Tras dos años de conflicto, los sentimientos más extendidos son la desilusión, la desesperanza y la frustración en un país que lleva años sufriendo la violencia y que sólo ha conocido la paz durante escasos periodos de tiempo.
Mujeres, hombres, niñas y niños se han visto perseguidos por su origen étnico y han sido obligados a huir, muchos de ellos en más de una ocasión. Han perdido a seres queridos, las pocas pertenencias que tenían y sus medios de subsistencia. Las grandes esperanzas con las que Sudán del Sur estrenó su independencia han desaparecido.
Pero, a pesar de las tensiones entre las dos etnias enfrentadas, la población civil parece a veces olvidar la frontera imaginaria que la divide y protagoniza historias cargadas de humanidad y de solidaridad. Cuando la violencia estalló en diciembre de 2013, Manuel, diplomático, y Peter, comercial, eran vecinos aunque nunca habían intercambiado muchas palabras. Uno era dinka ; el otro, nuer. Aunque eran las etnias que luchaban entre sí, su historia fue distinta. “Manuel nos cobijó a mí y a mi familia en su casa. De no haber sido así, ahora no estaríamos vivos. Él arriesgó su vida para mantenernos a salvo. Nunca lo podremos olvidar... pero entendí que, si nos quedábamos en su casa, le podrían matar, al igual que a nosotros. Por eso nos fuimos dejando todas nuestras pertenencias. Tras muchos días caminando sin comida ni agua, llegamos al campamento de UNMISS en Juba. Mis hijos estaban aterrorizados ; mi mujer, exhausta y yo, después de haber luchado en la guerra civil, veía como todas las esperanzas de un nuevo país se venían abajo”.
Casos de huida y de tristeza como el de Peter se extienden por todo el país. Mingkaman es el mayor campo de desplazados de Sudán del Sur. Acoge a miles de personas que llegan en busca de seguridad y de alimentos. Su número no deja de crecer. Antes de comenzar el conflicto vivían en la zona unas 7.000 personas. Ahora, ya son más de 40.000. Esta vasta extensión de terreno al lado del río Nilo, repleta de hogares temporales improvisados, es una imagen impactante que esconde historias de dolor, de sufrimiento y de pérdida. Los que llegan aquí lo han perdido todo por el camino. A Martha le quemaron la casa. Perdió sus pertenencias y sus recuerdos. Poco después de llegar al campamento también supo que había perdido algo irrecuperable : a su marido. “A nadie le gustan las guerras. En mi caso, han matado a mi marido y voy a tener que criar sola a mis seis hijos. No será fácil”, suspira.
Desde que empezó el conflicto, más de 2 millones de personas se han visto obligadas a huir de sus hogares por la violencia y por los combates. Esta cifra incluye 1,5 millones de personas desplazadas dentro del propio país y a los más de 500.000 refugiados en países vecinos, principalmente en Sudán, en Uganda, en Etiopía y en Kenia.
En la lucha para huir de la violencia, muchas personas vendieron o intercambiaron todas sus pertenencias con el fin de conseguir el dinero suficiente y de garantizar que sus familias estuvieran en un lugar seguro. Llegaron a los asentamientos, centros de protección de civiles y campos de refugiados sólo con lo puesto, sin saber cómo encontrar un trabajo y, por el momento, sin posibilidad de volver a casa. La pérdida de ganado y de cultivos de estas personas ha destruido su capacidad para recuperarse en el futuro.
En Mingkaman, las organizaciones humanitarias se esfuerzan para garantizar que todas estas personas puedan llevar una vida digna. Con el tiempo, este lugar se ha convertido en un lugar donde empezar de nuevo, una especie de oasis donde el tiempo transcurre en paralelo a lo que ocurre en el exterior.
Organizaciones como Oxfam (que lleva desde 1983 en Sudán del Sur) distribuyen alimentos básicos como sorgo, lentejas, aceite y sal para más de 67.000 personas. También llevan a cabo el mantenimiento de los puntos de agua, asegurando que 41.000 personas tienen acceso a agua potable. En total, Oxfam está atendiendo a 360.000 personas en todo el país
A pesar de ser rico en recursos naturales (petróleo, oro, mercurio, disponer de tierras fértiles y agua en parte de su territorio), las sequías e inundaciones se suceden, convirtiéndolo en el país más frágil del mundo. El 51% de la población vive bajo el umbral de la pobreza, el analfabetismo ronda el 80% y dos tercios de la población sufren inseguridad alimentaria. El conflicto no ha hecho más que agravar esta situación.
Los últimos datos del informe “Clasificación integrada de la seguridad alimentaria en fases” (CIF) aseguran que 7,8 millones de personas pasan hambre en Sudán del Sur debido al conflicto y a la escasez de alimentos. Cerca del 40% de la población padecerá hambre aguda a finales de julio, según revelan los datos del último análisis de la situación alimentaria en el país africano : se trata de la cifra más elevada jamás registrada.
Ante estas cifras alarmantes, se prevé que la situación sea aún peor : se espera que aumente en unas 800.000 personas más, ya que los combates impiden que muchos reciban la ayuda que necesitan urgentemente.
El Programa Mundial de Alimentos (PMA) está proporcionando ayuda alimentaria en el país. Empezó distribuyendo alimentos en los campamentos que la ONU tiene en las ciudades principales, pero actualmente está tratando de llegar y de ayudar a las personas que han huido a otros lugares, como Mingkaman, debido a las enormes necesidades que hay que cubrir.
Es el caso de Martha, una mujer de 42 años que llegó con sus seis hijos, de entre 1 y 14 años, a Mingkaman después de huir durante varios días desde la cuidad de Bor. Estuvieron cinco días sin comer y ahora tienen dificultades para poder alimentarse. En el campo recibe sorgo, lentejas, aceite y sal en el punto de distribución de comida una vez al mes. Con eso hace lo imposible para que sus hijos coman dos veces al día, una vez por la mañana y otra por la tarde.
Pero a veces no le llega ni para eso. Entonces divide las raciones en dos y ella sólo come una vez al día. Por suerte, cuenta además con el apoyo de las familias vecinas que llevan tiempo instaladas en este extenso descampado. “Cuando se me termina la comida, voy a alguna de mis amigas y le pregunto si nos pueden prestar un poquito para sobrevivir”. El país ha entrado en una espiral de caída libre económica. La población se enfrenta a unos precios de los alimentos extremadamente altos y a un constante aumento del coste de la vida. La única manera de abordar esta crisis económica pasa por poner fin a la guerra, por asegurar una paz duradera y por empezar a reconstruir la economía.
Las mujeres son las que se están llevando la peor parte, ya que las violaciones, los abortos forzados y el acoso sexual se han convertido en instrumentos de guerra.
A los combatientes se les incita al odio y a hacer uso de la violencia sexual contra mujeres y contra niñas a causa de sus supuestas filiaciones políticas o a su etnia. El objetivo es infligir pánico y crear un estigma social sobre las víctimas en un contexto de total impunidad. Así lo cuenta Edmund Yakani, de CEPO, una organización sursudanesa defensora de los derechos civiles que documenta, entre otros temas, el impacto que tiene el conflicto entre las mujeres : “Los dos bandos enfrentados son conscientes del papel que tienen las mujeres como cuidadoras y como garantes de la estabilidad dentro de sus comunidades y, por eso, son atacadas sistemáticamente”. Ellas, que son las principales encargadas de mantener la vida, se convierten, paradójicamente, en una de las principales víctimas de la violencia y de la muerte en una guerra dirigida por hombres.
Maria Ayok, de 37 años, tenía seis hijos antes de empezar el conflicto. De ellos, sólo han sobrevivido tres. Su marido también murió. Vivían en Abiyei al norte del país, de donde huyeron debido a los violentos enfrentamientos y perdieron todo el ganado, su principal medio de subsistencia. Ahora sobrevive en un tukul en Wau, al oeste del país, sin que tenga posibilidad de volver atrás, a su lugar de origen, a causa de la violencia. “Ahora soy vulnerable porque mi marido ha muerto. Estoy sola y dependo de la ayuda para poder conseguir comida”, explica.
A pesar de las enormes dificultades que afronta el país, la ayuda humanitaria está funcionando. Así lo muestra el informe “Clasificación integrada de la seguridad alimentaria en fases” (CIF), que asegura que, de no ser por la ayuda humanitaria, quince zonas del país estarían en emergencia alimentaria. Sin embargo, los combates y la estación de las lluvias, que está a punto de empezar, harán que el acceso a la ayuda sea más difícil.
El llamamiento de la ONU para la respuesta en Sudán del Sur solo ha recibido hasta ahora el 35% de la financiación que precisa. Los donantes deberían incrementar urgentemente los fondos asignados y asegurarse de que el dinero llega rápidamente para permitir a los actores humanitarios salvar miles de vidas.
Por su parte, la contribución de España se limita a 126.448 euros, cantidad insignificante frente a los 1.800 millones de euros que Naciones Unidas ha pedido a la comunidad internacional.
La Unión Europea y sus Estados Miembros han proporcionado hasta ahora una financiación humanitaria de más de 300 millones de euros desde 2014 para este país.
Simon Mansfield, responsable de la Oficina de ECHO en Sudán del Sur, explica que “es muy importante que, con el apoyo de la opinión pública en Europa, podamos mantener las operaciones humanitarias en Sudán del Sur. Nuestro gran temor ahora es de nuevo la temporada de lluvias que se aproxima y que afecta enormemente a nuestra capacidad para llegar a las personas necesitadas. La infraestructura de carreteras en el sur del país es muy pobre y, una vez que esas lluvias comiencen, será imposible llegar a muchos de ellos, así que, si no reaccionamos ahora todos juntos –comunidad internacional y donantes incluidos– vamos a perder un tiempo precioso y podríamos llegar a una catástrofe mayor que la que ya tenemos en este momento”.
Y mientras la paz no llega y el hambre sigue acechando, miles de personas siguen sufriendo en un país devastado, preguntándose hasta cuándo seguirán cerradas las puertas de la esperanza que se habían entreabierto en 2011.