En una bella escultura quedó uno de los símbolos que durante años se identificó con el régimen franquista : el Azor, yate en el que Francisco Franco, el “Caudillo”, se dedicaba a la pesca, su afición favorita, sin desdeñar la pintura. En la década de 1940, cuando veraneaba en el pazo de Meirás y Max Borrell era gobernador civil de A Coruña, éste lo llevó en un bote. Le sorprendió el entusiasmo dictatorial. Al día siguiente Franco le llamó para salir otra vez : “Yo le diré a Carmen que nos prepare unas tortillas y unos filetes : así podremos estar más tiempo en la mar”.
También por aquella época, Franco oyó hablar de un capitán de fragata, Nieto Antúnez, quien le sugirió que el Estado –es decir, él– tuviese un yate de recreo. Por supuesto, los caprichos del Excelentísimo eran órdenes, y en 1949 salía el Azor de los astilleros Bazán de Ferrol. Sus paredes eran de madera de fresno y de raíz de sicomoro egipcio. Y su plata vieja, y la fina porcelana de sus vajillas y los camarotes subyugarían a los invitados.
La botadura corrió a cargo de la señorita María del Carmen Franco Polo. Poco tiempo antes, los periódicos le llamaban “Carmencita Franco”, hasta que recibieron la orden escrita, en papel sellado, de la autoridad de prensa : había que llamarla señorita, y por su nombre completo ; más tarde sería obligatorio, junto al nombre, el título de “marquesa de Villaverde”.
Durante décadas, todo el fasto de un régimen, las horas libres de quien nunca consideró la libertad de los demás como necesaria, almirantes, ministros, jefes de Estado con sus fraques, condecoraciones, gorras de comodoro, blazers con buenos y legítimos escudos bordados ; ensueños de imperio, de marino sin escuela, de pintor sin colores para el cielo gallego –pero con una Leika alemana de los viejos tiempos– : todo albergaba el Azor. En él se aficionó el dictador por la pesca de atún. Su primo y secretario, el general Franco Salgado, decía fríamente que, con el coste del petróleo del Azor y el del buque de escolta, el sostenimiento de la tripulación –comandante, segundo, maquinista, tres suboficiales, tres cabos, 32 hombres a los que Franco reunía a veces en el sollado y les contaba leyendas gallegas de aparecidos– conseguía los atunes más caros del mundo.
Cuenta Eduardo Haro Tecglen que Franco se reía de sus invitados en el barco : no lo resistían. A veces les gastaba bromas : hacía falsos “avisos a los navegantes” advirtiendo de fuertes temporales inmediatos, se los hacía llevar al comedor y los leía en voz alta : se reía a carcajadas cuando los demás comenzaban ya a ponerse verdes. Los que le acompañaban entonces dicen que era feliz y que se sentía libre : conseguía salir de su propio régimen.
El Generalísimo y Don Juan, el Conde de Barcelona [hijo de Alfonso XIII y heredero legítimo de la Corona], se reunieron en el Azor el viernes, 27 de agosto de 1948, estando el barco cinco leguas mar adentro contadas desde el monte Igueldo. Una entrevista fría, desapacible, en la que llegaron al acuerdo sobre el punto fundamental que a Franco preocupaba : los dos Infantes, Juan Carlos y Alfonso, cursarían sus estudios en España fijando en ella su residencia. Tal vez este haya sido el acto más significativo para España celebrado dentro del marco marino.
Pues bien, como la mayoría de los símbolos franquistas, tras la muerte de su patrón, se le acabó al barco la andadura fascista. Duró 26 años de la vida de Franco. Después quedó anclado y fue usado con timidez. Una vez por la Familia Real (Juan Carlos embarcó en él para pasar revista a la flota). Otra histórica vez por un socialista, un “rojo”, el entonces presidente del Gobierno Felipe González en las vacaciones de verano de 1985. Un pálido y leve crucero : de Lisboa a Rota. En unas declaraciones a la prensa, Felipe González dijo que aprovechaba este viaje para mantener una entrevista con Mario Soàres. El presidente del Gobierno indicó que el viaje en el Azor no tenía una duración determinada ni un destino concreto, “quiero conocer la costa portuguesa”. La derecha criticó a González con sarcasmo y le acusó de querer meterse en la piel sagrada de su antecesor. La izquierda lo inculpó de ostentación, lujo y de redimir el nombre del barco maldito.
En sus Memorias del periodo 1982-1991 (Dejando atrás los vientos, Espasa, Madrid, 2006), Alfonso Guerra afirma que Felipe González cometió su primer error con proyección pública en la primavera de 1985, cuando, después de un Consejo de Ministros, tuvo la “desgraciada ocurrencia” de embarcarse en el yate Azor para hacer una pequeña travesía. Ante la petición de Guerra de que no lo hiciera, el presidente González afirmó que “el patrimonio del Estado no podía ser ignorado porque lo hubiese utilizado un gobernante autoritario” y pasó por alto el argumento de su vicepresidente de que el Azor “estaba ligado en la retina de los españoles a las ridículas aventuras del ‘Caudillo”.
Según Alfredo Relaño, el presidente socialista del Gobierno “ocupó su tiempo en la pesca, en las modalidades de curri y curricán, al parecer sin mucha fortuna, y se sorprendió notablemente cuando tuvo conocimiento de la impresión negativa que su excursión en el Azor estaba teniendo en la opinión pública española. La primera noticia de ello le llegó a Felipe González, según comentó a un redactor de El Correo de Andalucía, en la noche del viernes, cuando había desembarcado en Portimão para dar un paseo en coche con un amigo. Desde la radio del coche sintonizó el programa “Popular” de la COPE, en el que Alejo García entrevistaba al actor José Sacristán ; ambos estuvieron comentando la decisión del presidente del Gobierno de embarcarse en el Azor. El Correo de Andalucía publicaba al día siguiente una amplia entrevista con el presidente del Gobierno.
En la misma, Felipe González exponía su extrañeza por la polémica originada por su viaje, al tiempo que reivindicaba su derecho a tomar unas vacaciones tranquilo sin sentirse perseguido. Igualmente explicaba sus planes de completar su estancia en Palma de Mallorca con una o dos semanas en algún punto de Andalucía suficientemente aislado como para no recibir visitas que importunaran su descanso. Más tarde encontraría este remanso de paz solazándose con su novia y puros habanos en un velero de no menos de 15 metros de eslora en aguas de Ibiza.
El final del viaje marítimo azoriano concluyó en Ayamonte. Dos lanchas procedentes del Azor, que llevaba tiempo fondeado en las proximidades, llegaban a la zona conocida como punta del Moral, junto a la desembocadura del Guadiana. Una de las lanchas llevaba a Felipe González y a sus acompañantes, y la otra, los equipajes.
El mítico velero llegó a Rota y no volvió nunca más a la mar ; nadie lo reclamó ni utilizó, hasta que se supo que se oxidaba desguazado al sol en un erial de Cogollos, Burgos, en un complejo hotelero famoso por la calidad de sus asados. El yate de Franco se encontraba anclado en medio de ninguna parte, mal conservado, como una simple sombra, una mínima parte de lo que fuera. Los turistas podían subir y recorrerlo por completo, aunque el estado de abandono en el que se encontraba rendía peligrosa la visita. A muchos les resultaba un tanto triste el deterioro del símbolo. Para ellos, el Azor era un trozo de la historia de España que los españoles no supimos conservar y que sin duda merecía ser guardado.
A finales de 2011, lo adquirió Fernando Sánchez Castillo (Madrid, 1970), escultor contemporáneo, estudioso de la relación entre historia y política, arte y poder, espacio público y memoria colectiva. En este reciclaje del paisaje intelectual del país, el artista desmenuzó durante una semana el barco con ayuda de los recuperadores del metal (a quienes pertenecen los bloques que se amontonan ahora en Matadero). Compró el barco por algo más que al peso, pagó por la historia. No quiere desvelar por cuánto, pero asegura que cualquier ciudadano español podría haberlo hecho antes que él, pero “no interesaba a nadie”. “Franco ya no era rentable económicamente”.
Sólo ha dejado intactos y reconocibles el mástil, los asientos y las letras con el nombre del barco. Con esta acción ha logrado que uno de los últimos referentes vivos (aunque abandonado) haya perdido todo su significado al transformarlo en una gran montaña de acero y aluminio pasada por el desguace, un prisma sin carga emotiva. Ahora descansa en paz, arrugado, en la nave frigorífica del Matadero de Madrid, convertido en una escultura minimalista gigante. Se titula “Síndrome de Guernica”, y se puede apreciar en el Centro de Creación Contemporánea Matadero Madrid.
Sánchez Castillo responde de esta manera a sus críticos : “El barco ha cambiado de estado, ha pasado del campo del mito y la memoria a la órbita de la estética moderna. Por primera vez Picasso utilizó en el Guernica un lenguaje formal como el cubismo para meterse en un asunto real y cruel. Mi proceso fue a la inversa : pasé la historia a una paz formal, como el cubo. Es una forma abstracta que no suelo utilizar porque soy más figurativo”. Con sus palabras quiere aclarar que no tiene “responsabilidad histórica” por haber desguazado el barco. “Tengo una responsabilidad estética. No soy polemista, no lo considero una destrucción. Se destruye cuando el barco deja de ser barco, pero ahora hay una memoria de lo que fue el barco”. De hecho, el destino de la nave era la destrucción por decreto ley, pero la orden no se llegó a cumplir nunca.
“El mayor tabú es que yo estoy actuando como el Estado, que oculta las esculturas de Franco”, recuerda el artista en referencia a la falta de normalidad democrática en la gestión de la memoria histórica de las instituciones. Es más, la burocracia, las úlceras, las negativas son parte de su proceso democrático al demostrar que 40 años no han sido suficientes para la Transición.
La transformación en chatarra del Azor acompaña a varios momentos de la vida del barco, que coinciden con los de la historia contemporánea española. “La vida como barco en la dictadura, donde Franco determina el heredero al trono y prueba a los ministros ; la Transición que ordenó su destrucción, pero que Felipe González usa un verano ; y el momento postcapitalista, cuando se intenta rescatar por la vía comercial y convertirlo en un hotel flotante en Marbella, lo que choca con la orden del Estado que quiere ocultarlo y hacerlo desaparecer, pero no lo consigue”.
Sánchez Castillo no habla con rencor ni reproches, sino con ganas de entender. A pesar de su destacada posición en el mundo artístico, él prefirió el exilio. “Vivo en Francia y estaba un poco ajeno a toda esta polémica de la Memoria histórica, pero el problema en España es que se confunde arte y decoración. Yo soy un artista y no pretendía hacer propaganda política con este proyecto. Me siento un exiliado intelectual”.
“Síndrome de Guernica” es la metáfora del penúltimo signo del franquismo. “El último es el Valle de los Caídos, pero eso se caerá solo”, concluye Sánchez Castillo, porque la piedra caliza que se empleó es de baja calidad y se está resquebrajando sin remedio.
Fernando Sánchez Castillo ha protagonizado las reflexiones más incisivas y molestas sobre las imágenes legadas del pasado, porque “tenemos un problema con nuestra historia”. Y también con el presente : es difícil olvidar trabajos como la visita con invidentes a un almacén para tocar una escultura de Franco, retirada gracias a la Ley de la Memoria Histórica. Pero en realidad, lo que aquel trabajo demostraba, al negarle el acceso a cientos de imágenes salvo el permiso del Ayuntamiento de Barcelona, era la incapacidad de este país para tratar con normalidad ciertos elementos de su historia más reciente. La sombra del silencio es tan alargada que oprime a la democracia.
Fuentes :
Eduardo Haro Tecglen, El País, Madrid, 4 de febrero de 1990.
Peio H. Riaño, “El Azor ya es chatarra histórica”, Público, Madrid, 23 de enero de 2012.
Matadero Madrid, Centro de Creación Contemporánea, Paseo de la Chopera, 14. Madrid. www.mataderomadrid.org.