El 12 de febrero pasado, tres jóvenes venezolanos murieron en una manifestación antigubernamental en Caracas. Esa jornada sangrienta marcó el inicio de una oleada de artículos y editoriales con titulares dramáticos : “La violencia hace tambalear a Venezuela” (The Wall Street Journal, 12 de febrero) ; “Venezuela en crisis es la Ucrania de América Latina” (Le Figaro, 1 y 2 de marzo) ; “Los venezolanos atrapados en el ‘chavismo’” (Le Monde, 12 de marzo).
El Gobierno estadounidense no tardó en unirse al coro de Casandras. El 15 de febrero de 2014, el secretario de Estado John Kerry denunció medidas desde el Gobierno venezolano “que buscaban impedir la capacidad de los ciudadanos de ejercer su derecho a protestar de forma pacífica”. Y el 13 de marzo, acusó al presidente Nicolás Maduro de llevar una “campaña de terror” contra el pueblo venezolano. Para quienes observan la situación a través del prisma de los grandes medios de comunicación y de las declaraciones de Washington, parece como si una juventud que anhela la paz y la democracia chocara contra la brutal represión de un Estado petrolero cuyos dirigentes han perdido el contacto con el pueblo real. Un año después de la muerte de Hugo Chávez, la suerte está echada. El historiador mexicano Enrique Krauze condensa esta visión en una columna de opinión publicada por El País (26 de febrero) y The New York Times (28 de febrero) : “Venezuela se encamina claramente hacia la dictadura”. Pero esa representación del presidente Maduro como el Ceausescu de los Trópicos, ¿refleja realmente la crisis que atraviesa el país ?
No todas las recriminaciones que se dirigen al régimen bolivariano son inmerecidas. El índice de homicidios de Venezuela sigue siendo uno de los más altos del mundo (1). Y pese a las conquistas sociales de los diez últimos años –entre ellas, una caída del índice de pobreza del 50% (2)–, la economía presenta serios problemas : una inflación galopante, un mercado negro del dólar fuera de control que acelera la subida de los precios, así como reiteradas penurias, incluidos los bienes de consumo masivo (3).
Pero, si bien es cierto que la elevada tasa de delincuencia, la inflación y el desabastecimiento incentivan la revuelta antigubernamental, gran parte de las manifestaciones fueron organizadas por el sector más radical de la oposición, cuyo objetivo político no es otro que la salida, el derrocamiento de Maduro y de “todos aquellos que dirigen las instituciones públicas” (4), como exige Leopoldo López, ex alcalde de Chacao, el municipio más rico de Venezuela.
Pero no todos los opositores se adhieren a esa línea autoritaria. En abril de 2013, Maduro ganó las elecciones presidenciales por una mínima ventaja de 1,49%. En diciembre, la oposición intentó transformar las elecciones municipales en un “referéndum anti-Maduro” ; pero con un resultado diez puntos inferior al del bando bolivariano, fracasó estrepitosamente. Henrique Capriles, ex candidato a las elecciones presidenciales, renunció a calificar al presidente de “ilegítimo” ; y aceptó incluso participar en una serie de debates sobre la delincuencia en Venezuela. Y cuando se oyeron las primeras llamadas a manifestarse, se negó a participar.
Nada garantizaba por tanto el éxito de la manifestación organizada el 12 de febrero, día nacional de la juventud. No se contaba con los grupos de jóvenes y estudiantes anti-Maduro, que empezaron a movilizarse en diferentes puntos del país con varios días de antelación. Ya el 6 de febrero, un movimiento de protesta estudiantil del Estado de Táchira, sembrado de violencia, finalizó con varias detenciones. En los días siguientes, los estudiantes salieron a la calle en Caracas y en cuatro Estados, para reclamar la liberación de sus compañeros y pedir la dimisión del Gobierno.
El 12 de febrero, cortejos compuestos fundamentalmente por jóvenes desfilaron por varias ciudades. En la capital, una parte de la manifestación degeneró en un motín. Se incendiaron automóviles, las fuerzas policiales recibieron pedradas, y algunas instituciones públicas fueron blanco de ataques, entre ellas, el edificio del canal de televisión estatal, donde un periodista resultó herido de bala. En medio del caos, se multiplicaron los disparos –cuyo origen aún no ha sido esclarecido por la justicia–, matando a dos simpatizantes de la oposición y a un militante chavista. Esa tarde, la fiscal general, Luisa Ortega Díaz, ordenó la encarcelación de López por incitación a la violencia. El Gobierno quizá debería habérselo pensado dos veces : la rendición teatral de este joven y ambicioso líder de la derecha venezolana ante la Guardia Nacional, el 18 de febrero, lo elevó inmediatamente al rango de mártir. La mayoría de los dirigentes de la oposición, exaltados, lograron en ese momento silenciar temporalmente sus divisiones y unirse al movimiento de protesta.
En los días y las semanas posteriores, se sucedieron manifestaciones convocadas por la derecha. Al atardecer, jóvenes venezolanos armados con piedras y cócteles Molotov, levantaban barricadas en las calles, desplegaban alambradas y prendían fuego a edificios públicos. Las fuerzas antidisturbios respondieron en ciertos casos con violencia, causando varios muertos y decenas de heridos. El Gobierno ordenó el arresto de quince policías sospechosos de haber sobrepasado las consignas. La fiscal general dio a conocer varios informes que daban cuenta de las muertes, los heridos y los arrestos arbitrarios, y recibió a la organización de defensa de los derechos humanos Provea, considerada próxima a la oposición (5).
Rápidamente, numerosos testimonios, recogidos tanto por los medios de comunicación privados como por el Gobierno, establecieron que una parte de las agresiones mortales cometidas al margen de las marchas provenían de los propios opositores. Algunos, como una mujer de origen chileno el 10 de marzo, murieron a causa de un disparo mientras intentaban desmontar barricadas. Tres motociclistas murieron al chocar contra un cable metálico dispuesto por los manifestantes atravesando la calzada, y un cuarto, al caerse por un charco de aceite que habían vertido deliberadamente. El 13 de marzo, las cifras oficiales dieron cuenta de veintiocho venezolanos muertos. Sólo siete de ellos habían formado parte de la comitiva de la oposición.
“Los participantes en las protestas son mayoritariamente pobres” : la afirmación de Thor Halvorssen (6), presidente de la Human Rights Foundation, con sede en Nueva York, se hace eco de un estereotipo difundido por los medios de comunicación. Nada más lejos de la realidad : durante las semanas de disturbios, el contraste entre los distritos burgueses de la capital, presa del caos, y los barrios populares, donde los habitantes realizaban tranquilamente sus tareas cotidianas, era impactante. “¿Manifestaciones ? ¿Qué manifestaciones ?, se preguntan los habitantes de los barrios populares”. Así tituló The New York Times el 28 de febrero la noticia, sugiriendo que los jóvenes manifestantes pertenecían mayoritariamente a las clases acomodadas (7).
Para muchos venezolanos, los acontecimientos no eran nuevos. En 2002, una gran manifestación de las clases acomodadas desembocó en una explosión de violencia. La oposición aprovechó para perpetrar, con ayuda de algunos generales, un golpe de Estado contra Chávez, que duró apenas cuarenta y ocho horas (8). Otros disturbios acompañaron el cierre patronal de tres meses decretado en diciembre de ese mismo año, con la expectativa de provocar una crisis económica y social y derrocar al presidente. En ese periodo, el Producto Interior Bruto (PIB) cayó cerca de un 25% (9).
Pero los acontecimientos de febrero y marzo de 2014 recuerdan sobre todo la “guarimba” de 2004, cuando militantes de la derecha –en su gran mayoría también jóvenes y de buena familia– bloquearon arterias viales con barricadas y artefactos incendiarios. El objetivo de la “guarimba” era, en palabras de uno de sus propios jefes, Roberto Alonso, crear un “caos a escala nacional, con ayuda de todos los ciudadanos y de todas las ciudades de Venezuela, para obligar al régimen castrista y comunista (…) a dejar el poder y coger un avión, como hizo en el [golpe de Estado fallido del] 11 de abril de 2002” (10).
Los Gobiernos de Sudamérica, contrariamente a Estados Unidos, se abstuvieron de apoyar a los manifestantes. De hecho, el 16 de febrero, los Estados miembro del Mercado Común del Sur (MERCOSUR, compuesto por Argentina, Brasil, Paraguay, Uruguay y Venezuela) condenaron las “acciones criminales de los grupos violentos que desean utilizar la intolerancia y el odio como herramientas políticas en la República bolivariana”. La Unión de Naciones Sudamericanas (UNASUR), que federa doce países sudamericanos, adoptó ese mismo día una resolución similar, confirmando su “apoyo al orden democrático” y su “convicción de que todo reclamo debe expresarse (…) por la vía democrática”.
El 27 de febrero, el Departamento de Estado estadounidense publicó su informe anual sobre la situación de los derechos humanos en el mundo. En esta ocasión, Kerry no tuvo nada que decir sobre la situación en Egipto o en Colombia (donde al menos veintiséis sindicalistas fueron asesinados en 2013), sino que reservó sus reprimendas para Maduro : “El Gobierno reprimió manifestaciones pacíficas, desplegando a efectivos armados, encarcelando a estudiantes y limitando drásticamente la libertad de expresión y de reunión. La solución a los problemas de Venezuela no reside en la violencia, sino en el diálogo.”
El equipo del presidente estadounidense Barack Obama juzgó oportuno orquestar una ofensiva contra Venezuela en el seno de la Organización de Estados Americanos (OEA). El Departamento de Estado, en primer lugar, invocó la necesidad de una acción conjunta, y posteriormente, según el procedimiento habitual, delegó en uno de sus vasallos de América Central, en este caso en Panamá, la convocatoria de una reunión del Consejo permanente de la OEA, para debatirlo. Caracas suspendió de inmediato sus relaciones diplomáticas con Panamá.
Pero la maniobra estadounidense –que apuntaba a una mediación del “conflicto”– no tuvo el efecto esperado. El 7 de marzo, el Consejo permanente de la OEA difundió una declaración donde expresaba su “solidaridad” y “apoyo” a las “instituciones democráticas” de Venezuela, e invitaba al Gobierno a “avanzar en el proceso de diálogo nacional”. Sólo Estados Unidos, Panamá y Canadá se negaron a firmar el texto. Días después, los ministros de Relaciones Exteriores de UNASUR decidieron enviar una delegación para acompañar el diálogo nacional puesto en marcha por Maduro el 26 de febrero, adelantándose a los diplomáticos estadounidenses.
El apoyo de Estados Unidos a la derecha venezolana no es sólo diplomático. De Clinton a Obama, pasando por George Bush, hace veinte años que el Gobierno estadounidense apoya de continuo a la oposición, y le entrega anualmente millones de dólares. Si bien las vías por las cuales transitan los fondos siguen siendo en gran medida opacas, está demostrado que en los últimos años, Washington entregó cientos de miles de dólares a programas destinados a los jóvenes y estudiantes por medio de la Fundación Nacional para la Democracia (NED, por sus siglas en inglés), organismo paraestatal financiado por el Departamento de Estado (11). Los telegramas de diplomáticos, divulgados por WikiLeaks, no sólo sacaron a la luz su estrecha vinculación con los grupos de estudiantes afines a la oposición, sino también sus maniobras para sabotear la acción del Gobierno bolivariano, como la “infiltración de la base política de Chávez”, la “división de los chavistas” o el “aislamiento de Chávez en la escena internacional” (12).
Este firme apoyo estadounidense a los manifestantes de Caracas consolidó a los sectores más radicales de la derecha venezolana en su estrategia de desestabilización, facilitando lo que el sociólogo Gregory Wilpert califica de “golpe de Estado en el seno de la oposición” (13) : se trata de disputar la hegemonía a Capriles y de romper con su estrategia, que consideran demasiado conciliadora. Y esto en el momento más crítico, cuando a Maduro le urge tomar medidas radicales y potencialmente impopulares, como una nueva devaluación del bolívar o un aumento del precio del combustible. La perspectiva de dos años sin comicios electorales dejaba total libertad al Gobierno para volver a encarrilar la economía ; esta situación es efectivamente excepcional en un país que, lejos de seguir –como sugería el editorial de Le Monde del 12 de marzo– el modelo cubano, ha vivido diecinueve comicios en quince años. Pero las irrupciones de violencia y la sed de enfrentamiento de la oposición podrían conducir a Maduro a aplazar otra vez las decisiones espinosas que le incumben, lo cual no aumenta las probabilidades de su bando de ganar las futuras batallas por llegar.
NOTAS :
(1) Véase Maurice Lemoine, “¿Arde Caracas ? ”, Le Monde diplomatique en español, agosto de 2010.
(2) Véase Renaud Lambert, “Lo que Chávez a recordado a la izquierda”, Le Monde diplomatique en español, abril de 2013.
(3) Véase Gregory Wilpert, “Venezuela y el exceso de petróleo”, Le Monde diplomatique en español, noviembre de 2013.
(4) “Parte de la oposición venezolana acuerda una marcha en Caracas el 12 de febrero”, 2 de febrero de 2014, www.lainformacion.com
(5) “Provea sostuvo reunión con Fiscal General para tratar casos de violaciones a DDHH en el país”, Provea, 6 de marzo de 2014, www.derechos.org.ve
(6) Thor Halvorssen, “Chavismo thrives on mistrust”, 27 de febrero de 2014, The New York Times.
(7) William Neumanfeb, “Slum dwellers in Caracas ask, what protests ?”, The New York Times, 28 de febrero de 2014.
(8) Véase Maurice Lemoine, “Golpe de Estado abortado en Venezuela”, Le Monde diplomatique en español, mayo de 2002.
(9) Véase Maurice Lemoine, “La batalla del referéndum”, Le Monde diplomatique en español, abril de 2004.
(10) “Sobre la guarimba”, www.venezuelanet.org
(11) Informes de 2010 y 2012 de la NED.
(12) www.wikileaks.org
(13) “Venezuela protests reveal rivalry in opposition leadership”, The Real News Network, 23 de febrero de 2014, www.therealnews.com