Como una máquina infernal, la crisis europea escapa a toda posibilidad de previsión más allá de unos días, o incluso de las veinticuatro horas. Así, un día después del anuncio de una inyección de 100.000 millones de euros para la recapitalización de su sistema bancario al borde del derrumbe, España sólo pudo colocar sus bonos a tasas prohibitivas (cerca de un 7%) y su nota fue brutalmente degradada por la agencia Moody’s. Por más que intenten dar la impresión de no ceder ante el pánico, todos los gobiernos europeos constatan que, frente a los azotes de los mercados financieros, ya no pueden controlar gran cosa. Para tranquilizarse, se conforman con repetir día tras día, casi como un eslogan, lo que dijeron la víspera, aun cuando su discurso no tenga ningún impacto sobre la realidad.
De tal modo que el gobierno de Angela Merkel –con la troika constituida por el Banco Central Europeo (BCE), la Comisión Europea y el Fondo Monetario internacional (FMI)– sigue imperturbable exigiendo a sus socios medidas de austeridad que ya han sumido a Grecia, Irlanda, Portugal y España en la recesión y en una desesperanza social potencialmente explosiva. Por su lado, el presidente francés, François Hollande, al tiempo que afirma su voluntad de rigor presupuestario, reclama medidas destinadas a favorecer el crecimiento. Como si esas dos políticas contradictorias pudieran llevarse a cabo simultáneamente y, sobre todo, como si el calendario de un eventual crecimiento –que debiera extenderse por varios semestres o años– fuera compatible con los plazos políticos y financieros que, especialmente para Grecia, se miden en semanas o, como máximo, en meses.
Sin querer jamás plantear públicamente en esos términos una cuestión de lesa majestad europea, los gobiernos –y la casi totalidad de las oposiciones– son rehenes del imperativo político de “salvar el euro”. Se ven confrontados a una absurda política monetaria europea única para economías nacionales muy disímiles. Los más débiles ya no tienen la capacidad de proceder a ajustes –devaluaciones concertadas– que hubieran sido posibles con una moneda común europea articulada con monedas nacionales. Pero, ¿cómo salir de este impasse sin provocar catástrofes? Nadie lo sabe realmente.
En esta situación de incertidumbre, un tema comienza a emerger subrepticiamente en el debate público: el de un “salto federal” en materia presupuestaria y fiscal. No está exento de lógica aparente: ya que el euro y las deudas públicas nacionales tienen una dimensión sistémica europea, ¿por qué no prolongar la gestión de la política monetaria única (que ya conduce el BCE) con una gestión de políticas presupuestarias y fiscales –igualmente únicas– implementadas por una especie de ministro de finanzas europeo?
No hay sorpresas, los partidarios de esta tesis ocultan deliberadamente lo esencial, a saber el contenido de dichas políticas. En la actual relación de fuerzas, se trata en realidad de imponer a todos los Estados las políticas actualmente dirigidas por la troika: rebaja de salarios y pensiones, liquidación de las empresas públicas, desmantelamiento de la protección social... Una verdadera regresión “civilizacional” con la cual las derechas y el capital sueñan hace décadas, pero que la divina sorpresa de la crisis les permitiría llevar a cabo en nombre de “Europa”. Si se llegara a poner de ese modo fuera del alcance de los ciudadanos las decisiones estructurantes de la vida de las sociedades europeas, uno podría preguntase: ¿para qué servirían entonces las elecciones…?