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Europa, tierra de inmigración

Domingo 7 de febrero de 2016   |   Bernard Cassen
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Podemos tratar de desviar la dinámica histórica y encontrar los medios para adaptarse a esta, pero ello implica no negar su existencia y aprehenderla de manera racional, sobre la base de trabajos científicos. La cuestión de la inmigración es una de aquellas en las que menos se respetan estos principios, hasta el punto de que eclipsa todas las demás en la vida política de la mayoría de los países europeos.

Las imágenes de los refugiados cuyas embarcaciones naufragan en el Mediterráneo o que, en largas columnas, tratan de encontrar un país de acogida provocan reacciones contradictorias en la opinión pública: compasión y solidaridad en ciertos sectores; terror y pánico de una “invasión” en otros. En el primer caso, el discurso dominante –implícito o explícito– consiste en decir que la acogida de millones de nuevos inmigrantes no plantea mayores problemas y que las fronteras europeas deben permanecer abiertas o volver a estarlo. En el segundo caso, el énfasis se pone exclusivamente en las medidas de seguridad: instalación de alambradas de púa; refuerzo drástico de controles para el acceso a los Estados miembros de la Unión Europea y, particularmente, aquellos del espacio Schengen; expulsión de los refugiados en situación irregular (inmigrantes económicos “sin papeles”, aquellos a los que se les ha denegado el derecho de asilo, etc.). Ni la primera de estas actitudes (angelismo bienintencionado, pero corto de vista) ni su contraria (dramatización igualmente miope de la situación) permitirán enfrentarse con dignidad y de forma pacífica a un fenómeno al que todos sus elementos hacen ineludible: la imposibilidad, para Europa, de impedir las llegadas masivas de inmigrantes en las décadas venideras.

Las enormes disparidades demográficas y económicas entre país de origen y país de destino son perfectamente conocidas. Para caracterizarlos, se puede decir que Europa es un continente rico, con una población estancada y que envejece, mientras que las poblaciones de África y de Oriente Próximo son más jóvenes, más pobres y están en franco crecimiento. Incluso arriesgando sus vidas, los jóvenes de esas regiones querrán escapar de la miseria y de la inseguridad para llegar a lo que imaginan como un Eldorado que, para muchos de ellos, fue otrora su potencia colonial. A esto se le añade los millones de refugiados de las zonas de guerra y de Estados fallidos y, en una escala aún más amplia, los futuros refugiados climáticos.

A partir de esta constatación, el sentido común debería llevar a los dirigentes a actuar sobre las causas de los movimientos migratorios; en otras palabras, ofrecer a los refugiados económicos posibles buenas razones para no abandonar a sus familias y su país. Eso equivale a replantear radicalmente las relaciones Norte-Sur y, de forma más general, a reducir las desigualdades a nivel mundial. Con ocasión de la Conferencia Mundial sobre el Cambio Climático (COP 21) llevada a cabo en París el pasado mes de diciembre, se vio la extrema dificultad para tomar la más mínima medida en ese sentido: fueron necesarias extensas negociaciones con los Estados del Norte para que se comprometieran a movilizar 100.000 millones de dólares al año, de aquí a 2020, para ayudar a los países del Sur a enfrentarse a los efectos del cambio climático. Esta suma puede parecer importante, pero representa tan solo dos años de las ganancias netas de Apple…

En la medida en que todas las hipotéticas medidas de redistribución de la riqueza a escala global tomen tiempo, Europa deberá acoger a millones de nuevos inmigrantes en los próximos años. Esto le traerá problemas de toda índole, y uno de los más agudos será la integración de personas de culturas muy diferentes a las del Viejo Continente. Es un desafío inmenso y los sucesos de la noche de San Silvestre (31 de diciembre) en Colonia y en otras ciudades de Alemania muestran que sería prudente estar preparado…





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