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NI ENERGÍA NUCLEAR, NI ENERGÍAS RENOVABLES

¡Por un descrecimiento energético en España ya !

lundi 2 février 2009   |   Pedro Costa Morata
Lecture .

A pesar de que 2008 ha sido, en España, un año rico en incidentes nucleares, en las centrales de Ascó y Vandellós, los defensores de la energía nuclear aprovechan la crisis ecológica para postularse como solución inocua ante el cambio climático. Por otra parte, las alarmas ambientales mueven a huir de los combustibles fósiles, emisores de CO2, y a optar por energías renovables. Pero el recurso a estas energías ya está siendo monopolizado por el capitalismo financiero de siempre. La actitud del movimiento ecologista español, asumiendo el sustitucionismo renovable, con la entrega a lo eólico y lo solar, da alas a un sector industrial que basa su prosperidad sobre el mito del crecimiento indefinido. La crítica debe alcanzar, también, a estas “energías renovables”, porque fueron despojadas de su capacidad alternativa, es decir, promotoras de una sociedad distinta, restauradora de los vínculos con la naturaleza. Y porque han sido industrializadas y reproducen los mismos vicios energéticos de fondo y forma.

Precisamente cuando más favorable consideraba el sector nuclear que se presentaba la situación para relanzar eficazmente los programas nucleares, después de más de un decenio de precalentamiento, sobreviene la nueva crisis económica y, con ella, la reproducción de los acontecimientos de los años 1973-1974, cuando el inmenso optimismo acumulado por años de crecimiento y culto al progreso tecnológico se vio drásticamente frenado por la caída del consumo y la reacción vigorosa del movimiento social antinuclear.

En este momento el movimiento social mantiene lo sustancial de su potencia del pasado (acrecida en España con las capacidades del régimen democrático, inédito en la anterior gran crisis) ; y la caída del consumo ha sobrevenido a consecuencia de la multiplicación de actos rapaces del capitalismo neoliberal, que ha llevado a la quiebra aparente de la economía financiera internacional.

Rediviva, la coyuntura “aguafiestas” de 1973-74 se repite ahora con la recesión económica : las perspectivas del consumo eléctrico se diluyen (en España, un escuálido aumento de 1,06% en 2008 con respecto a 2007) y la oferta energética habrá de moderarse en cantidad y tipología, desechando aventuras financieras como las nucleares.

Rematadamente antipática, con el estigma de la catástrofe envolviendo sus oropeles, la energía nuclear trata de aprovechar cualquier circunstancia de “vacío” para postularse como solución : en las décadas de 1970 y 1980 ofrecía la independencia ante el agobio del petróleo en manos de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) ; desde los años 1990 pretende ser una opción inocua ante el cambio climático. Como si se pudiese ignorar que esta tragedia climática viene sobre todo causada, desde hace decenios, precisamente por el sector energético, que la promueve activamente con la contaminación de personas y ambiente por sus centrales de combustible fósil. Pero el sector ha negado sistemáticamente la agresión climática (como ahora niega la contaminación electromagnética que genera), hasta encontrar en el comercio de emisiones una nueva oportunidad, tan aberrante como prometedora, de expansión económica. Las empresas, efectivamente, han logrado hacer del clima un rehén de las finanzas.

A la independencia antes, y la inocuidad atmosférica ahora, los nuclearizadores siempre añadieron el mito de los costes favorables, asunto éste que el sector nunca ha conseguido demostrar, y que carecería de fundamento si los poderes públicos se desentendieran del asunto nuclear. Sin reconocerlo, el sector eléctrico español se sintió muy aliviado cuando, en 1983, el primer Gobierno socialista decidió “congelar” cinco reactores en construcción : estaba claro que era mejor (más barato) abandonar las obras que terminarlas. Fecsa, la tercera empresa eléctrica, quebró en 1985 ; y desapareció al no poder hacer frente a su extraordinaria deuda nuclear.

Pero al sector poco parece importarle que ningún aspecto importante del complejo nuclear –en lo económico, en la seguridad– acuse mejora alguna en las últimas décadas, ni se conmueve ante los graves accidentes ocurridos entre crisis y crisis – Three Mile Island en 1979, Chernóbil en 1986 –, a cuya probabilidad se le atribuían valores irrelevantes. La realidad, sin embargo, es bien tozuda, y por eso desde los años 1970 no hay proyectos nucleares en los países occidentales (con la excepción notable de Francia). En la actualidad, en este entorno geo-económico de crisis, sólo Francia y Finlandia llevan a cabo, desde 2005, la construcción de sendos reactores de la llamada “cuarta generación”, el tipo EPR (European Pressurized Reactor) de la firma franco-alemana Areva, con 1.600 megavatios de potencia para construir en cuatro años, con un coste estimado de 2.500 millones de euros. Pero todo está saliendo mal y, por lo que al caso finlandés se refiere (cuya insistencia en la energía nuclear ha impresionado a la opinión ecologista europea por la pretendida sensibilidad ambiental de ese país), el retraso acumulado ya es de dos años y el sobrecoste de 1.500 millones de euros. Francia ha vivido, en julio de 2008, toda una serie de fugas y vertidos radiactivos desde los reactores de la planta de Tricastín situados a orillas del Ródano, sin que se sepa si serán suficientes para dinamizar un movimiento ecologista que fue llamativamente ineficaz en las décadas de 1970 y 1980 frente al programa nuclear francés (con 58 centrales, hoy, que producen el 80% de la electricidad consumida en ese país).

En España, la arrogancia nuclear tampoco ha cedido en 2008, año singularmente próvido en incidentes nucleares de cuidado. Mientras quedaban en evidencia las deficiencias en seguridad de las centrales de Ascó y Vandellós, las empresas propietarias, Iberduero y Endesa, se han negado a incrementar sus gastos en seguridad, poco después de que también se negaran a incrementar el importe de las pólizas de seguro frente a accidentes catastróficos. Una vez más, el Consejo de Seguridad Nuclear, organismo regulador, acepta el desplante y se conforma con anunciar más controles propios ; pero ésto es lo más parecido a una humillación cantada y asumida.

Ante la desesperación del lobby nuclear (singularmente, el llamado Foro Nuclear), que comprueba que su persistente labor de zapa carece de eficacia, las encuestas de opinión pública sobre la energía nuclear siguen siendo negativas desde que se iniciaran en 1986, y entre un 60% y un 70% de españoles siguen rechazando, de forma inconmovible, las centrales nucleares.

La algarada nuclear no cejará, pese a la recesión económica, y la agresividad de este lobby tan montaraz insistirá, en su beneficio, en socavar las posiciones ecologistas angustiadas por la gravedad y proximidad de la crisis ecológica, en la que ha alcanzado prioridad, por sobre toda otra preocupación, el problema climático. Efectivamente, las alarmas ambientales impulsan a las alternativas materiales y directas, y la del clima mueve a huir de los combustibles fósiles, emisores de CO2 y por lo tanto villanos del momento. Pero el recurso a las energías de sustitución ya ha sido asumido, capitalizado y monopolizado por el capitalismo financiero de siempre.

La historia ha dejado escrita esta evolución engañosa : monopolizando la salvación, las energías sustitutorias han dejado de ser alternativas para convertirse en simplemente renovables, es decir, renovadoras del mito y estimuladoras del consumo y la ficción del desarrollo. Y se mantiene la falacia de que el problema energético se resuelve encontrando energías que se vayan sustituyendo unas a otras, sin tomarse en serio el mundo que las configura (a las energías y, más todavía, a las soluciones).

La catástrofe ecológica no es, en puridad, el cambio climático (baza que ahora quiere jugar a fondo el impulso nuclear), sino las pérdidas ordinarias y las amenazas en la vida, así como el concienzudo envenenamiento del futuro. Por eso, la respuesta ha de ser profunda, integral, política. Y en materia energética, especialmente radical ya que ésta es la base del sistema suicida del que no se sale contribuyendo al autoengaño.

Porque fue eminentemente política –ayudada por la coyuntura económico-energética posterior a 1974–, la lucha antinuclear en España consiguió que un programa que preveía 37 reactores con un total 35.000 MW quedara en ocho escuetos reactores y 7.700 MW. Y porque planteaba cambios globales, energéticos en primer lugar pero también ambientales y sobre todo políticos, aquella campaña de conflictos (1973-82) pudo dotarse de una potencia inmensa, que anunciaba la necesidad –explicándola con hechos y con ideas– de cambiar radicalmente el sistema energético-económico, con sus conmociones derivadas.

El conflicto nuclear es eminentemente político (y no técnico, de opciones tecnológicas o económicas, como algunos proclaman y quisieran), y esta politicidad rotunda pone en evidencia las posiciones ideológicas de los partidos políticos institucionalizados, que vienen desatendiendo la sensibilidad ecologista con pasmosa ligereza. En España, el ecologismo inicial (ese que las sucesivas celebraciones de la manida Transición político-democrática ignora, una y otra vez) siempre consideró que la verdadera política la hacía el movimiento social alzado contra el desvarío nuclear, pero sus ambiciones eran globales y constituían cosmovisión : por eso se sentía protagonista de una nueva etapa histórica, tan crítica como apasionante.

La actitud de buena parte del movimiento ecologista español, asumiendo de forma casi fanática el sustitucionismo renovable, con la entrega angustiada y alarmada a lo eólico y lo solar, da alas a un sector industrial recalcitrante, que basa su prosperidad sobre el mito del crecimiento indefinido, la inagotabilidad de los recursos y la capacidad sin límites del medio ambiente. La crítica debe alcanzar, también, a estas “energías renovables”, porque fueron despejadas de su capacidad alternativa (es decir, promotoras de una sociedad distinta, restauradora de los vínculos con la naturaleza), porque han sido industrializadas y porque reproducen los mismos vicios energéticos de fondo y forma. Por eso han creado nuevos problemas ecológicos y han suscitado el rechazo de poblaciones y grupos activos.

El movimiento social no debe sentirse en la necesidad de dar alternativas al sector energético, ni de aliarse con quienes fingen preocupaciones ambientales e incluso reinciden en anunciarnos “soluciones definitivas”, como la fusión nuclear, el hidrógeno e incluso los biocombustibles. Todos estos desvaríos –periódica reedición del mito del móvil perpetuo– tienen de común el ignorar, por supuesto voluntariamente, que no podemos escapar, sin castigo, a un entorno entrópico y radicalmente limitado. Decir no es una actitud responsable, social y positiva.

El cambio, sobre todo en época de crisis económica, se promueve batallando a fondo por la reducción de todos los consumos (no sólo los energéticos), es decir, por una economía de austeridad y sensatez. La oposición radical del sector industrial ante esta ética de la contención personal y social, que siempre se ha reflejado en la absoluta inutilidad de todos los planes de ahorro energético (uno por cada ministro de Industria, más o menos, desde 1977) es la prueba de que ahí, y no en actitudes de colaboración, se juega el futuro : el energético y el político. 

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