A finales de los años 1980, una calurosa mañana, asistí en una calle de mi pueblo (1) a esta conversación. Un hombre peninsular (un foraster) le preguntó a un mallorquín de cierta edad : —Antes del turismo, ¿de qué vivíais ? Por su tono, daba a entender que nuestra supervivencia le parecía puro milagro.
Del contrabando – repuso el aborigen, dando a entender que los de fuera jamás comprenderían muy bien cómo y de qué nos sustentamos aquí.
La anécdota no refleja toda la verdad, pero no resulta despreciable. Para orientarnos en la trama, quizá debamos situarnos frente a la costa mallorquina, al atardecer de un día cualquiera ntre 1900 y 1960, aunque también es posible que suceda poco antes o después de esta última fecha ; en cualquier caso, con variantes relativas a un motor más o menos poderoso, y a una embarcación de mayor o menor tonelaje, la secuencia se desarrolla así :
El falucho procedente del norte de África se detiene aproximadamente a una milla del litoral que se perfila frente a los ojos de los marineros. Tras fondear la embarcación, sus tripulantes aguardan a que oscurezca. Cuando cae la noche, con un fanal, alguien efectúa unas señales dirigidas a los compinches situados en la costa. Desde la playa o las rocas, se las devuelven antes de indicar a dos llaüts (2) que ya pueden hacerse a la mar. Unos quince minutos más tarde las barcas alcanzan el falucho y se abarloan.
Entonces empieza el trajín. Los marineros comienzan a descargar los fardos que se amontonaban en la bodega de su barco, y los mozos que acompañan al patrón de la barca los amontonan en su interior. Estos fardos suelen pesar entre sesenta y ochenta kilos, y por lo general contienen tabaco, pero pueden ocultar otros productos. Café y trigo, por ejemplo. O penicilina, prácticamente inexistente entonces en la isla. Aunque también puede ser que contengan medias de nylon, pintalabios o preservativos. O piña en lata, algo exótico para nosotros. Quizá transistores italianos, piezas de recambio para motores, o motocicletas desmontadas pieza a pieza. En otras ocasiones se trata de laca de carpintero ; o de máquinas, para escribir, afeitarse. Botones tal vez, o agujas de coser. Licores extranjeros. A lo mejor canela en rama. O puede que sean modernos encendedores, aunque también es frecuente el comercio de suelas caucho destinadas a fabricar zapatos, o los cuatro neumáticos de un automóvil. Los fardos se amontonan ordenadamente en las barcas. ¿Doscientos ? ¿Dos mil ? Esas son las cifras que se barajan, pero, como veremos más adelante, siempre resultan aproximadas, legadas al cabo por la tradición oral, pues los contrabandistas no son dados a llevar libros de cuentas, ni otro control de la mercancía distinto del que memorizan sus cabezas.
En la orilla, con el agua en las rodillas, aguardan quince o veinte mozos del pueblo más cercano, los llamados trajinadores, que previamente habrán efectuado también su misión de vigilancia : ¿dónde se encuentran los números de la Guardia Civil ? ¿Se hallan convenientemente sobornados ? Por regla general, sí. Reciben su parte. A medias en especies y en metálico. Pero quizá se haya incorporado recientemente al cuartelillo un nuevo miembro, que todavía no se encuentra al cabo de la situación. O alguien dispuesto a discutir y elevar las cifras del soborno. Por si acaso, después de cargar los burros o los mulos, si es que los hay, o antes de acarrear las mercancías sobre las propias espaldas, como es más habitual, invierten las herraduras de los animales, de manera que parezca que sus pasos vuelven en vez de ir, o disimulan con cuidado las huellas que han dibujado sus andares sobre la arena.
Sólo en casos excepcionales, cuando las cosas se tuercen, los disparos interrumpen la quietud de la noche. Entonces los fardos se abandonan y los trajinadores se dan a la fuga. Cuando no hay problemas, caminarán cinco, diez, y hasta quince kilómetros antes de alcanzar la guarida donde la mercancía quedará almacenada, a cobijo de miradas indiscretas. El café o el tabaco, aunque sean fardos pesados, se transportan sin dificultad. El problema, dicen, lo provocan las piezas metálicas al incrustarse en la espalda.
Los isleños no somos aprendices en estos lances. Durante los siglos XVI y XVII, el gran negocio mallorquín se relaciona con la piratería y el corsarismo, quizá porque nos hallamos alejados de los centros de poder, y nos manejamos con facilidad dando el perfil a la ley, de manera que, el enriquecimiento ilícito, más que una desvergüenza, se considera una posibilidad cuya rentabilidad a nadie pasa desapercibida. Por descontado, el negocio requiere discreción ; el exhibicionismo, más que un signo de mal gusto, se considera una imprudencia, o una irresponsabilidad, pues las cosas pueden pasar desapercibidas si no son evidentes, y si no son evidentes nadie tiene por qué hablar de lo que no se debe nombrar. A diferencia de lo que ocurre en Sicilia, donde la ruptura de la omertà (3) se penaliza con sangre, en Mallorca, quien denuncia la corrupción del sistema, lo critica, o se va de la lengua, recibe como respuesta el silencio civil. De un día para otro, su víctima comprende que ha desaparecido del mapa social, hasta que con el paso de los meses y de los años advierte cómo la soledad se parece a la muerte en vida.
El contrabando, del latín contra bannum (contra el edicto, el bando o la prohibición legal) es el comercio de géneros prohibidos por las leyes del Estado. A diferencia del estraperlo, consistente en esconder al Estado un producto producido en el mismo lugar donde será consumido ; el contrabando importa de forma clandestina mercancías fabricadas en el exterior. Por eso el estraperlo es una forma de transacción que suele darse en la ruralía, mientras que el contrabando florece en las zonas fronterizas y costeras.
En la España del XVIII, el producto más contrabandeado era, al parecer, el propio dinero. En el XIX, durante las guerras carlistas, se disparó el comercio ilegal de armas, municiones y pertrechos de guerra. Pero, a principios del siglo XX, soplan otros vientos, y es al masificarse el hábito, al crecer el consumo de tabaco que coincide con la producción de cigarrillos en cadena, cuando asistimos a la eclosión de este comercio. El primitivo contrabando minorista pasa a mejor vida. Se dice adiós a maletas y baúles de doble fondo, a las angarillas de cinc como las que unían las banastas que sobre las caballerías conducían la carga y que se rellenaban de alcohol o tabaco, también a la picadura que las mujeres introducían en el corsé, en la enagua, o en los pantalones con bolsillos cosidos aposta. En estas tierras baleares, cuyas carencias industriales son evidentes e históricas, el contrabando se masifica y, como una gigantesca tela de araña, se imbrica en la sociedad. Quien no lo practica, posiblemente se convierta en su consumidor, se trate de un menestral o del mismo obispo. Aunque, como siempre sucede al referirnos a episodios de enriquecimiento ilícito, no existe la menor fiabilidad respecto de las cifras que se manejan.
Cabe hacer hincapié en la extrema pobreza que a principios del siglo veinte reina en las islas. La emigración al norte de África representa un flujo constante, y gran parte de los doscientos mil españoles que pueblan la franja costera argelina han nacido en las Baleares. Años después, el destino preferente de la nueva oleada de exilio económico será Sudamérica, en especial Argentina, y las islas de Cuba y de Puerto Rico.
Semejantes niveles de escasez explican por qué una amplia franja de población se beneficia del contrabando. Si hablamos del comercio de medicamentos, posiblemente nos refiramos a personas cuya salud bordea una situación extrema. Pero ¿qué sucede cuando las cifras del negocio se disparan y el primitivo contrabandista se convierte en una fortuna de primer orden nacional ?
En semejante contexto, la figura emblemática, que no la única, se llama Juan March. Nacido en Santa Margarita, un pueblo situado al este de la isla, pronto destaca como paradigma de lo que constituirá una revolución semántica. En menos de cincuenta años, será conocido como el último pirata del Mediterráneo, el “contrabandista” March (4), el agresivo, fulgurante y envidiado empresario March, quien da paso al financiero March, al banquero March y, hacia el final de su vida, al filántropo March.
Entremedias coquetea con cuantos grupos políticos y tendencias ideológicas piensa que le ayudarán a rentabilizar sus negocios. Terratenientes mallorquines, socialistas, o miembros de la dictadura del general Primo Rivera, incluido el propio dictador, pueden ser sus enemigos, o sus amigos si así lo desea. Compra voluntades. Soborna al poder. Durante la República, obtiene democráticamente su acta de diputado en el Parlamento de Madrid. Se diría que nada ni nadie se le resiste.
Hasta que, a causa de sus múltiples trapicheos, ingresa en prisión. Pero eso no es un problema para Juan March. Pasado un tiempo, compra a los carceleros y se fuga de la cárcel saliendo en coche por la puerta de la prisión. Desde Gibraltar se dirige a Inglaterra, donde no sólo se le acoge, sino que le franquean la entrada pues ya desde la Primera Guerra mundial se halla en la órbita de sus servicios secretos. De nuevo España, otra vez con el acta de diputado en la mano, consigue que, en los juzgados y en el Parlamento, se retiren los cargos que amenazan su libertad. En esta época, Manuel Azaña repite una frase que ya pronunció en su día un antiguo ministro de Hacienda : “O la República acaba con Juan March, o Juan March acaba con la República”.
Comienzan graves problemas para ésta. De pronto, el multimillonario –cuya fortuna es fruto, en gran parte, del enriquecimiento ilícito–, empieza a mover a gran escala los hilos de la política nacional. Su relación con Franco, se dice, no es fluida, pero suyo es el dinero que golpistas de la trama civil (Luca de Tena, Juan de la Cierva y Luis Bolín) utilizan en Londres para alquilar el Dragon Rapide, el avión con el que el general Franco se desplaza desde Canarias a Marruecos durante los primeros días del golpe.
Aunque las cifras de los historiadores discrepen de forma significativa y, por poner dos ejemplos, Mercedes Cabrera (5) afirma que March aporta cinco millones de libras esterlinas a los golpistas, mientras que Antony Beevor (6) eleva la cifra hasta quince millones, siempre debemos tener presente que las cifras manejadas por los contrabandistas difícilmente pueden ser cuantificadas por los historiadores, aunque la gran mayoría está de acuerdo en afirmar : una tercera parte del total de los mil ochocientos millones de pesetas en que está cuantificado el gasto militar de los nacionales durante la guerra civil es aportada directamente por el mallorquín March.
Ya en la postguerra, la gran democracia inglesa no duda en contactar de nuevo con Juan March para que transfiera a los generales franquistas el importe de los sobornos que Churchill les ofrece y que éstos aceptan. A cambio de influir en la voluntad del ya Generalísimo, y para evitar que España participe en la Segunda Guerra mundial a favor de las potencias del Eje, durante los años 1940 y 1941, en un montaje organizado por Juan March, trece millones de dólares acaban en sus bolsillos.
Sin embargo, en mitad de este proceso destinado a granjearse la respetabilidad de los círculos financieros británicos, reaparece el alma de contrabandista que su interior alimenta, y no duda en comerciar con el III Reich alemán al que suministra combustible para sus programas de guerra y de exterminio.
Como dice Leonardo Sciascia (7), así se verifica “una duplicidad entre el decir y en el hacer, y entre el decir y el decir, que se realiza en fracciones mínimas de tiempo y de espacio : entre, por ejemplo, aquello que se dice en este Parlamento y aquello que se dice antes de entrar o apenas se abandona”.
Hoy en día, la globalización ha convertido el planeta entero en el paraíso del contrabandista. Cualquier producto de cualquier lugar es susceptible de ser contrabandeado. En especial prolifera el tráfico de personas, de armas y de drogas, con la particularidad, estas últimas, de ser ilegales ya en su génesis. También las prácticas corsarias adquieren nueva carta de naturaleza, y resulta ilustrativo comprobar cómo los comercios pertenecientes a ciudadanos chinos, en España, gozan de ventajas fiscales que los propios comercios españoles no tienen, quizá para que nos hagamos a la idea de lo que nos aguarda el día de mañana, cuando la previsible futura primera potencia invada nuestros mercados y ya nosotros hayamos efectuado los recortes sociales precisos para que no advirtamos la pérdida de libertades que conlleva su llegada.
Mientras, en la isla de Mallorca, pervive como modelo económico la industria turística nacida en la década de los sesenta del siglo pasado. Industria que, se supone, porque todo en el contrabando es un suponer, se alzó en gran parte con fondos blanqueados procedentes del comercio ilegal.
P.S. Hace más de dos mil cuatrocientos años, en Atenas, Clístenes reformó en sentido democrático la Constitución de Solón, y creó la figura del ostracismo. Para que se ejecutara contra un ciudadano este destierro temporal, que duraba diez años, la Asamblea preguntaba al pueblo si existía en la República alguien a quien imponer esta pena. Cuando 6.000 votantes, mediante sufragio secreto, se pronunciaban en sentido afirmativo, el incurso debía abandonar el territorio del Ática. El ostracismo era el arma de la democracia para defenderse de sus enemigos. Hallarse en ostracismo era someterse a un procedimiento que permitiera reintegrar al Estado-ciudad a quien por sus odios o ambiciones se había hecho peligroso para la tranquilidad pública.
(1) Son Servera (Mallorca).
(2) Típica embarcación mallorquina de cabotaje.
(3) Nombre que recibe en Sicilia, en ambientes mafiosos, el pacto de silencio.
(4) Lo afirma March frente a un juez francés.
(5) Mercedes Cabrera, Juan March (1880-1962), Marcial Pons Historia, Madrid, 2011.
(6) Antony Beevor, La guerra civil española, Ed. Crítica, Barcelona, 2005.
(7) Andrea Camilleri, Un onorevole siciliano, Ed. Bompiani, Milán, 2009.