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Las paradojas de la victoria del “brexit”

Miércoles 10 de agosto de 2016   |   Bernard Cassen
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En vísperas del referéndum británico del 23 de junio, los adversarios del brexit afirmaban que la salida del Reino Unido de la Unión Europea (UE) significaría un salto hacia lo desconocido. Los partidarios de esta salida, a su vez, ni siquiera se habían preocupado por “el día siguiente”, como se constató en las tres semanas delirantes que llevaron a Theresa May al número 10 de Downing Street, en sustitución de David Cameron. Los dos personajes clave de la campaña por el brexit –Nigel Farage, por el partido eurófobo UKIP, y Boris Johnson, por los euroescépticos del Partido Conservador– rehusaron asumir su victoria: el primero retirándose –“misión cumplida”, dijo– de la vida política; el segundo, renunciando a luchar por el cargo de primer ministro. Muy astuta, Theresa May lo designó a la cabeza de la Foreign Office para obligarlo a implicarse personalmente en las futuras negociaciones entre Londres y los otros 27 miembros de la UE.

Sin ningún precedente de salida de un Estado de la UE, mediante el mecanismo previsto en el artículo 50 del Tratado de Lisboa, nadie sabe cómo serán conducidas estas negociaciones ni qué resultados tendrán. Durante dos años por lo menos (plazo estipulado por dicho artículo), van a constituir un objeto de estudio al descubierto para los partidos, los movimientos –y tal vez algún día para los Gobiernos– que aspiran a reformar, a refundar o a abandonar la UE. Pero también para aquellos que sólo tienen en mente modificaciones cosméticas del statu quo.

Dos lecciones pueden extraerse actualmente del éxito del brexit que sí tienen un alcance que va mucho más allá de las fronteras del Reino Unido. La primera vale para los partidarios del remain y, de forma general, para la mayoría de los Gobiernos y partidos de gobierno europeos: sus argumentos de carácter apocalíptico para poner en guardia a los electores contra los supuestos desastres que ocasionaría la salida de la UE no se llevan la palma. El simple hecho de que esos Gobiernos hayan recurrido a una retórica casi únicamente negativa –y a menudo tan engañosa como la del bando del leave– muestra su incapacidad para citar suficientes buenos motivos en defensa de la UE. Cabe preguntarse cuánto pesa el éxito –reconocido por todos– del programa de intercambio estudiantil Erasmus frente a políticas decididas o avaladas a nivel europeo por instigación de la Comisión: medidas de austeridad, chantaje de las deslocalizaciones, salarios bajos, desiertos industriales, desmantelamiento de los servicios públicos, competencia salvaje entre territorios, etc. Sin hablar de la falta de una política común de los flujos migratorios a pesar de su urgencia.

La segunda lección vale para los partidarios de una u otra forma del leave o de una refundación de la UE. Como se vio tras el 23 de junio, un triunfo electoral puede tener un “efecto boomerang” si no se enmarca en un plan B cuidadosamente preparado. El diletantismo y la desbandada de los líderes del brexit llevaron a un grupo de sus partidarios a lamentar más tarde su voto. Llegamos así a un callejón sin salida: una mayoría de electores desaprueba las políticas (y algunos de ellos incluso la existencia) de la UE y del euro, pero otra mayoría desaprueba a quienes las combaten sin formular alternativas creíbles. La senda es, por lo tanto, muy estrecha para aquellos que creen que otra Europa –solidaria y progresista– no es imposible. Por eso, aunque desencadenada por una decisión nacional soberana, toda puesta en marcha de un plan B difícilmente puede prescindir de alianzas con una masa crítica de fuerzas de otros países europeos que compartan los mismos objetivos. ¡Menuda tarea! 





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