Las actividades del Institut Valencià d’Art Modern (IVAM) se remontan al año 1989, siendo el primero de este tipo que se crea en España. Junto al Museo Reina Sofía de Madrid, son los dos centros dedicados al arte moderno dentro de un amplio y plural programa que, a lo largo de las últimas décadas, ha permitido una rica red de museos que ha hecho posible abordar los problemas del complejo mundo del arte. La fundación del IVAM respondía, en su momento, a unas ideas que se reconocían de una larga tradición que, desde los años 1930, había establecido una relación directa entre el arte y los procesos de modernización de las sociedades del siglo XX.
El IVAM y el Reina Sofía jugaron un papel fundamental en este proceso. Se trataba, en primer lugar, de presentar, en sus contextos, los diferentes movimientos que expresaran las tendencias del mundo contemporáneo. Se buscaba acercar al gran público la historia del arte del siglo XX ya fuera a partir de los diferentes momentos de las Vanguardias históricas, ya siguiendo los nombres de quienes eran reconocidos por el canon fijado por la crítica o ya asomándose a la más inmediata actualidad en el complejo tejido de gustos, tendencias y valores estéticos. En este sentido, el papel jugado por los Museos de Arte Moderno resultó fundamental a la hora de educar, orientar el gusto y la sensibilidad de un público que vivió los años 1980 y 1990 con una gran curiosidad.
Unos y otros encontraban en el arte la forma y discurso de un nuevo modo de pensar y de imaginar el futuro. Los análisis de Jean Baudrillard en relación al llamado por él “efecto Beaubourg” señalaban el inicio de una época que Alain Touraine y Daniel Bell habían definido como postindustrial society, y en la que la emergente industria cultural transformaría no sólo el gusto sino también la forma de pensar, como había señalado con sus análisis Theodor W. Adorno. La década de 1980 fue un tiempo orientado por valores profundamente estetizados, lo que favorecerá el primado del arte en la configuración del sistema de valores y actitudes dominantes en los sujetos de la época. Como bien es sabido, fue a partir de estos años cuando la institución del arte adquirió su máxima presencia y visibilidad, articulando contextos, lenguajes y estrategias expositivas en un mundo que daba ya los primeros pasos de una incipiente pero acelerada mundialización.
Un generoso y lúcido esfuerzo ha guiado el trabajo de formación de la Colección del IVAM a lo largo de sus 25 años de existencia. En relación a la primera mitad del siglo XX, la figura artística que mejor expresa el anclaje con la Vanguardia histórica es Julio González. La adquisición de un número importante de obras de este artista en los inicios del Museo ha permitido al IVAM disponer hoy del fondo más importante del escultor. Este hecho hace que el inicio de la exposición “IVAM. XXV Aniversario” haya sido pensado como un diálogo de Julio González con artistas de los años 1920 que, como Torres García y otros, autores bien representados en las colecciones del Museo, presentan los diferentes lenguajes que las Vanguardias desarrollan en aquel momento.
La atención prestada por la Colección a los años 1920, 1930 y 1940 permiten al IVAM recorrer la primera mitad del siglo pasado con piezas fundamentales sobre las que construir una lectura seria de las tensiones que recorren aquellas décadas. Más que centrarse en figuras ya canónicas para toda historiografía, se ha buscado construir constelaciones que articulen los diferentes discursos que desde el futurismo al constructivismo, del dadaísmo al surrealismo, del organicismo a las diferentes utopías espacialistas atraviesan la primera mitad del siglo XX, desembocando dramáticamente en los escenarios que la Gran Guerra representa. Un final de las Vanguardias y de los ideales que habían sustentado, a lo largo de un apasionado viaje cargado de experimentos. Un final que, como Walter Benjamin reconociera, anunciaba la catástrofe de una época.
Allí se encuentran, junto a Julio González o Torres García, Brancusi y Matisse, Picasso y Miró, Alexander Calder, Pevsner y Gabo, Schwitters o Moholy-Nagy, Duchamp y André Masson, asi como materiales fundamentales de la amplia experiencia del constructivismo ruso, tan atento a las formas gráficas y al juego compositivo que hiciera posible la ideación de un nuevo universo utópico. Hasta llegar a los dramáticos años 1940 en los que la tensión de la época transforma los lenguajes del arte, llevándolo a participar en un nervioso juego de denuncias y agitación política y que reúnen en la exposición obras como las de George Grosz, John Heartfield, y Josep Renau, junto a obras relevantes de la agit-prop soviética, todo ello articulado por la escultura de Jacques Lipchitz, pensado como tótem sacrificial de un tiempo víctima de sus propias contradicciones.
La Segunda Guerra Mundial significó un final de época y abrió un tiempo de silencio y nuevos lenguajes que, tras el fin de las Vanguardias, comenzarán a aparecer en el nuevo escenario del arte. Ya a mediados de los años 1950, podemos identificar las nuevas propuestas que, en términos descriptivos, pasan por el Informalismo europeo y el Expresionismo abstracto americano. Figuras como Dubuffet, Fautrier, Burri o Tàpies, por un lado, como las de Franz Pollock, Arshile Gorky, Franz Kline o Barnett Newman, por otro, representaban ya la transformación que se estaba produciendo en las artes y que orientará su proceso.
Es importante tener en cuenta el papel fundamental que comienza, en ese momento, a jugar la crítica. No es una simplificación, pero la autoridad y legitimidad del historiador del arte comienza a ser sustituida por la del crítico. Son años fundamentales y la mirada sobre el arte se suma a perspectivas más complejas. Lo que está en juego es la emergencia de un nuevo tipo de sociedad, cercano a los parámetros de lo que vino a llamarse el american way of life, o lo que desde esta otra orilla se seguía llamando el capitalismo avanzado. En este contexto, la mirada sobre el arte se desplazaba a los otros espacios de un mundo que en su complejidad había definido sus horizontes políticos y pronto adaptaría sus estilos de vida. La aparición del arte Pop expresaría, mejor que ninguna otra forma, dichos cambios y legitimaciones.
De manera generalizada comenzaron a emerger programas, gestos, situaciones que, en su conjunto, irán trazando un universo de signos en los que ya se anuncia el nuevo orden de ideas y mundos. Una tensión que permitirá al arte reinventar sus relaciones con su época, al tiempo que prefigurar el horizonte de otra época a la que nosotros pertenecemos. La tensión utópica, que había acompañado la experiencia de las Vanguardias, regresaba ahora en el contexto crítico y radical de quienes pensaban que el arte era el laboratorio privilegiado donde experimentar las formas de la cultura del futuro. Se trataba de un entusiasmo siempre dispuesto a imaginar nuevos lenguajes, nuevos gestos que, en su precariedad, avanzaran las formas del futuro.
Estas ideas viajan, en esta exposición del XXV aniversario del IVAM, a través de obras fundamentales de su Colección. Desde Dubuffet a Michaux y Soulages, desde Anthony Caro a Antoni Tàpies, desde Saura a Millares, desde Gottlieb a Appel o Ad Reinhardt. Pasando por obras fundamentales del Pop Art como Warhol, Oldenburg, Rosenquist o Baldessari, o de la generación de los Jasper Johns, Robert Rauschenberg o Richard Serra. Y sin olvidar nombres más cercanos y no menos importantes como los de Chillida, Oteiza, Chirino y Alfaro, o los de Arroyo, Equipo Crónica, Miquel Navarro y tantos otros que en el conjunto de la Colección del IVAM son ya nombres fundamentales.
A lo largo de las décadas de 1980 y 1990, la normalización tuvo una aceleración creciente y generalizada. Los años 1980 fueron el momento en el que una estetización progresiva de la cultura motivó la pérdida de aquella carga utópica que alimentó las ideas de las décadas anteriores y su capacidad crítica. Un generalizado individualismo ocupó los espacios simbólicos favoreciendo un receso de las ideas críticas. Se trataba de un giro importante en el proceso de transformación de la cultura moderna que, por cierto, se vio acompañado de un crecimiento casi hipertrofiado de la institución del arte. El circuito de museos, galerías, crítica y mercado eran cómplices de una historia que había convertido el arte en un componente más del sistema de intercambio simbólico que caracterizaba a las sociedades postindustriales en un momento de máxima expansión. Jean Baudrillard analizaba la retroescena de este intercambio que volvía a hacer evidente el “tout devient marchandise” baudeleriano. Aquella pérdida de horizonte fue reivindicada desde discursos como el de Walter Benjamin –se habló de una “benjaminización” de la crítica–, inspirador de reflexiones que, como las de October y otras plataformas de pensamiento, analizaban las implicaciones de lo que Craig Owens llamó “the allegorial impulse” del arte contemporáneo.
Todas estas ideas son la base de un posible punto de partida para repensar el proyecto y las formas del arte. Uno y otro se asoman hoy al emerger de un nuevo “cuerpo social” en el seno de las sociedades contemporáneas arrastrando consigo todos los problemas antropológicos y políticos del reconocimiento. Es una situación nueva, de creciente complejidad que se nos presenta con la exigencia de un debate abierto que ayude a plantear las nuevas geografías de lo social. Le toca al arte y a la cultura del proyecto trazar la cartografía de ese nuevo mundo, es decir, construir los mapas y conceptos que permitan pensar las sociedades contemporáneas en su complejidad global.
Pero el trabajo del arte se orienta a los diferentes campos de la experiencia, interviene sobre sus dimensiones simbólicas, desciende a los intersticios de una experiencia que busca un reconocimiento, o se aventura a recorrer la experiencia del límite que acompaña siempre la condición humana, sus luces y sombras, su silencio. No deja de ser emocionante ver aquellas obras que desde Robert Smithson a Richard Serra, de Cristina Iglesias a Juan Muñoz, de Tony Cragg a Cabrita Reis señalan el silencio detenido de un espacio abierto pero suspendido. O aquel duelo que desciende por la obra de Boltanski como ritual de la memoria de la desaparición, llorada por Zoran Music o Carmen Calvo. O desde la dramaturgia de Bernardí Roig o John Davies, o en las imágenes de Markus Lüpertz o Georg Baselitz o desde la soledad de las fotografías de Bernd y Hilla Becher... Todas ellas arrastradas unas veces a la clausura de propuesta de Magdalena Abakanowicz, los gestos deformes de Bruce Nauman o el espacio virtual de un acontecer permanente que la obra de Muntadas vuelve a ofrecernos como la verdadera medida del mundo... O aquella otra que Sean Scully imagina como un muro de luz dispuesto siempre a la necesitada iluminación que el arte puede ofrecernos.
No sería justo no hacer referencia a la excepcional colección de fotografía que el IVAM ha reunido a lo largo de estos años, sin duda la más importante de las colecciones españolas, y que acompañan la exposición del XXV aniversario como un contínuum permanente. En su secuencia, van como fijando los momentos en los que se ha ido formando la mirada del espectador del arte del siglo XX, un largo viaje que, de nuevo y gracias a la Colección del IVAM, nosotros podemos recorrer.
Texto extraído del catálogo de la exposición “IVAM. XXV Aniversario”