En el discurso político y principalmente mediático, hay una palabra que se presta a todo tipo de desviación, incluso a todas las manipulaciones. Se trata de la palabra Europa. ¿De qué se está hablando, en realidad, al utilizarla? En su sentido original, el de los geógrafos, es la parte del mundo comprendida entre el océano Ártico al norte, el océano Atlántico al oeste, el Mediterráneo y la cordillera del Cáucaso al sur, el mar Caspio y el Ural al este.
Para razonar en términos políticos, la organización que mejor representa este conjunto es el Consejo de Europa (CE), creado en 1949, que reúne actualmente 47 Estados (entre los que se encuentran Rusia, Turquía y Ucrania). Tiene su sede en Estrasburgo. Sin embargo, dado que esta organización –de carácter intergubernamental– tiene competencias y recursos limitados, y por ende poca visibilidad, rápidamente perdió su función de representación de la Europa geográfica en beneficio de la Unión Europea (UE), la cual solamente cuenta con 28 Estados (todos ellos, por otra parte, miembros del CE), pero dispone de poderes considerables.
Por lo tanto, la UE no es “Europa”, en el sentido espacial del término, y es abusivo confundirlas. Dicho lo cual, esta usurpación semántica no disgusta a las instituciones de la UE, que pretenden adjudicarse el monopolio del uso de las “marcas” “Europa” y “europeo” como si las hubieran patentado… Pero, ¿a qué proyecto sirven estos vocablos? Sin duda no a la cooperación entre los países miembros y al respeto de sus diferencias, sino a la captación, por no decir a la toma como rehén de la idea europea por parte de instituciones –Comisión y Parlamento a la cabeza– que se comportan casi abiertamente como entidades extraterritoriales.
Para convencerse de ello, basta con leer los muy frecuentes titulares en los periódicos del estilo “Grecia frente a Europa” o bien “Francia desafía a Europa”. Como si un país miembro de la UE pudiera desafiarse a sí mismo, es decir, incriminar a una institución de la cual es miembro de pleno derecho. Estar dentro y fuera al mismo tiempo… Lo que podría pasar por muletilla lingüística (o por pura ignorancia) caracteriza de hecho una situación muy real: las instituciones de la UE se consideran más “europeas” que los pueblos de Europa y, por ende, depositarias y guardianas de un bien común europeo que ellas mismas han definido. Se estiman, pues, autorizadas a poner a los recalcitrantes en el buen camino, particularmente en materia presupuestaria, incluso a sancionarlos si se desvían demasiado.
Esta infantilización de los ciudadanos y gobernantes se explica en parte por una confusión sociológica: independientemente de su situación jerárquica, la mayoría de los funcionarios de la Comisión, del Consejo, del Tribunal de Justicia, así como muchos miembros del Parlamento, tienden a considerarse una vanguardia europea y a percibir el porvenir de la UE como una simple extrapolación de sus “burbujas” de Bruselas y de Luxemburgo. Han interiorizado la ideología liberal de los tratados que les sirve de cultura común. Asimismo, son cada vez más los que –con o sin brexit– utilizan únicamente el inglés en sus actividades profesionales, y eso a pesar del multilingüismo oficialmente garantizado por la UE.
Es posible sostener que esa promoción de una Europa sin asperezas, y consecuentemente con la mínima afirmación posible del papel y de la diversidad de los Estados, no es ajena al peso persistente de los movimientos de extrema derecha, nacionalistas y xenófobos, particularmente en el Este. Curiosamente, esta relación dialéctica rara vez es explorada…