Aunque no se reduzca a eso, los debates políticos suelen presentarse como batallas de cifras. La campaña del referéndum del 23 de junio sobre la permanencia (remain) del Reino Unido en la Unión Europea (UE) o su abandono (leave), que se ha saldado con la victoria del brexit y, por tanto, la decisión de los británicos de salir de la UE, lo ha demostrado una vez más. Cada sector había movilizado a expertos, lobbistas e instituciones de todo tipo para realizar montones de estudios prospectivos –evidentemente contradictorios– sobre las ventajas o los peligros, en particular económicos y financieros, del brexit para el reino. Por el contrario, el ciudadano británico ha estado menos informado, o nada en absoluto, sobre la manera en la que su país había diseñado las prácticas y las políticas comunitarias de la UE. Aquellos que, tanto en Bruselas como en la mayoría de las capitales europeas, se alegran de esta influencia evitan gritarlo a los cuatro vientos. Aquellos que la aceptan con dificultad, especialmente en Francia, no quieren mostrar públicamente su incapacidad para contenerla.
A excepción de Francia, involucrada militarmente en numerosos escenarios de operaciones exteriores, los Estados miembros de la Unión Europea limitaron en gran medida sus ambiciones estratégicas internacionales al horizonte europeo y a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) (1). Se expresan desde el interior de la UE, incluso de la eurozona, habiendo incorporado sus obligaciones y sus supuestas ventajas, y no razonan en términos de “mano a mano” o de enfrentamiento con “Europa”. Grecia, sometida a los diktats de sus socios y amenazada con la expulsión de la moneda única, parece ser la excepción que confirma la regla.
Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, las elites políticas británicas han adoptado una postura totalmente diferente. En un discurso del 5 de diciembre de 1962, Dean Acheson, secretario de Estado del presidente estadounidense Harry Truman entre 1949 y 1953, criticó esta postura en términos retomados constantemente más tarde e, incluso de manera muy reciente aún, en las polémicas sobre el brexit : “Gran Bretaña perdió un imperio y aún no ha encontrado su papel. El intento de desempeñar el papel de potencia autónoma, es decir, un papel basado en una ‘relación especial’ con Estados Unidos, un papel basado en su lugar a la cabeza de una Commonwealth que no tiene ningún tipo de estructura, unidad o poder ; ese papel ha llegado a su fin”.
Entonces, estas declaraciones provocaron un escándalo en el establishment británico, tanto más cuanto que ridiculizaban los términos de dos discursos, también históricos, pronunciados por Winston Churchill unos quince años antes (2). En el primero, el 5 de marzo de 1946 en Zúrich, el Primer Ministro preconizaba la creación de una Europa federal a la cual el Reino Unido brindaría un generoso apoyo pero desde el exterior : “Estamos con ustedes, pero no somos parte de ustedes”. En el segundo, en 1948, ante el Congreso del Partido Conservador, desarrollaba su teoría de los “tres círculos”, en cuya intersección se encontraba, según él, el Reino Unido : primero los países de lengua inglesa –es decir, también Estados Unidos y los dominios “blancos” (Canadá, Australia y Nueva Zelanda)– ; a continuación, Europa ; y, finalmente, la Commonwealth. La pertenencia exclusiva a uno de ellos, incluso al más cercano, Europa, estaba fuera de discusión.
Una expresión ha reaparecido con frecuencia estos últimos tiempos en los medios de comunicación para caracterizar las relaciones entre Londres y la Unión Europea : “semi-detached”, palabra que evoca las casas adosadas de los suburbios británicos. La UE no constituye una sola casa, sino dos : una que posee 28 habitaciones –entre ellas, la del Reino Unido– y otra con una sola habitación, la del Reino Unido. Según las circunstancias, Albión vive en una u otra de estas residencias. Las concesiones obtenidas por el primer ministro David Cameron durante el Consejo Europeo del 18 y 19 de febrero de 2016 lo confirman (3).
La reivindicación de una “relación especial” con Estados Unidos resulta menos fácil. Esta ilusión, alimentada durante mucho tiempo, se actualizó en 2013 con motivo de las revelaciones de Edward Snowden sobre la red mundial de vigilancia tejida por la Agencia Nacional de Seguridad estadounidense (NSA). Lo que nadie en la comunidad de los servicios de inteligencia ignoraba quedó espectacularmente expuesto en el ámbito público : las “grandes orejas” que escuchan todos los mensajes del planeta por cuenta de Estados Unidos no sólo son estadounidenses, sino también australianas, británicas, canadienses y neozelandesas. En efecto, los estrategas de Washington sólo depositan su total confianza en sus subcontratistas con los que comparten la lengua inglesa.
Este club de los “Cinco ojos” (“Five Eyes”) se formalizó después de la Segunda Guerra Mundial mediante tratados secretos, comenzando por el United Kingdom-United States Communications Intelligence Agreement (UKUSA), firmado en 1946. De ahí a imaginar que esta “anglosfera” constituye un círculo de poder al margen de la Unión Europea, desde el cual Londres podría proyectarse de forma internacional, hay un abismo, que Barack Obama, ni sus predecesores, nunca ha pensado cruzar. El 22 de abril de 2016, durante su visita a Londres, el Presidente estadounidense recordó firmemente a sus anfitriones que la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea era también un asunto de interés nacional –lo único que cuenta– para Estados Unidos. A pesar de que la “anglosfera” sigue teniendo una resonancia sentimental y cultural muy fuerte en Canadá, en Australia y en Nueva Zelanda, no podría constituir una prioridad para sus Gobiernos, aunque sólo fuera por razones geopolíticas : Ottawa debe primero gestionar su relación con su gran vecino del sur, y Canberra y Auckland, encontrar su lugar en la zona Asia-Pacífico.
La “anglosfera”
Estas fuerzas centrífugas demuestran la dificultad de constituir una comunidad política con el vínculo lingüístico como único cimiento. Pero los devotos de la “anglosfera”, que lamentan su desintegración, todavía no se han dado cuenta de que ya han cosechado una enorme victoria. Ya existe una “anglosfera” bis, y en plena expansión : la Unión Europea (4). En términos estrictamente lingüísticos, la UE es cada vez más inglesa. Se puede observar en la mayoría de los ámbitos científicos y técnicos, en la gestión de las empresas, en la enseñanza superior, en las actividades relacionadas con la comunicación y el comercio, etc., donde el inglés reemplaza a las lenguas nacionales.
En el seno de las instituciones europeas –que deberían predicar con el ejemplo–, la Comisión, aunque guardiana de los tratados y del resto del “acervo comunitario” de forma estatutaria, ignora abiertamente el reglamento lingüístico de 1958, que otorga a los idiomas nacionales (actualmente 24) de los Estados miembros el estatus de lenguas oficiales y lenguas de trabajo de la UE. En efecto, privilegia excesivamente el inglés, al igual que el Servicio Europeo de Acción Exterior e incluso las instancias del Consejo Europeo (5). La servidumbre voluntaria llegó a su punto máximo cuando Pierre Moscovici, comisario europeo de nacionalidad francesa, envió una carta oficial en inglés a Michel Sapin, ministro de Finanzas de François Hollande. Esta importante tendencia comunitaria tiene consecuencias económicas : al menospreciar la “competencia libre y sin distorsiones”, favorece a las empresas de los países anglófonos (Irlanda y el Reino Unido), que, en cambio, no deben pagar los considerables gastos de traducción de las respuestas, a menudo voluminosas, a las licitaciones de la Comisión (6).
Otro motivo de satisfacción para Londres : la UE no sólo es inglesa en sus prácticas lingüísticas ; lo es también en su filosofía y sus políticas, y desde su origen. En efecto, el Tratado de Roma, que dio origen a la Comunidad Económica Europea (CEE) en 1957, sitúa los dogmas liberales de la competencia y del libre comercio en la cima del edificio comunitario. Los tratados ulteriores, y en particular el Acta Única (1986), no hicieron más que confirmarlo. Al no haber sido signatarios del Tratado fundacional, en aplicación de la doctrina Churchill, los dirigentes británicos evaluaron más tarde sus potencialidades y trataron de corregir su error. Tras dos intentos bloqueados por el general De Gaulle, el Reino Unido entró finalmente en la CEE en 1973. Este cálculo pragmático de los costes y de los beneficios de la adhesión estaba en las antípodas de la mística europeísta de los dirigentes de la socialdemocracia y la democracia cristiana del continente.
Fue Margaret Thatcher, primera ministra de 1979 a 1990, quien formuló con mayor claridad el objetivo perseguido por el Reino Unido : “Todo el gran mercado y nada más que el gran mercado”. De ahí surge una línea política constante, independientemente del color de los Gobiernos de Londres : eliminar las trabas a las fuerzas del mercado, de manera unilateral si es necesario, exigiendo derogaciones de leyes comunitarias, en particular en materia social ; multiplicar los obstáculos a cualquier forma de unión política o monetaria ; reivindicar, sin vacilaciones, la obtención del máximo de beneficios económicos por la pertenencia a la UE. Uno de los logros –compartido con Alemania– de esta estrategia fue la ampliación, en 2004 y después en 2007, a los Estados de Europa central y del Este, que aumentó significativamente las posibilidades de dumping social intracomunitario, en particular a través de la utilización de “trabajadores desplazados” (7). Una gran obra de arte, como se puede observar, pero cuyos resultados sólo son reivindicados en voz baja por la diplomacia británica con el fin de obtener cada vez más de sus socios...
Londres había encontrado un compañero de viaje inesperado : la Comisión Europea. En efecto, el Ejecutivo bruselense, que se ve como el Gobierno de una hipotética Europa federal, se muestra radicalmente hostil a la Europa de los Estados preconizada por la mayoría de los dirigentes británicos. En cambio, ve en ellos valiosos aliados para generar liberalismo de manera continua. Esta connivencia se traduce en la presencia de británicos en puestos estratégicos para sus intereses en el seno de las instituciones de la Unión Europea. Así pues, uno de ellos preside desde hace más de diez años la Comisión de Mercado Interior del Parlamento Europeo. Más significativa aún fue la decisión de Jean-Claude Juncker, presidente de la Comisión, de nombrar comisario de Servicios Financieros a Jonathan Hill, conocido sobre todo como agente de influencia de la City y portavoz del lobby bancario. No es el único comisario en situación de conflicto de intereses, pero ciertamente el más emblemático, al igual que Juncker, ex primer ministro de Luxemburgo, quien, tal y como lo demostraron los “LuxLeaks”, concedió beneficios fiscales a varias multinacionales como Apple o Amazon (8).
Para Dean Acheson, el Reino Unido buscaba su papel hace más de medio siglo. Si se expresara hoy, podría pensar en el de pasajero clandestino de la construcción europea (9). Un pasajero que obtiene un triunfo modesto y deja a otros la tarea de recordar sus proezas. Y nadie está más cualificado para semejante ejercicio que Peter Sutherland, verdadero oligarca de la mundialización liberal (10). En efecto, sabe de qué habla cuando escribe : “Una de las ironías más desoladoras con respecto a un posible brexit es que Londres ha cosechado un éxito muy grande al construir una Unión Europea librecambista a su imagen y semejanza” (11).
NOTAS :
(1) Entre los miembros de la Unión Europea, sólo seis países (Irlanda, Suecia, Finlandia, Austria, Chipre y Malta) no son miembros de la OTAN.
(2) Véase Bernard Cassen, “‘Brexit’ : David Cameron encerrado en su propia trampa”, Le Monde diplomatique en español, febrero de 2016.
(3) Cf. “Las dos casas del Reino Unido”, Le Monde diplomatique en español, marzo de 2016.
(4) Véase Benoît Duteurtre, “La lengua de Europa”, Le Monde diplomatique en español, junio de 2016.
(5) Véase “Pour une ambition francophone”, informe Nº 1.723 presentado por Pouria Amirshahi, Comisión de Relaciones Exteriores, Asamblea Nacional francesa, París, enero de 2014.
(6) Véase Dominique Hoppe, “El coste del monolingüismo”, Le Monde diplomatique en español, mayo de 2015.
(7) Véase Gilles Balbastre, “Trabajo desplazado, trabajadores encadenados”, Le Monde diplomatique en español, abril de 2014.
(8) Cf. Eva Joly y Guillemette Faure, Le Loup dans la bergerie, Les Arènes, París, 2016.
(9) Utilizada en Ciencias Sociales para designar al beneficiario de una acción colectiva a la cual no contribuye, esta noción fue elaborada por el economista estadounidense Mancur Olson, La lógica de la acción colectiva : bienes públicos y la teoría de grupos, Limusa, Ciudad de México, D. F., 1992.
(10) Ex miembro de la Comisión Trilateral, ex comisario europeo, ex director general del Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (General Agreement on Tariffs and Trade, GATT), ex presidente de Goldman Sachs y de British Petroleum, etc.
(11) Peter Sutherland, “A year of magical thinking for the Brexiteers”, Financial Times, Londres, 31 de marzo de 2016.