Para Inmanuel Kant, el filósofo ilustrado alemán, la diferencia entre la mano izquierda y la mano derecha era la revelación misma del espacio como un marco de oposiciones insuperables. Las dos manos pueden unirse –para aplaudir o rezar– pero no sustituirse ; están frente a frente, radicalmente reñidas, sin que ninguna operación lógica puede resolver esa contradicción espacial absoluta. No hay síntesis posible que pueda reconciliarlas ; ninguna transformación del espíritu puede poner una en el lugar de la otra. Por más que la giremos y la retorzamos, por más vueltas que le demos sobre sí misma, la mano izquierda nunca podrá llegar a ser la mano derecha ni -al revés- la mano derecha convertirse, a fuerza de moverse, en la mano izquierda. Y es por ello por lo que esa diferencia constituye, todavía hoy, la regla primera de toda orientación en el espacio.
Trasladada al terreno político, la orientación parece más complicada, sobre todo tras dos siglos de historia en los que traiciones, derrotas, guerras y propaganda conducen, a finales de la pasada centuria, a la victoria provisional del capitalismo más agresivo : “la muerte de las ideologías”, en su versión filosófica, o el amenazador “no hay alternativa” en la formulación thatcheriana.
Y sin embargo, nunca ha sido más importante que hoy afirmar una frontera también política en un mundo que abre pasillos –para las mercancías y la información– mientras levanta muros -para retener a los hombres y explotar los territorios. Es necesario precisamente recordar el hecho de la mano, tal y como lo planteaba Kant, para apuntar una primera diferencia que, en medio de la confusión, nos permitiría distinguir aún entre la izquierda y la derecha. Digamos que lo propio de la izquierda es el reconocimiento del espacio y sus diferencias mientras que lo propio de la derecha es el reconocimiento de la lógica y sus imperativos inexorables.
La lógica consiste precisamente en negar las oposiciones en el espacio y por eso, cuando todas las siluetas parecen disolverse en la oscuridad, aún podemos reconocer como típicamente de derechas la negación de esa diferencia (entre izquierdas y derechas).
Fue el fascismo, mucho antes que la postmodernidad neoliberal, el que precisamente trató de proponer una síntesis hegeliana –negación de la negación– capaz de superar las contradicciones en el espacio social. Así, por ejemplo, el manifiesto fundacional de la Falange Española, redactado por José Antonio Primo de Rivera en 1933, proclamaba : “El movimiento de hoy, que no es de partido, sino que es un movimiento, casi podríamos decir un antipartido, sépase, desde ahora, no es de derechas ni de izquierdas. [Nuestro movimiento] por nada atará sus destinos al interés de grupo o al interés de clase que anida bajo la división superficial en derechas e izquierdas”. El propio José Antonio insistía en esta misma idea (“no soy de izquierda ni de derecha, soy de frente”) que años antes Mussolini había expresado con toda claridad : “El Fascismo no es de derechas ni de izquierdas sino una síntesis entre las dos ideologías, enriquecida con felices intuiciones orientadas al interés nacional”. Todavía en 1998, el lema del ultraderechista Frente Nacional francés era : “Ni droite ni gauche, la France rebelle”.
Estas síntesis lógicas claramente fascistas –la Nación o la Razón de Estado– encuentran su prolongación capitalista en el concepto pseudoeconómico de “eficacia”, en virtud del cual, a partir de los años 1980, son los niveles de “crecimiento” los que pretenden fijar con ilusoria objetividad, más allá de toda ideología, la legitimidad de una determinada acción de gobierno.
En 1986, Felipe González, Presidente socialista de España, resumía la doctrina que Reagan y Thatcher imponían en todo el mundo con un proverbio chino : “Gato negro o gato blanco, lo que importa es que cace ratones”. Ahora bien, lo que caracteriza a las síntesis lógicas, algunas muy elegantes y precisas, algunas también muy emocionantes, es justamente que no reconocen, salvo como medios o como obstáculos, las diferencias en el espacio : cuerpos, clases, voluntades y montañas deben ser sacrificados a la pujanza irresistible de la Lógica, deben disolverse, quieran o no, en esa síntesis superior. Desde este punto de vista, son igualmente de derechas Hitler, Stalin, Al Qaeda, Reagan y el FMI. Por eso también son posibles tanto los deslizamientos como los grados en el arco derecha-izquierda, según la mayor o menor hegemonía de la lógica sobre el espacio o viceversa. Y por eso el concepto mismo de Estado incluye, como bien veía Hegel, una íntima inercia de derechas que debe ser permanentemente corregida con derecho y democracia.
En el contexto de la crisis global, total, que estamos viviendo ; mientras el capitalismo trata de restaurar su musculatura erosionada empobreciendo y marginando cada vez más seres humanos ; mientras una violenta contrarrevolución amenaza las conquistas políticas y sociales alcanzadas en los dos últimos siglos ; en un mundo en el que los medios de producción y de destrucción se multiplican al mismo tiempo como hermanos siameses a velocidad vertiginosa ; en el desorden de un marco geopolítico que revienta por todas sus costuras, con la decadencia rapidísima de las potencias que habían asegurado una dolorosa “estabilidad” en las últimas décadas ; en el horizonte de un colapso energético, ecológico y antropológico sin precedentes ; en medio de esta crisis estructural, en fin, ¿qué significa ser de izquierdas ?
La izquierda, que debe tratar de combatir todas las tentaciones lógicas para asentarse en el espacio, con sus oposiciones irreconciliables y sus diferencias no intercambiables, debe integrar, a mi juicio, un triple impulso y un triple proyecto : debe ser revolucionaria en el ámbito económico, reformista en el orden institucional y conservadora en el orden antropológico.
Revolución económica. Si algo está aún vigente de las enseñanzas de Marx tiene que ver sin duda con la descripción de esa lógica capitalista de la acumulación por despojamiento que, en saltos sucesivos, se ha ido apoderando de los bienes colectivos, generales y universales, cuya privatización es la condición misma de su reproducción ampliada. La inmoralidad del capitalismo consiste en que no puede –realmente no puede– diferenciar entre cosas de comer, de usar y de mirar ; entre un niño y una máquina ; entre la guerra y la paz ; entre una montaña y un tanque. La amenaza del capitalismo, por otro lado, consiste en que no puede –realmente no puede– pararse. El crecimiento más allá de los límites impuestos por la naturaleza, por la capacidad finita de la demanda y por la propia ética humana forman parte de la regla misma de su supervivencia. Ahora bien, esta combinación de indiferencia frente a los límites y de imposibilidad estructural de ralentización o detención convierte al capitalismo en un orden económico irreformable. Ser de izquierdas, por tanto, implica la conciencia de este hecho y la necesidad de concebir un régimen altercapitalista en el que los procesos de producción y distribución permitan el acceso universal a los bienes colectivos, generales y universales.
Reformismo institucional. Veinte años después de la caída del muro de Berlín, cada vez es más evidente que la ecuación democracia/mercado era tan falsa como la de socialismo/URSS. El habeas corpus, el voto, la escuela pública, el Estado de Derecho no son estrategias de reproducción del capitalismo –y de dominio sobre los ciudadanos– sino conquistas de éstos a las que los gestores del capitalismo han tenido que condescender, allí donde no les quedaba más remedio, para tratar luego de impedir su aplicación o al menos limitarla. La separación de poderes es una buena idea, como lo es la rueda o el arado, y la presunción de inocencia es tan burguesa como esclavista es el Teorema de Pitágoras. Siguiendo aquí a los filósofos marxistas Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero, la izquierda no debe entregar esa armadura institucional al enemigo que la nombra al mismo tiempo que la vacía de sentido. Debemos reivindicar, en algún sentido, la “obediencia”. Obedecer (en latín ob-audire) quiere decir originalmente “escuchar con atención” y por lo tanto no se trata de defender la libertad superior de la sordera sino de dirigir el oído, y mantenerlo muy abierto, hacia ese lugar donde no hablan los Dioses ni los Reyes ni los Amos ni los Machos ; hacia ese lugar donde no habla nadie o donde habla precisamente Nadie y donde cualquier-otro puede reconocerse y reconocer una filiación racional común : es la Ley como coágulo de la libertad política en su paso por el mundo. En ese sentido, la ciudadanía es el imperio de la Ley allí donde la ley asegura –y sólo por eso es ley– que el espacio del que surge va a seguir vacío, que ni el Dinero ni la Raza ni la Iglesia ni el Género se van a hacer “escuchar atentamente” en su lugar. Y por eso precisamente sólo la forma Estado de Derecho, progreso de la razón sin precedentes, garantiza al mismo tiempo las condiciones institucionales necesarias para el ejercicio de la democracia y para la evitación de la demagogia (para impedir al mismo tiempo –es decir– los campos de concentración y su aprobación mediante plebiscito). El capitalismo irreformable, en permanente revolución, debe dar paso a un sistema en el que, por fin, todas estas buenas ideas puedan funcionar realmente, sin ser secuestradas o manipuladas o inhabilitadas desde el exterior, y además ser reformadas cuando así convenga. Entre la arqueología de la tradición y la biología del mercado siempre constituyente, la democracia necesita instancias ya constituidas, instituciones democráticas –decisiones ya tomadas en estado de tranquilidad– que nos protejan de los vaivenes de la economía y de los caprichos de las voluntades.
Conservadurismo antropológico. La izquierda, en fin, debe ser conservadora ; frente a la “locomotora desbocada” del capitalismo, siempre en rebelión contra los límites, hemos descubierto también hace poco la vulnerabilidad de la Naturaleza, ese bien universal condición de todos los bienes generales y de todos los bienes colectivos. Hemos descubierto la radical incompatibilidad entre la renovación capitalista de las mercancías –y el imaginario deseante que lo acompaña– y la supervivencia misma del planeta. Pero hemos descubierto también la incompatibilidad de ese modelo con la estabilidad de las tres facultades que han caracterizado la continuidad antropológica del ser humano desde hace al menos 8.000 años : la razón, la imaginación y la memoria finitas. Como ya alertaba Karl Polanyi en 1944, el “mercado libre” ha erosionado o destruido todos los vínculos sociales y compromisos simbólicos gracias a los cuales las sociedades históricas habían conseguido sobrevivir a guerras o catástrofes naturales. Se trata de un verdadero naufragio del Hombre que nos deja al mismo tiempo sin protección material y sin recursos ético-culturales para excogitar una solución en común. Frente a ese naufragio, la recuperación de un discurso ilustrado de izquierdas obliga precisamente a incorporar el pensamiento indigenista y feminista : la política como reconocimiento y reglamentación de la dependencia recíproca. La Naturaleza depende hoy del ser humano, él mismo parte de la naturaleza ; los seres humanos dependemos los unos de los otros. En este sentido, nuestra condición de sujetos de razón y de derecho es inseparable de nuestra condición de objetos (de cuidados).
Una de esas oposiciones irreconciliables en el espacio, como la que enfrenta la mano izquierda a la mano derecha, es la que opone la vida a la muerte. Somos irremediablemente cuerpos. La negación de este límite por parte del “mercado libre”, incapaz de asumir la finitud, agrava nuestra fragilidad y la del planeta. Izquierda significa cuidados ; y los cuidados sólo son posibles en un orden económico altercapitalista y en un marco democrático de instituciones públicas.