Buenos Aires, 1 de marzo de 2014. La presidenta Cristina Fernández de Kirchner, recientemente recuperada de una operación, entraba en el Palacio del Congreso –un edificio construido a finales del siglo XIX y que, con sus reminiscencias grecorromanas, simboliza el momento más brillante de la Argentina agroexportadora–, para pronunciar el discurso de inicio de la actividad legislativa. No se esperaban grandes novedades ; los anuncios importantes suelen reservarse para otros momentos. Lo central, por tanto, no estuvo en las tres horas de discurso, en las veintitrés mil trescientas veintiséis palabras que utilizó para defender su gestión, sino en el tono : en contraste con años anteriores, cuando Cristina aprovechaba la ocasión para cuestionar a sus adversarios (la oposición, los medios de comunicación, los empresarios) y subrayar enfáticamente el rumbo de su Gobierno, esta vez recurrió a un estilo más medido, que hasta incluyó menciones elogiosas a representantes de la oposición.
¿Se trata del inicio de la transición después de casi doce años de kirchnerismo ? ¿Es el final del ciclo político más largo desde la recuperación de la democracia en 1983 ? Todavía es pronto para afirmarlo, pero lo que es seguro es que el Gobierno se encuentra en una situación de mayor debilidad que en el pasado.
Pero, primero de todo, ¿qué es el kirchnerismo ? En el poder desde 2003 e identificado con el matrimonio de Néstor Kirchner (fallecido en 2010) y Cristina Fernández de Kirchner, este movimiento político surgido del peronismo de izquierdas se caracteriza por su ruptura con el neoliberalismo propio del peronismo de derechas. Sus políticas (reafirmación del Estado, esfuerzos por consolidar una burguesía nacional, programas sociales destinados a las clases populares, fuerte enfrentamiento con la patronal y los medios de comunicación privados) llevaron al país a unas tasas de crecimiento desmedidas.
Sin embargo, a finales de 2013, por primera vez desde la llegada al poder de Néstor Kirchner en mayo de 2003, la situación de la economía argentina parecía escapar al control del Gobierno. En un contexto de crecimiento más bajo que en el pasado (3%) e inflación alta (30%), las reservas del Banco Central, la última trinchera en momentos de crisis, disminuían día a día, hasta situarse, en diciembre de 2013, por debajo de los 27.000 millones de dólares, insuficientes para cubrir seis meses de importaciones.
Como resultado de la herencia del default (suspensión de pagos) de la deuda externa del 2001 (1), Argentina, a diferencia de otros países latinoamericanos con Gobiernos de izquierdas, tiene prácticamente cerrado el acceso al crédito internacional. Por eso, la deuda externa, aunque mucho menor que la del pasado, solo puede ser pagada con reservas. Esta situación, que durante años le permitió al Gobierno ganar autonomía respecto del Fondo Monetario Internacional (FMI) y los mercados financieros, se volvió en contra cuando la crisis financiera global en 2008 cambió la perspectiva de crecimiento. Este crecimiento pasó del “ritmo chino” del periodo 2003-2008 a tasas mucho más moderadas, y frenó las expectativas de consumo (el gran dinamizador del modelo económico kirchnerista) e inversión.
Para evitar la evaporación de las reservas, el Gobierno había decidido establecer restricciones a la venta de dólares al público. Pero esto generó un efecto contrario al esperado : en lugar de contribuir a cuidar las reservas, potenció el proceso de fuga de capitales, tanto al exterior como a las cajas fuertes de las clases medias. Se trata de un comportamiento habitual en la sociedad argentina, que en las últimas tres décadas ha sufrido dos hiperinflaciones (en 1988 y 1990), dos confiscaciones masivas de depósitos bancarios (en 1989 y 2001) y media docena de devaluaciones, y que está acostumbrada a refugiarse en el dólar ante posibles cambios del escenario económico. En Argentina, se conoce como “arbolitos” a quienes pasan todo el día en las esquinas claves del centro financiero de la capital ofreciendo dólares del mercado negro : una imagen que había desaparecido de la vida cotidiana de los argentinos pero que rápidamente hizo su reaparición.
En este contexto financiero crítico, los grandes exportadores de soja –siete empresas concentran el 82,4% de las exportaciones de este producto, que a su vez representa el 40% de las exportaciones totales del país (2)– comenzaron a presionar para exigir una devaluación del peso argentino, operación que multiplica el valor de los dólares a cambio de los cuales venden sus cereales. La estrategia era simple : acumulaban la soja en los campos. De hecho, recorriendo en coche las carreteras del país a finales de 2013 era fácil ver, a los lados de las alambradas, los depósitos rebosantes de soja a la espera de ser exportada. Acorralado, el Banco Central aceptó el pasado enero una devaluación del 20%.
Pero la devaluación no fue consecuencia solo del cambio de contexto internacional y la presión financiera de los grandes exportadores. En el fondo, la economía argentina sigue dependiendo de las exportaciones de materias primas : soja, trigo, maíz y, cada vez más, minerales. La industria, salvo algunas ramas asociadas a la industria agroalimentaria, no solo es poco competitiva : lo más grave es que es deficitaria desde el punto de vista de la balanza comercial. De hecho, a lo largo de la historia argentina, incluyendo la última década, se ha repetido el mismo ciclo : la industria se expande y comienza a demandar más importaciones, que son cubiertas con el superávit comercial generado por el sector agropecuario, que tras un tiempo se acaba. “En cierto modo, el superávit del campo es el límite de la expansión industrial argentina, lo que equivale a decir que es el límite del crecimiento, el empleo y el bienestar”, escribió el economista heterodoxo Aldo Ferrer.
Para los economistas neoliberales esto no es un problema : ellos consideran que hay que dejar que el mercado actúe y decida por si solo cuáles son los sectores realmente competitivos, entre los que sobresale la agroindustria y sus ramificaciones financieras, inmobiliarias, etc. El problema es que esto es insuficiente para un país de más de cuarenta millones de habitantes, que en el pasado tuvo la clase media más amplia y el Estado de bienestar más desarrollado de América Latina, y que no parece dispuesto a pagar con el hambre de hoy el hipotético pan de mañana. El camino de Corea del Sur, que durante décadas obligó a sus ciudadanos a sufrir privaciones para lograr un salto al desarrollo, es impensable en Argentina.
El Gobierno kirchnerista, mediante intervenciones en el mercado e impuestos a las exportaciones agropecuarias, transfirió recursos del campo a la industria y logró con ello restituir parte del tejido industrial destruido por el neoliberalismo. Esto permitió evitar que la economía argentina se “reprimarizara” al mismo ritmo que otras economías de la región, incluyendo algunas muy aplaudidas por la prensa financiera internacional como la brasileña. Mientras que las exportaciones argentinas de materias primas (soja, aceite, minerales) se mantuvieron estables a lo largo de la última década (2003-2013), cerca del 48% del total, las de Brasil pasaron del 30 al 46% (3). Esta situación ayudó a garantizar tasas altas de crecimiento : en el mismo periodo, Argentina creció el doble que Brasil, que ha reemplazado a Chile como la vedette de los mercados financieros. Sin embargo, al final, como en el pasado, el superávit de la agricultura argentina ya no fue suficiente para cubrir el déficit de la balanza industrial. La histórica dificultad para desarrollar un sector industrial competitivo volvía a afectar al crecimiento económico y, con ello, volvieron las tensiones políticas.
Junto a la debilidad económica, el Gobierno se encuentra también en una situación de relativa debilidad política. La producción de riqueza se contrae, la corrupción endémica y el clientelismo del poder producen el descontento cada vez mayor de la población. Esto explica que el Partido Justicialista (PJ) de Cristina Kirchner, tras haber conseguido su reelección con el 54% de los votos en 2011, obtuviera apenas el 30% en las elecciones legislativas del año pasado. Este porcentaje es suficiente para garantizarle el control del Congreso y consolidar su lugar de “primera minoría”, pero definitivamente no es suficiente para moldear a su gusto la transición hacia las elecciones presidenciales de 2015, a las cuales la Constitución le prohíbe volver a presentarse como candidata.
En este contexto, el Gobierno ha tenido que dejar de lado los dos “formatos de sucesión” que hasta el momento utilizaron los presidentes de izquierdas de América Latina : el primero consiste en reformas constitucionales o fallos de la justicia que habilitan la reelección del presidente, como sucedió en Venezuela, Nicaragua y Bolivia ; el segundo es aquel en el que el presidente saliente “construye” a su sucesor (en general, un funcionario de su Gobierno), lo instala en la opinión pública y le ayuda a ganar las elecciones, como hizo Ricardo Lagos con Michelle Bachelet en Chile en 2006 y como hizo Lula con Dilma Rousseff en Brasil en 2010. Para que cualquiera de las dos opciones funcione, el presidente saliente debe gozar de una amplia popularidad y debe ser capaz de disciplinar a su partido.
Y este no es el caso de Cristina Kirchner. Es cierto que la presidenta mantiene una imagen positiva en cerca del 40% de la población –algo que bien podría suscitar la envidia del presidente francés François Hollande–, pero está lejos del consenso que rodeaba a Lagos o Lula. Por otra parte, el peronismo no es un partido orgánico, dotado de instancias de decisión institucionales y una clara orientación ideológica, sino un movimiento formado por una articulación precaria de liderazgos provinciales y municipales, básicamente pragmático, que alberga en su interior un espectro ideológico que va de la derecha a la izquierda. Heredero, como el Partido Revolucionario Institucional (PRI) mexicano, de los populismos del siglo XX, el peronismo es un enigma que vuelve locos a los académicos europeos : puede ser oficialismo y oposición al mismo tiempo.
Lo más probable, entonces, es que el candidato peronista surja de unas primarias internas que tendrán lugar en agosto de 2014 en las que competirán diferentes dirigentes : el que tiene más posibilidades de ganar, según las encuestas, es el gobernador de la provincia de Buenos Aires, Daniel Scioli, que aunque acompaña al kirchnerismo desde el comienzo, se ha diferenciado con posiciones más moderadas (en lo económico) o directamente de derechas (en su política de seguridad urbana) : rechaza el aumento de los impuestos y exige un endurecimiento de las penas a los ataques a la propiedad privada. En la oposición sobresalen el alcalde de la capital, Mauricio Macri, líder de Compromiso para el Cambio, un partido de centroderecha muy conservador, y un exfuncionario kirchnerista, Sergio Massa, que se fue del Gobierno al discrepar con las políticas progresistas. En suma, los tres candidatos con más posibilidades de suceder a Cristina se sitúan ideológicamente a su derecha. Lo cual abre dudas acerca de hasta qué punto las reformas de los últimos años (estatalización de empresas, aumento de la presión impositiva, política exterior autónoma, políticas de género) fueron impuestas desde arriba, y no resultado de la creación de consensos políticos más amplios y profundos.
La combinación de una situación económica menos ventajosa que la del pasado y la incertidumbre de la sucesión, así como los errores cometidos por el poder, especialmente por su lentitud a la hora de modernizar una red de infraestructuras débil, son la base sobre la cual germina el descontento social. En diciembre de 2013, por ejemplo, una huelga policial derivó en saqueos a comercios en varias ciudades. El pasado marzo, las escuelas de varias provincias no abrieron sus puertas durante veinte días por una huelga de los maestros. Un mes después, en abril, se concretó un paro general de un sector del sindicalismo para exigir aumentos salariales : esto no había sucedido desde la llegada al poder de los Kirchner.
Pero sería un error apresurarse a declarar el final del kirchnerismo. Pese a todo, el Gobierno conserva el apoyo de un sector minoritario pero importante de la opinión pública (entre el 30 y el 40%), cuenta con mayoría en las dos cámaras del Congreso y, tras las zozobras de enero, ha logrado contener el precio del dólar (gracias a la liquidación de las exportaciones de la cosecha de soja posibilitadas por la devaluación, ha comenzado a recuperar lentamente el stock de reservas internacionales). Al mismo tiempo, sigue desplegando políticas sociales amplias : la ayuda a los niños de los hogares pobres ya llega a tres millones y medio de personas, el plan de créditos para vivienda social ya supera las cuatrocientas mil asignaciones y el plan para que los jóvenes completen su educación secundaria llega a los trescientos mil matriculados. El sistema de jubilaciones, que cubre a cerca del 90%, es el más amplio de América Latina, el desempleo se mantiene en niveles históricamente bajos (7%) y los aumentos salariales decididos en paritarias permiten compensar la inflación real.
El problema, entonces, no es tanto la estabilidad económica y política del Gobierno como la posibilidad de seguir profundizando las reformas progresistas. Hasta ahora, en sus más de diez años de gestión, el kirchnerismo ha logrado superar los momentos más críticos con “giros a la izquierda” : frente a la debilidad inicial resultado de la herencia de la crisis del 2001, negociación de la deuda externa y nuevos impuestos a la soja ; frente a la crisis mundial del 2008, estatalización del sistema de jubilaciones ; frente al conflicto con los productores agropecuarios, políticas sociales universales y ley de matrimonio homosexual ; frente a la crisis energética de 2010, nacionalización de YPF (4).
En un escenario económico que contempla tasas de crecimiento más bajas, no solo en Argentina sino en casi todos los países de la región, y sin posibilidades de reelección, el “modelo kirchnerista” exhibe algunas grietas : falta de diversificación industrial, políticas sociales que logran bajar la pobreza pero no la desigualdad, alto gasto en educación pero pocos avances en la calidad educativa… En este escenario de luces y sombras, Cristina Kirchner se enfrenta a un doble desafío : por un lado, concluir en buenos términos su mandato, algo poco habitual en un país como Argentina, donde la mayoría de los presidentes no terminan su periodo de gobierno. Y, frente a una sucesión seguramente de derechas, evitar una contrarreforma conservadora que eche atrás los avances de los últimos años.
NOTAS :
(1) Léase Maurice Lemoine, “Frente a los acreedores, osadía argentina y pusilanimidad griega”, Le Monde diplomatique en español, mayo de 2012.
(2) ADM, Bunge, CHS Argentina, Dreyfus, Cargill, Nidera y Toepfer.
(3) Datos de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL).
(4) Léase José Natanson, “Y Buenos Aires (re)encuentra petróleo”, Le Monde diplomatique en español, julio de 2012.