Con diez cañones por banda,
viento en popa, a toda vela,
no corta el mar, sino vuela
un velero bergantín.
Bajel pirata que llaman,
por su bravura, El Temido,
en todo mar conocido
del uno al otro confín.
(José de Espronceda, ‘La Canción del pirata’)
Personaje de Veinte mil leguas de viaje submarino, de Julio Verne, Nemo es, junto con Corto Maltés y Jack Sparrow, el prototipo del filibustero romántico. Capitán del submarino Nautilius, hospedaje de proscritos y símbolo del contrapoder, enemigo resuelto de Inglaterra, recita en prosa lo que Espronceda declamara en verso “Para mí el mar es todo. Su aliento es puro y sano. No pertenece sólo a los déspotas. En la superficie los hombres pueden establecer leyes injustas, luchar en guerras tan horribles como en la tierra. Pero nueve metros más abajo se acaba su reino, cesa su influencia y desaparece su poder. ¡Vivid en el mar ! ¡En él no acepto el mando de nadie ! ¡En el mar soy libre ! Y no hay playa, sea cualquiera, ni bandera de esplendor, que no sienta mi derecho y dé pechos mi valor”.
Antes de enrolarse para la guerra de Troya, Aquiles ya había ejercido labores piratescas. Cuando al cabo de su periplo regresa a Itaca, Ulises se presenta como pirata a su porquero, que no lo había reconocido. El héroe homérico suelta un discurso que hubieran aplaudido Verne y Espronceda : “Lo que más me gustaba eran los remos, los barcos, las flechas, las lanzas afiladas. Esto, y los instrumentos de muerte que hacen temblar al enemigo, era mi alegría. Los dioses me colmaban”.
Homero habla de los piratas con respeto y reconoce que ejercían un oficio peligroso. Tanto la Odisea como las ánforas halladas en el mediterráneo describen la forma de las embarcaciones : largos navíos, con remos y vela, armados de un espolón. Los piratas primitivos copiaban la estrategia de los bandidos : como temían al mar abierto y les inquietaba la noche, se apostaban al acecho en bajura. Emboscados en las numerosas calas, sorprendían al enemigo y lo despojaban antes de que pudiera reaccionar.
Por muy forajidos que fueran, estos hombres no se ensañaban físicamente con sus presas. Capturaban a hombres, mujeres y niños para llevarlos al mercado central de esclavos de la isla de Delos. Los fenicios, víctimas constantes de los griegos, inventaron una artimaña para vengarse con la misma moneda : cierto día, estos “navegantes hábiles pero tramposos”, llegaron a un puerto griego en un barco cargado de joyas, lienzos y abalorios, invitando a las mujeres a subir y comprar todo de saldo. Cuando el navío estuvo lleno de féminas, levaron anclas y desembarcaron la carga en la citada isla de Delos.
Pese a los esfuerzos jurídicos en separar piratería y comercio, Roma no pudo evitar que los hombres de mar se comportasen como negociantes desalmados. Los dálmatas, ligures y cretenses abordaban barcos romanos, dejando a menudo las tiendas sin existencias. El arrojo de los piratas se plasmó en la captura de César, que narra –en Vidas paralelas, Alejando y Julio César– Plutarco. “Fue apresado junto a la isla Farmacusa por los piratas, que ya entonces infestaban el mar con grandes escuadras e inmenso número de buques. Lo primero que en este incidente hubo de notable fue que, pidiéndole los piratas veinte talentos por su rescate, se echó a reír, como que no sabían quién era el cautivo, y voluntariamente se obligó a darles cincuenta. Después, habiendo enviado a todos los demás de su comitiva, unos a una parte y otros a otra, para recoger el dinero, llegó a quedarse entre unos pérfidos piratas de Cilicia con un solo amigo y dos criados, y, sin embargo, les trataba con tal desdén, que cuando se iba a recoger les mandaba a decir que no hicieran ruido. Treinta y ocho días fueron los que estuvo más bien guardado que preso por ellos, en los cuales se entretuvo y ejercitó con la mayor serenidad, y, dedicado a componer algunos discursos, teníalos por oyentes, tratándolos de ignorantes y bárbaros cuando no aplaudían, y muchas veces les amenazó, entre burlas y veras, con que los había de colgar, de lo que se reían, teniendo a sencillez y muchachada aquella franqueza. Luego que de Mileto le trajeron el rescate y por su entrega fue puesto en libertad, equipó al punto algunas embarcaciones en el puerto de los Milesios, se dirigió contra los piratas, los sorprendió anclados todavía en la isla y se apoderó de la mayor parte de ellos. El dinero que les aprehendió lo declaró legítima presa, y, poniendo las personas en prisión en Pérgamo, se fue en busca de Junio, que era quien mandaba en el Asia, porque a éste le competía castigar a los apresados ; pero como Junio pusiese la vista en el caudal, que no era poco, y respecto de los cautivos le dijese que ya vería cuando estuviese de vagar, no haciendo cuenta de él se restituyó a Pérgamo, y reuniendo en un punto todos aquellos bandidos los mandó crucificar, como muchas veces en chanza se lo había prometido en la isla”.
Después, y en épocas distintas, aparecen los vikingos, sarracenos y berberiscos, con su cohorte de horrores. No sé si todos estos merecen el nombre de piratas, aunque hay historiadores que así los catalogan. Por ejemplo, los vikingos –cuyo nombre significa reyes del mar y cuyos drakkars (embarcaciones escandinavas) evocan animales feroces–, no fueron rebeldes, deshauciados o solitarios. La sociedad no los despreciaba ni expulsaba ; formaban un pueblo de amantes del mar, sin llegar a ser piratas en el sentido que le damos aquí. No basta con echarse al agua para ser pirata. Aplicamos criterios más rigurosos. Pueden ser mercenarios o bandidos que no rompen los lazos con la sociedad ni con el rey, quien a menudo los protege.
Mucho antes de la irrupción de los españoles en 1492, ya existía una forma de piratería en el mar de las Antillas. Los Caribes, bizarros guerreros que habían ocupado las islas orientales dándoles su nombre, se lanzaban en piraguas para expoliar a sus vecinos pacíficos, los Arawaks. Pero con el “nuevo continente” que Colón ofrecía a la Tierra, también se inauguraba otra forma de piratería. De los horizontes cercanos del Mediterráneo se pasaba al terror e inmensidad del Océano. Los progresos técnicos –timón de profundidad, gavia, brújula– permitían la navegación en alta mar. Cambió también la mercancía. No sólo se dedicaban al contrabando de objetos valiosos ; también la captura y venta de esclavos africanos, el transporte de especias olorosas a más de oro y joyas que los españoles robaban en América eran sus conquistas.
En la isla Tortuga se instaló en los años 1640-1654 un grupo de colonos franceses cuyo jefe, Levasseur, convirtió a la isla en puerto de escala para los flibusteros, dándoles franquicia para despojar a los españoles. De allí, los aventureros se desparramaron por las costas de la isla Hispaniola, nudo de comunicaciones.
Algunos de ellos se dedicaban a la caza de animales salvajes, que vendían a los corsarios. Con el nombre de “filibusteros” (de una palabra holandesa equivalente a “que hace del botín libremente”) brotan a la luz tropical bandas de jóvenes, terror de los galeones. La isla se conviere en un mito, símbolo de la violencia individual en guerra contra el orden y la sociedad. Al principio eran hombres libres dedicados a la cría y ahumado de ganado (de ahí otro sinónimo de pirata : “bucanero”, “que prepara carne ahumada”). Pero por diversos avatares tuvieron que cambiar sus hábitos por la piratería costera, siendo a la larga asimilados y absorbidos por los piratas propiamente dichos.
Los marineros reciclados merecen varios calificativos, sin que por ello se logre ubicarlos con precisión. Mientras pirata es, según la Real Academia : “Persona que, junto con otras de igual condición, se dedica al abordaje de barcos en el mar para robar”, dícese corsario “del que manda una embarcación armada en corso”. Y corso : “Campaña que, en tiempo de guerra, hacen los buques mercantes con patente de su gobierno para perseguir a las embarcaciones enemigas”. Básicamente, cuando dos naciones entraban en guerra, concedían a buques civiles la llamada “patente de corso” (del latin “cursus”, carrera), una cédula legal que les permitía lanzarse a la carrera, perseguir, atacar y capturar barcos del país contrario.
Resultan sorprendentes ciertos aspectos de la organización de los piratas. Al revés de las sociedades de aquella época, muchos clanes de ellos funcionaban como democracias. Por ejemplo, elegían a sus dirigentes, y a menudo los votantes preferían a un combatiente arrojado que a un personaje aristocrático. Repartían entre ellos el producto de los abordajes a partes iguales ; a veces al capitán le tocaba el doble, pero no más.
Hasta finales del siglo XVIII, muchos filibusteros servirían de escolta a las escuadras francesas, mientras que otros se fueron a piratear en distintas aguas del mundo, especialmente en el océano Índico, concluyendo así el período de la filibustería. El imperio colonial británico fue un criadero de piratas stricto sensu, aún más crueles si cabe que los anteriores. La ferocidad de indios, chinos, filipinos y especialmente malayos, fue proverbial. Sólo se pudieron erradicar sus incursiones por el océano Índico y mar de China cuando las grandes potencias desplazaron a esos mares formidables flotas de combate. Sin embargo, en las zonas del estrecho de Malaca, Indonesia y Borneo, teatro de las aventuras narradas por Emilio Salgari, la piratería sigue vigente hoy, obligando a los barcos mercantes a extremar precauciones y pagar elevadas primas de seguro.
Últimamente, por efecto de la globalización, el botín ya no consiste en barriles de ron. La independencia energética lleva a los piratas a interesarse por los barriles de petróleo. Esta situación hace que 97% de mercancías y 60% de productos del petróleo circulen por mar. Desde hace unos veinte años, los barcos mercantes fueron atacados más de cuatro mil veces por individuos armados de cuchillos, pistolas, sin desdeñar lanza-cohetes y fusiles de asalto. La zona más peligrosa se sitúa hoy en las costas somalíes. La captura en noviembre de 2008 del Sirius Star, superpetrolero saudí, tan grande como tres portaviones, quedará para siempre en los anales de la piratería. Este aumento de actividad se debe a que los clanes tradicionales abandonaron la pesca para dedicarse a los negocios más rentables de la immigración clandestina y de la piratería. A ellos se unieron milicianos dispuestos a todo, armados con radares y kaláshnikovs. Contra toda realidad histórica y social, los analistas occidentales sitúan a la piratería en el mismo marco que el terrorismo, sin pensar en la pobreza que la origina.
El Consejo de seguridad de la ONU adoptó en diciembre de 2008 una resolución que autoriza a los Estados en lucha contra los piratas del Golfo a utilizar su espacio aéreo y perseguirlos hasta Somalia. Ya en 1994 el analista Robert D. Kaplan en The coming anarchy (La próxima anarquía) lanzaba una advertencia que está en vías de realización : “Pobreza, tribalismo, crimen y hambruna van a invadir el planeta. La presencia de piratas en Somalia constituye una ilustración del caos que nos aguarda”.
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