Decía Álvaro Mutis que la literatura y la poesía solo eran testimonios sin capacidad de cambio. Quizá con los comentarios jurídicos suceda lo mismo, y las palabras que se arrojen a los medios de comunicación no sirvan más que para dar noticia de los desmanes legislativos que últimamente padece nuestro Derecho. Sin embargo, y aunque así fuera, no pierdo la esperanza de que el empeño de muchos juristas críticos con los cambios que se vienen produciendo consiga trasmutar mínimamente esa realidad.
Sin lugar a dudas, las modificaciones legislativas producidas a lo largo de este último periodo (2008-2013) esconden algo más que un saneamiento de las cuentas públicas. Entre la letra pequeña de artículos que proclaman la necesidad de adoptar medidas para racionalizar el gasto público y reestructurar la Administración pública en aras de la eficiencia, se enmascaran verdaderas declaraciones de liberalización y privatización de sectores y bienes estratégicos. Para ejemplificar lo dicho, daré un pequeño repaso a algunas novedades normativas de este año 2013.
La reforma de la Ley de costas llevada a cabo en mayo de 2013, y que utilizó un pomposo nombre para maquillar sus intenciones (1), santifica la apropiación privada de nuestras costas y playas. A golpe de una más que deplorable técnica legislativa, intenta perpetuar –cuando no empeorar– los desmanes históricos realizados en nuestro litoral. Así, a las construcciones ilegales realizadas en el dominio marítimo les renueva la prórroga por setenta y cinco años. Autoriza, además, la ejecución de ‘obras de consolidación y mejora’ que llegan a comprometer el desarrollo sostenible de nuestro país y el derecho de las generaciones futuras. Prima títulos históricos privados en terrenos inundados artificialmente, como marismas, salinas o zonas de acuicultura, sobre la titularidad pública. Reduce las zonas de protección y servidumbre de las costas, rías y paseos marítimos consintiendo que el urbanismo conquiste espacios vírgenes del litoral. Sacraliza las urbanizaciones marítimo-terrestres permitiendo que se privatice el acceso a las mismas por medios navegables y promueve la inhibición de la Administración por la vía del silencio en la defensa de tan importantes bienes públicos (2).
Resultado de lo cual será, a buen seguro, un mayor volumen de negocio para el sector de la construcción, y la modificación de las leyes urbanísticas por más de una Comunidad Autónoma para ampliar el derecho de edificación en suelo rústico. En contraposición, los ciudadanos asistiremos al espectáculo de ver cómo el uso público del dominio marítimo-terrestre queda cercenado por los derechos de titularidad privada y nuestras legítimas aspiraciones a la protección del paisaje y el medio ambiente languidecen, una vez más, en la recámara legislativa.
Por su parte, la inminente ley de reforma del gobierno local (3) se encargará de dar la puntilla a nuestros municipios. De todos es conocido que el desarrollo de los pueblos y comunidades comienza con la creación de gobiernos locales autónomos, con autosuficiencia financiera y poder de decisión político y administrativo. La configuración de unos municipios fuertes y eficaces siempre ha sido sinónimo de crecimiento y progreso.
Pues bien, pese a abordar un nivel de gobierno que debería tener un tratamiento privilegiado por ser el que realmente acerca el bienestar a los ciudadanos, la línea seguida está justamente en las antípodas. Con la más que probable aprobación de esta norma, se les impedirá a nuestros municipios participar en la definición de políticas públicas tan relevantes para los vecinos como los servicios sociales, la enseñanza o la atención primaria de salud, recentralizando todas las competencias en las Comunidades Autónomas. Una tendencia, por cierto, contraria a la seguida en todos los Estados descentralizados o de corte federal. Convertirá a estas instituciones en meros gestores administrativos a los que les negará, además, la gestión de sectores clásicamente locales, como los servicios sociales, junto a otros de factura más reciente, como medio ambiente, la defensa de los consumidores, el desarrollo local, la violencia de género o la cooperación para el desarrollo.
Por si eso no fuera suficiente y en aras de una indeterminada sostenibilidad financiera, se adoptarán medidas liberalizadoras que les prohibirá realizar actividades económicas cuando pongan en riesgo la concurrencia empresarial privada. O, en fin, veremos que la reserva de prestación de servicios esenciales como mataderos, mercados y lonjas centrales desaparecerá para abrir este nicho de la actividad pública a la libre competencia.
Como remate final, someterá a los municipios de menos de veinte mil habitantes, y especialmente a los de menos de cinco mil, a un verdadero desapoderamiento de sus competencias sobre servicios básicos o su capacidad de contratación para cederlo a las Diputaciones provinciales, conocidas instituciones cuya visualización democrática sigue durmiendo el sueño de los justos.
Todo ello arrastrará consecuencias que aún no alcanzamos a ver en su totalidad pero que podemos intuir ligeramente. Pensemos en el ahondamiento de la brecha que separa a municipios pequeños y grandes, el abandono de la zona rural en favor de las grandes ciudades o la generación de grandes desigualdades de trato y prestaciones en función del lugar de residencia. Por no hablar de la minusvaloración del poder representativo, las trabas añadidas a la exigencia de responsabilidades políticas a nuestros gobernantes o la devaluación de la participación ciudadana.
Mientras esto sucede, sólo nos reconforta saber que algunos poderes públicos no cejan en su empeño de luchar por el modelo de Estado social que corona nuestra Constitución. Uno de los logros que podemos apuntar en el haber es el reciente varapalo dado por la Comisión Nacional de la Energía (CNE) a la normativa que establecía el llamado peaje de respaldo al autoconsumo, esto es, un impuesto que grava la energía consumida procedente de fuentes renovables de generación propia. En su informe (4) se dice que, además de producir un trato discriminatorio injustificado entre los consumidores, se impide “poner en valor los ahorros y beneficios sociales que conlleva el autoconsumo” y “se sacrifica la eficiencia económica a medio y largo plazo en aras de la sostenibilidad económica a corto plazo” del sector eléctrico.
Otro logro son las gratificantes palabras del juez que paralizó la, así denominada, privatización de la sanidad madrileña alegando que el ahorro de costes es “de momento, virtual, al estar basado en cálculos hipotéticos” y que, contrariamente a lo que se nos quiere hacer creer, el interés general “en lugar de estar concretado en ese ahorro, lo esté precisamente en el mantenimiento del modelo actual” (5).
Hay que permanecer alerta. No vaya a ser cierta aquella premonición de que, en la trastienda de esta crisis europea, lo que realmente late es echar el cerrojo a cualquier posibilidad de salida del ultraliberalismo (6).
NOTAS :
(1) Ley 2/2013, de 29 de mayo, de protección y uso sostenible del litoral.
(2)Véase también José Antonio Martín Pallín, “La costa salvaje”, El País, Madri, 12 de octubre de 2013.
(3)Proyecto de Ley de racionalización y sostenibilidad de la Administración local, aprobado por Consejo de Ministros el 26 de julio de 2013 y remisión al Congreso de los Diputados el 6 de septiembre de 2013.
(4)Informe 19/2013 de la CNE sobre la propuesta del Real Decreto por el que se establece la regulación de las condiciones administrativas, técnicas y económicas de las modalidades de suministro de energía eléctrica con autoconsumo y de producción con autoconsumo.
(5) Véase Juli Ponce, “La privatización de la sanidad. El caso de Madrid : entre derecho, política económica y buena administración” en blog de la Revista catalana de dret públic, 2 de octubre de 2013. http://blocs.gencat.cat/blocs/AppPHP/eapc-rcdp/
(6) Laurent Carroué, “¿Refuerzo del rigor y alienación de las soberanías ?” en Geopolítica del caos, Le Monde diplomatique, edición española - Temas de debate, Madrid, 1999, pág. 68.