Según algunos, un espectro estaría recorriendo Europa e incluso el mundo. No el del comunismo, como escribía Marx en El Manifiesto, sino el del “proteccionismo”. En la Unión Europea (UE), el tema se centra en los préstamos (con un interés del 8%) de 6.000 millones de euros que Nicolás Sarkozy aceptó conceder a los constructores Renault y Peugeot, a cambio de que no haya ni deslocalización de sus plantas de producción en Francia durante el periodo del préstamo (cinco años), ni despidos en 2009. Condiciones consideradas “proteccionistas” y, por lo tanto, altamente criticadas por varios gobiernos de la UE. La Comisión Europea, con sus habituales obsesiones, pretende por otra parte examinarlas con lupa, por si llegaran a contravenir los sacrosantos principios de la “competencia libre y no falseada” que constituyen los pilares ideológicos de todos los tratados europeos, desde el de Roma hasta el de Lisboa.
Nadie puede creer en el éxito del plan de rescate de Renault y Peugeot en un contexto de recesión; además, ambas empresas ya han anunciado la supresión de varios miles de puestos de trabajo. De todas formas, para alcanzar su objetivo, este plan no sólo no es demasiado “proteccionista” sino que lo es insuficientemente. Los automóviles fabricados en otro Estado miembros de la Unión Europea de idéntica productividad, pero con normas salariales menos elevadas que en Francia o en Alemania, serán siempre más “competitivos”. Y ni qué hablar de aquéllos fabricados fuera de Europa y reexportados. La única forma que Nicolás Sarkozy ha encontrado para reducir esta diferencia de competitividad ha sido suprimir un impuesto a las empresas, la tasa profesional, que reducirá en 8 mil millones de euros los ingresos fiscales, y por ende el financiamiento de los servicios públicos y de la seguridad social.
Es evidente que el libre comercio, ya sea a escala europea o a escala mundial, no sólo pone en competencia bienes y servicios: pone en competencia sistemas sociales. La UE, que debería ser un espacio de solidaridad, se transforma en una herramienta de desmantelamiento de los logros alcanzados tras décadas de luchas de los trabajadores. Y esta espiral descendente no tiene límites: en términos de normas sociales y ambientales, siempre habrá un país menos exigente que el menos exigente de turno.
En estas condiciones, es comprensible que la UE aparezca más como un revulsivo y un peligro que como una muralla protectora. En buena lógica, una de dos: o procede a una armonización social y fiscal hacia lo alto, pasando a ser un perímetro de solidaridad, lo que no quita una competencia razonable en otros aspectos (innovación, calidad, servicio de posventa, etc.), o bien se resigna a que esta solidaridad se ejerza a escala nacional, lo que implica efectivamente medidas de protección, incluso con respecto a otros miembros de la UE.
No nos hagamos ilusiones: los gobiernos y la Comisión no quieren ni la primera ni la segunda solución. Pues los tratados europeos fueron concebidos precisamente para favorecer el dumping social intraeuropeo y conducir a la deflación salarial. El libre comercio a escala internacional, especialmente con el coloso comercial que es China, no hace más que intensificar esta presión. No solo plantea un problema de empleo y de nivel de salarios, plantea un problema de civilización.
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