Palacios y Rouco Varela, distaban mucho de poseer las cualidades del mallorquín. ¿Pero ahora ? ¿No se puede llamar a un artista gallego para que actualice la obra del maestro Mateo ? Pienso, por ejemplo, que Leiro comparte muchas semejanzas con Barceló. Que le encarguen, por ejemplo, arreglar las falsedades históricas de la fachada que reproduce la Batalla de Clavijo, la Traslación de su cuerpo a Galicia, y que, de paso, rehabilite a Prisciliano… Dinero hay. Que atribuyan a estas obras indispensables el presupuesto de la engorrosa Ciudad de la Cultura y todos saldríamos ganando...
No hace mucho –tal vez tres años–, Miquel empezó a pintar retratos con una técnica especial y secreta. Lo único que puedo decir es que utiliza papel de estraza y lejía a modo de revelador. Lo explicó muy bien el cineasta Eusebio Lázaro cuando presentó su documental sobre el retrato de la crítica de arte Dore Alshston.
Nos saludamos y él me espetó : “Ramón, quisiera hacer tu retrato. Pasa tal día por mi estudio”. Allá fui, en metro, cuya salida se encuentra a unos doscientos metros que hube de caminar. Pronto me entró como un mareo y me caí en plena calle de Rivoli... Me recogieron unos paseantes que insistieron en llamar a una ambulancia. Me negué rotundamente. Volví a caminar, para caerme otra vez. Así tres veces, hasta llegar exhausto al taller de Barceló. “Pero, ¿qué te pasa ? ¿Estás enfermo ? Dejemos el retrato para otro día y llamo a una ambulancia”. Me senté en un sillón que allí tenía ad hoc y no me moví. Tal vez tardó media hora, pero no quiso enseñarme el resultado. “Ahora –me explicó–, la lejía seguirá trabajando durante una semana”.
El taxi me llevó directo a la Fundación Rothschild. Me atendió el doctor d’Hardemare, quien me confirmó, previas visiones internas, que sí : se trataba de un derrame cerebral. “Se puede operar”. “Hombre, ¿me van a levantar la tapa de los sesos ?”. “No, ahora se le hace un agujero con un taladro. Pero beba usted litro y medio de agua al día y vuelva a verme dentro de un mes”.
Al cabo del mes, me miró bien mirado y me anunció : “¡Está usted curado !”.
¡Genial ! Lo que me gustaría, sería poder ver mi retrato. No vaya a ser, demonio, que me dé otro derrame cerebral…